lunes, 20 de junio de 2016

Roberto Bolaño - Prosa del otoño en Gerona

Prosa del otoño en Gerona
por Roberto Bolaño




Una persona—debería decir una desconocida— que te acaricia, te hace bromas, es dulce contigo y te lleva hasta la orilla de un precipicio. Allí, el personaje dice ay o empalidece. Como si estuviera dentro de un caleidoscopio y viera el ojo que lo mira. Colores que se ordenan en una geometría ajena a todo lo que tú estás dispuesto a aceptar como bueno. Así empieza el otoño, entre el río Oñar y la colina de las Pedreras.

***

La desconocida está tirada en la cama. A través de escenas sin amor (cuerpos planos, objetos sadomasoquistas, píldoras y muecas de desempleados) llegas al momento que denominas el otoño y descubres a la desconocida.

En el cuarto, además del reflejo que lo chupa todo, observas piedras, lajas amarillas, arena, almohadas con pelos, pijamas abandonados. Luego desaparece todo.

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Te hace bromas, te acaricia. Un paseo solitario por la plaza de los cines. En el centro una alegoría en bronce: «La batalla contra los franceses». El soldado raso con la pistola levantada, se diría a punto de disparar al aire, es joven; su rostro está conformado para expresar cansancio, el pelo alborotado, y ella te acaricia sin decir nada, aunque la palabra caleidoscopio resbala como saliva de sus labios y entonces las escenas vuelven a transparentarse en algo que puedes llamar el ay del personaje pálido o geometría alrededor de tu ojo desnudo.

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Después de un sueño (he extrapolado en el sueño la película que vi el día anterior) me digo que el otoño no puede ser sino el dinero.

El dinero como el cordón umbilical que te comunica con las muchachas y el paisaje.

El dinero que no tendré jamás y que por exclusión hace de mí un anacoreta, el personaje que de pronto empalidece en el desierto.

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«Esto podría ser el infierno para mí». El caleidoscopio se mueve con la serenidad y el aburrimiento de los días. Para ella, al final, no hubo infierno. Simplemente evitó vivir aquí. Las soluciones sencillas guían nuestros actos. La educación sentimental sólo tiene una divisa: no sufrir. Aquello que se aparta puede ser llamado desierto, roca con apariencia de hombre, el pensador tectónico.

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La pantalla atravesada por franjas se abre y es tu ojo el que se abre alrededor de la franja. Todos los días el estudio del desierto se abre como la palabra «borrado». ¿Un paisaje borrado? ¿Un rostro en primer plano? ¿Unos labios que articulan otra palabra? 

La geometría del otoño atravesada por la desconocida solamente para que tus nervios se abran.

Ahora la desconocida vuelve a desaparecer. De nuevo adoptas la apariencia de la soledad.

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Dice que está bien. Tú dices que estás bien y piensas que ella debe de estar realmente bien y que tú estás realmente bien. Su mirada es bellísima, como si viera por primera vez las escenas que deseó toda su vida. Después llega el aliento a podrido, los ojos huecos aunque ella diga (mientras tú permaneces callado, como en una película muda) que el infierno no puede ser el mundo donde vive. ¡Corten este texto de mierda!, grita. El caleidoscopio adopta la apariencia de la soledad. Crac, hace tu corazón.

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Al personaje le queda la aventura y decir «ha empezado a nevar, jefe».

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De este lado del río todo lo que te interesa mantiene la misma mecánica. Las terrazas abiertas para recibir el máximo sol posible, las muchachas aparcando sus mobilettes, las pantallas cubiertas por cortinas, los jubilados sentados en las plazas. Aquí el texto no tiene conciencia de nada sino de su propia vida. La sombra que provisionalmente llamas autor apenas se molesta en describir cómo la desconocida arregló todo para su momento Atlántida.

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No es de extrañar que la habitación del autor esté llena de carteles alusivos. Desnudo, da vueltas por el centro contemplando las paredes descascaradas, en las cuales asoman signos, dibujos nerviosos, frases fuera de contexto.

Resuenan en el caleidoscopio, como un eco, las voces de todos los que él fue y a eso llama su paciencia.

La paciencia en Gerona antes de la Tercera Guerra.
Un otoño benigno.
Apenas queda olor de ella en el cuarto…
El perfume se llamaba Carnicería fugaz…
Un médico famoso le había operado el ojo izquierdo…

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La situación real: estaba solo en mi casa, tenía veintiocho años, acababa de regresar después de pasar el verano fuera de la provincia, trabajando, y las habitaciones estaban llenas de telarañas. Ya no tenía trabajo y el dinero, a cuentagotas, me alcanzaría para cuatro meses. Tampoco había esperanzas de encontrar otro trabajo. En la policía me habían renovado la permanencia por tres meses. No autorizado para trabajar en España. No sabía qué hacer. Era un otoño benigno.

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Las dos de la noche y la pantalla blanca. Mi personaje está sentado en un sillón, en una mano un cigarrillo y en la otra una taza con coñac. Recompone minuciosamente algunas escenas. Así, la desconocida duerme con perfecta calma. Luego le acaricia los hombros. Luego le dice que no la acompañe a la estación. Allí observas una señal, la punta del iceberg. La desconocida asegura que no pensaba dormir con él. La amistad—su sonrisa entra ahora en la zona de las estrías—no presupone ninguna clase de infierno.

Es extraño, desde aquí parece que mi personaje espanta moscas con su mano izquierda. Podría, ciertamente, transformar su angustia en miedo si levantara la vista y viera entre las vigas en ruinas los ojillos de una rata fijos en él.

Crac, su corazón. La paciencia como una cinta gris dentro del caleidoscopio que empiezas una y otra vez.

¿Y si el personaje hablara de la felicidad? ¿En su cuerpo de veintiocho años comienza la felicidad?

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Lo que hay detrás cuando hay algo detrás: «llama al jefe y dile que ha empezado a nevar». No hay mucho más que añadir al otoño de Gerona.

Una muchacha que se ducha, su piel enrojecida por el agua caliente; sobre su pelo, como turbante, una toalla vieja, descolorida. De repente, mientras se pinta los labios delante del espejo, me mira (estoy detrás) y dice que no hace falta que la acompañe a la estación.

Repito ahora la misma escena, aunque no hay nadie frente al espejo.

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Para acercarse a la desconocida es necesario dejar de ser el hombre invisible. Ella dice, con todos sus actos, que el único misterio es la confidencia futura. ¿La boca del hombre invisible se acerca al espejo?

Sácame de este texto, querré decirle, muéstrame las cosas claras y sencillas, los gritos claros y sencillos, el miedo, la muerte, su instante Atlántida cenando en familia.

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El otoño en Gerona: la Escuela de Bellas Artes, la plaza de los cines, el índice de desempleo en Cataluña, tres meses de permiso para residir en España, los peces en el Oñar (¿carpas?), la invisibilidad, el autor que contempla las luces de la ciudad y por encima de estas una franja de humo gris sobre la noche azul metálico, y al fondo las siluetas de las montañas.

Palabras de un amigo refiriéndose a su compañera con la cual vive desde hace siete años: «es mi patrona».

No tiene sentido escribir poesía, los viejos hablan de una nueva guerra y a veces vuelve el sueño recurrente: autor escribiendo en habitación en penumbras; a lo lejos, rumor de pandillas rivales luchando por un supermercado; hileras de automóviles que nunca volverán a rodar.

La desconocida, pese a todo, me sonríe, aparta los otoños y se sienta a mi lado. Cuando espero gritos o una escena, sólo pregunta por qué me pongo así. 

¿Por qué me pongo así?

La pantalla se vuelve blanca como un complot.

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El autor suspende su trabajo en el cuarto oscuro, los muchachos dejan de luchar, los faros de los coches se iluminan como tocados por un incendio. En la pantalla sólo veo unos labios que deletrean su momento Atlántida.

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La muerte también tiene unos sistemas de claridad. No me sirve (lo siento por mí, pero no me sirve) el amor tentacular y solar de John Varley, por ejemplo, si esa mirada lúcida que abraza una situación no puede ser otra mirada lúcida enfrentada con otra situación, etc. Y aun si así fuera, la caída libre que eso supone tampoco me sirve para lo que de verdad deseo: el espacio que media entre la desconocida y yo, aquello que puedo mal nombrar como otoño en Gerona, las cintas vacías que nos separan pese a todos los riesgos.

El instante prístino que es el pasaporte de R. B. en octubre de 1981, que lo acredita como chileno con permiso para residir en España, sin trabajar, durante otros tres meses. ¡El vacío donde ni siquiera cabe la náusea!

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Así, no es de extrañar la profusión de carteles en el cuarto del autor. Círculos, cubos, cilindros rápidamente fragmentados nos dan una idea de su rostro cuando la luz lo empuja; aquello que es su carencia de dinero se transforma en desesperación del amor; cualquier gesto con las manos se transforma en piedad. 

Su rostro, fragmentado alrededor de él, aparece sometido a su ojo que lo reordena, el caleidoscopio ideal. (O sea: la desesperación del amor, la piedad, etc.).

***

MAÑANA DE DOMINGO. La Rambla está vacía, sólo hay algunos viejos sentados en los bancos leyendo el periódico. Por el otro extremo las siluetas de dos policías inician el recorrido.

Llega Isabel: levanto la vista del periódico y la observo. Sonríe, tiene el pelo rojo. A su lado hay un tipo de pelo corto y barba de cuatro días. Dice que va a abrir un bar, un lugar barato adonde podrán ir sus amigos. «Estás invitado a la inauguración». En el periódico hay una entrevista a un famoso pintor catalán. «¿Qué se siente al estar en las principales galerías del mundo a los treinta y tres años?». Una gran sonrisa roja. A un lado del texto, dos fotos del pintor con sus cuadros. «Trabajo doce horas al día, es un horario que yo mismo me he impuesto». Junto a mí, en el mismo banco, un viejo con otro periódico empieza a removerse; realidad objetiva, susurra mi cabeza. Isabel y el futuro propietario se despiden, intentarán ir, me dicen, a una fiesta en un pueblo vecino. Por el otro extremo las siluetas de los policías se han agrandado y ya casi están sobre mí. Cierro los ojos.

MAÑANA DE DOMINGO. Hoy, igual que ayer por la noche y anteayer, he llamado por teléfono a una amiga de Barcelona. Nadie contesta. Imagino por unos segundos el teléfono sonando en su casa donde no hay nadie, igual que ayer y anteayer, y luego abro los ojos y observo el surco donde se ponen las monedas y no veo ninguna moneda.

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El desaliento y la angustia consumen mi corazón. Aborrezco la aparición del día, que me invita a una vida, cuya verdad y significación es dudosa para mí. Paso las noches agitado por continuas pesadillas.
Fichte

En efecto, el desaliento, la angustia, etc.

El personaje pálido aguardando, ¿en la salida de un cine?, ¿de un campo deportivo?, la aparición del hoyo inmaculado. (Desde esta perspectiva otoñal su sistema nervioso pareciera estar insertado en una película de propaganda de guerra).

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Me lavo los dientes, la cara, los brazos, el cuello, las orejas. Todos los días bajo al correo. Todos los días me masturbo. Dedico gran parte de la mañana a preparar la comida del resto del día. Me paso las horas muertas sentado, hojeando revistas. Intento, en las repetidas ocasiones del café, convencerme de que estoy enamorado, pero la falta de dulzura —de una dulzura determinada— me indica lo contrario. A veces pienso que estoy viviendo en otra parte.

Después de comer me duermo con la cabeza sobre la mesa, sentado. Sueño lo siguiente: Giorgio Fox, personaje de un cómic, crítico de arte de diecisiete años, cena en un restaurante del nivel 30, en Roma. Eso es todo. Al despertar pienso que la luminosidad del arte asumido y reconocido en plena juventud es algo que de una manera absoluta se ha alejado de mí. Cierto, estuve dentro del paraíso, como observador o como náufrago, allí donde el paraíso tenía la forma del laberinto, pero jamás como ejecutante. Ahora, a los veintiocho, el paraíso se ha alejado de mí y lo único que me es dable ver es el primer plano de un joven con todos sus atributos: fama, dinero, es decir capacidad para hablar por sí mismo, moverse, querer. Y el trazo con que está dibujado Giorgio Fox es de una amabilidad y dureza que mi cara (mi jeta fotográfica) jamás podrá imitar.

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Quiero decir: allí está Giorgio Fox, el pelo cortado al cepillo, los ojos azul pastel, perfectamente bien dentro de una viñeta trabajada con pulcritud. Y aquí estoy yo, el hoyo inmaculado en el papel momentáneo de masa consumidora de arte, masa que se manipula y observa a sí misma encuadrada en un paisaje de ciudad minera. (El desaliento y la angustia de Fichte, etc.).

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Recurrente, la desconocida cuelga del caleidoscopio. Le digo: «Soy voluble. Hace una semana te amaba, en momentos de exaltación llegué a pensar que éramos una pareja del paraíso. Pero ya sabes que sólo soy un fracasado: esas parejas existen lejos de aquí, en París, en Berlín, en la zona alta de Barcelona. Soy voluble, unas veces deseo la grandeza, otras sólo su sombra. La verdadera pareja, la única, es la que hacen el novelista de izquierda famoso y la bailarina, antes de su momento Atlántida. Yo, en cambio, soy un fracasado, alguien que no será jamás Giorgio Fox, y tú pareces una mujer común y corriente, con muchas ganas de divertirte y ser feliz. Quiero decir: feliz aquí, en Cataluña, y no en un avión rumbo a Milán o la estación nuclear de Lampedusa. Mi volubilidad es fiel a ese instante prístino, el resentimiento feroz de ser lo que soy, el sueño en el ojo, la desnudez ósea de un viejo pasaporte consular expedido en México el año 73, válido hasta el 82, con permiso para residir en España durante tres meses, sin derecho a trabajar. La volubilidad, ya lo ves, permite la fidelidad, una sola fidelidad, pero hasta el fin».

La imagen se funde en negro.

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Una voz en off cuenta las hipotéticas causas por las cuales Zurbarán abandonó Sevilla. ¿Lo hizo porque la gente prefería a Murillo? ¿O porque la peste que azotó la ciudad por aquellos años lo dejó sin algunos de sus seres queridos y lleno de deudas?

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El paraíso, por momentos, aparece en la concepción general del caleidoscopio. Una estructura vertical llena de manchas grises. Si cierro los ojos, bailarán dentro de mi cabeza los reflejos de los cascos, el temblor de una llanura de lanzas, aquello que tú llamabas el azabache. También, si quito los efectos dramáticos, me veré a mí mismo caminando por la plaza de los cines en dirección al correo, en donde no encontraré ninguna carta.

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No es de extrañar que el autor pasee desnudo por el centro de su habitación. Los carteles borrados se abren como las palabras que él junta dentro de su cabeza. Después, casi sin transición, veré al autor apoyado en una azotea contemplando el paisaje; o sentado en el suelo, la espalda contra una pared blanca mientras en el cuarto contiguo martirizan a una muchacha; o de pie, delante de una mesa, la mano izquierda sobre el borde de madera, la vista levantada hacia un punto fuera de la escena. En todo caso, el autor se abre, se pasea desnudo dentro de un entorno de carteles que levantan, como en un grito operístico, su otoño en Gerona.

***

AMANECER NUBLADO. Sentado en el sillón, con una taza de café en las manos, sin lavarme aún, imagino al personaje de la siguiente manera: tiene los ojos cerrados, el rostro muy pálido, el pelo sucio. Está acostado sobre la vía del tren. No. Sólo tiene la cabeza sobre uno de los raíles, el resto del cuerpo reposa a un lado de la vía, sobre el pedregal gris blanquecino. Es curioso: la mitad izquierda de su cuerpo produce la impresión de relajamiento propia del sueño, en cambio la otra mitad aparece rígida, envarada, como si ya estuviera muerto. En la parte superior de este cuadro puedo apreciar las faldas de una colina de abetos (¡sí, de abetos!) y sobre la colina un grupo de nubes rosadas, se diría de un atardecer del Siglo de Oro.

AMANECER NUBLADO. Un hombre, mal vestido y sin afeitar, me pregunta qué hago. Le contesto que nada. Me replica que él piensa montar un bar. Un lugar, dice, donde la gente vaya a comer. Pizzas. No muy caras. Magnífico, digo. Luego alguien pregunta si está enamorado. Qué quieren decir con eso, dice. Explican: si le gusta seriamente alguna mujer. Responde que sí. Será un bar estupendo, digo yo. Me dice que estoy invitado a la inauguración. Puedes comer lo que quieras sin pagar.

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Una persona te acaricia, te hace bromas, es dulce contigo y luego nunca más te vuelve a hablar. ¿A qué te refieres, a la Tercera Guerra? La desconocida te ama y luego reconoce la situación matadero. Te besa y luego te dice que la vida consiste precisamente en seguir adelante, en asimilar los alimentos y buscar otros. 

Es divertido, en el cuarto, además del reflejo que lo chupa todo (y de ahí el hoyo inmaculado), hay voces de niños, preguntas que llegan como desde muy lejos. Y detrás de las preguntas, lo hubiera adivinado, hay risas nerviosas, bloques que se van deshaciendo pero que antes sueltan su mensaje lo mejor que pueden. «Cuídate». «Adiós, cuídate».

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El viejo momento denominado «Nel, majo».

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Ahora te deslizas hacia el plan. Llegas al río. Allí enciendes un cigarrillo. Al final de la calle, en la esquina, hay una cabina telefónica y esa es la única luz al final de la calle. Llamas a Barcelona. La desconocida contesta el teléfono. Te dice que no irá. Tras unos segundos, en los cuales dices «bueno», y ella te remeda, «bueno», preguntas por qué. Te dice que el domingo irá a Alella y tú dices que ya la llamarás cuando vayas a Barcelona. Cuelgas y el frío entra en la cabina, de improviso, cuando pensabas lo siguiente: «es como una autobiografía». Ahora te deslizas por calles retorcidas, qué luminosa puede ser Gerona de noche, piensas, apenas hay dos barrenderos conversando afuera de un bar cerrado y al final de la calle las luces de un automóvil que desaparece. No debo tomar, piensas, no debo dormirme, no debo hacer nada que perturbe el fije. Ahora estás detenido junto al río, en el puente construido por Eiffel, oculto en el entramado de fierros. Te tocas la cara. Por el otro puente, el puente llamado de los labios, oyes pisadas pero cuando buscas a la persona ya no hay nadie, sólo el murmullo de alguien que baja las escaleras. Piensas: «así que la desconocida era así y asá, así que el único desequilibrado soy  yo, así que he tenido un sueño espléndido». El sueño al que te refieres acaba de cruzar delante de ti, en el instante sutil en que te concedías una tregua —y por lo tanto te transparentabas brevemente, como el licenciado Vidriera—, y consistía en la aparición, en el otro extremo del puente, de una población de castrados, comerciantes, profesores, amas de casa, desnudos y enseñando sus testículos y susvaginas rebanadas en las palmas de las manos. Qué sueño más curioso, te dices. No cabe duda de que quieres darte ánimos.

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A través de los ventanales de un restaurante veo al librero de una de las principales librerías de Gerona. Es alto, un poco grueso y tiene el pelo blanco y las cejas negras. Está de pie en la acera, de espaldas a mí. Yo estoy sentado en el fondo del restaurante con un libro sobre la mesa. Al cabo de un rato el librero cruza la calle con pasos lentos, se diría estudiados, y la cabeza inclinada. Me pregunto en quién estará pensando. En cierta ocasión escuché, mientras curioseaba por su establecimiento, que le confesaba a una señora gerundense que él también había cometido locuras. Después alcancé a distinguir palabras sueltas: «trenes», «dos asesinos», «la noche del hotel», «un emisario», «tuberías defectuosas», «nadie estaba al otro lado», «la mirada hipotética de». Llegado a este punto tuve que taparme la mitad inferior de la cara con un libro para que no me sorprendieran riéndome. ¿La mirada hipotética de su novia, de su esposa? ¿La mirada hipotética de la dueña del hotel? (También puedo preguntarme: ¿la mirada de la pasajera del tren?, ¿la señorita que iba junto a la ventanilla y vio al vagabundo poner la cabeza sobre un raíl?). Y finalmente: ¿por qué una mirada hipotética?

Ahora, en el restaurante, mientras lo veo llegar a la otra acera y contemplar algo sobre los ventanales, detrás de los cuales estoy, pienso que tal vez no entendí sus palabras aquel día, en parte por el catalán cerrado de esta provincia, en parte por la distancia que nos separaba. Pronto un muchacho horrible reemplaza al librero en el espacio que este ocupaba hace unos segundos. Luego el muchacho se mueve y el lugar lo ocupa un perro, luego otro perro,luego una mujer de unos cuarenta años, rubia, luego el camarero que sale a retirar las mesas porque empieza a llover.

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Ahora llenas la pantalla —una especie de mini periodo barroco— con la voz de la desconocida hablándote de sus amigos. En realidad tú también conoces a esa gente, hace tiempo incluso escribiste dos o cuatro poemas podridamente cínicos sobre la relación terapéutica entre tu verga, tu pasaporte y ellos. Es decir, en la sala de baile fantasmal se reconocían todos los hoyos inmaculados que tú podías poner, en una esquina, y ellos, los Burgueses de Calais de sus propios miedos, en la otra. La voz de la desconocida echa paladas de mierda sobre sus amigos (desde este momento puedes llamarlos los desconocidos). Es tan triste. Paisajes satinados donde la gente se divierte antes de la guerra. La voz de la desconocida describe, explica, aventura causas de efectos nunca desastrosos y siempre anémicos. Un paisaje que jamás necesitará un termómetro, cenas tan amables, maneras tan increíbles de despertar por la mañana. Por favor, sigue hablando, te escucho, dices mientras te escabulles corriendo a través de la habitación negra, del momento de la cena negra, de la ducha negra en el baño negro.

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LA REALIDAD. Había regresado a Gerona, solo, después de tres meses de trabajo. No tenía ninguna posibilidad de conseguir otro y tampoco tenía muchas ganas. La casa, durante mi ausencia, se había llenado de telarañas y las cosas parecían recubiertas por una película verde. Me sentía vacío, sin ganas de escribir y, cuando lo intentaba, incapaz de permanecer sentado durante más de una hora ante una hoja en blanco. Los primeros días ni siquiera me lavaba y pronto me acostumbré a las arañas. Mi actividad se reducía a bajar al correo, donde muy rara vez encontraba una carta de mi hermana, desde México, y en ir al mercado a comprar carne de despojos para la perra.

LA REALIDAD. De alguna manera que no podría explicar la casa parecía tocada por algo que no tenía en el momento de ausentarme. Las cosas parecían más claras, por ejemplo, mi sillón me parecía claro, brillante, y la cocina, aunque llena de polvo pegado a costras de grasa, daba una impresión de blancura, como si se pudiera ver a través de ella. (¿Ver qué? Nada: más blancura). De la misma manera, las cosas eran más excluyentes. La cocina era la cocina y la mesa era sólo la mesa. Algún día intentaré explicarlo, pero si entonces, a los dos días de haber regresado, ponía las manos o los codos sobre la mesa, experimentaba un dolor agudo, como si estuviera mordiendo algo irreparable.

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Llama al jefe y dile que ha empezado a nevar. En la pantalla: la espalda del personaje. Está sentado en el suelo, las rodillas levantadas; delante, como colocados allí por él mismo para estudiarlos, vemos un caleidoscopio, un espejo empañado, una desconocida.

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EL CALEIDOSCOPIO OBSERVADO. La pasión es geometría. Rombos, cilindros, ángulos latidores. La pasión es geometría que cae al abismo, observada desde el fondo del abismo.

LA DESCONOCIDA OBSERVADA. Senos enrojecidos por el agua caliente. Son las seis de la mañana y la voz en off del hombre todavía dice que la acompañará al tren. No es necesario, dice ella, su cuerpo que se mueve de espaldas a la cámara. Con gestos precisos mete su pijama en la maleta, la cierra, coge un espejo, se mira (allí el espectador tendrá una visión de su rostro: los ojos muy abiertos, aterrorizados), abre la maleta, guarda el espejo, cierra la maleta, se funde…

***

Esta esperanza yo no la he buscado. Este pabellón silencioso de la Universidad desconocida.

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