jueves, 18 de diciembre de 2014

Óscar Hahn - El perfeccionista

El perfeccionista
por Óscar Hahn





Yo arruiné este poema.

Eliminé las palabras
y le torcí el cuello a la sintaxis
hasta dejarla sin habla.

Ahora
no es ni la sombra
de lo que era.

De tanto castigarlo
quedó reducido a nada.

Ignoro de qué hablaba.
No sé cómo termina.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Amalia Bautista - Vamos a hacer limpieza general

Vamos a hacer limpieza general
por Amalia Bautista



Vamos a hacer limpieza general
y vamos a tirar todas las cosas
que no nos sirven para nada, esas
cosas que ya no utilizamos, esas
otras que no hacen más que coger polvo,
las que evitamos encontrarnos porque
nos traen los recuerdos más amargos,
las que nos hacen daño, ocupan sitio
o no quisimos nunca tener cerca.
Vamos a hacer limpieza general
o, mejor todavía, una mudanza
que nos permita abandonar las cosas
sin tocarlas siquiera, sin mancharnos,
dejándolas donde han estado siempre;
vamos a irnos nosotros, vida mía,
para empezar a acumular de nuevo.
O vamos a prenderle fuego a todo
y a quedarnos en paz, con esa imagen
de las brasas del mundo ante los ojos
y con el corazón deshabitado.

lunes, 8 de septiembre de 2014

Tomás Revesado - Amor

Amor
por Tomás Revesado


(A Mary Carmen, una mujer cualquiera.)


Unidos,
solos, sin palabras,
no hay cuerpos....
solo un YO... largo,
muy largo...
deseos retorcidos....
frases sin hilar...
una espera....
un suspiro...
una lágrima...
y dos cuerpos en un solo lamento.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Anton Chejov - La tristeza

La tristeza
por Anton Chejov





La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende, en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.

El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud.

Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de cerca, un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.

Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.

Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.

- ¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya!

Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.

- ¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?

Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.

- ¡Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con cólera-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!

- ¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha!

Siguen oyéndose los juramenitos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabara de despertar de un sueño profundo.

- ¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice con tono irónico el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!

Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados, y no puede pronunciar una palabra.

El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:

- ¿Qué hay?

Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:

- Ya ve usted, señor... He perdido a mi hijo... Murió la semana pasada...

- ¿De veras?... ¿Y de qué murió?

Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:

- No lo sé... De una de tantas enfermedades... Ha estado tres meses en el hospital y a la postre... Dios que lo ha querido.

- ¡A la derecha! -óyese de nuevo gritar furiosamente-. ¡Parece que estás ciego, imbécil!

- ¡A ver! -dice el militar-. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!

Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.

Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharle.

Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.

Una hora, dos... ¡Nadie! ¡Ni un cliente!

Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y chepudo.

- ¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!

Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes.

Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como sólo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.

- ¡Bueno, en marcha! -le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda-. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo...

- ¡El señor está de buen humor! -dice Yona con risa forzada-. Mi gorro...

- ¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.

- Me duele la cabeza -dice uno de los jóvenes-. Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña.

- ¡Eso no es verdad! -responde el otro- Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.

- ¡Palabra de honor!

- ¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.

Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe atipladamente.

- ¡Ji, ji, ji!... ¡Qué buen humor!

- ¡Vamos, vejestorio! -grita enojado el chepudo-. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme al gandul de tu caballo. ¡Qué diablo!

Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, lo insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:

- Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada...

- ¡Todos nos hemos de morir! -contesta el chepudo-. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir a pie.

- Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo -le aconseja uno de sus camaradas.

- ¿Oye, viejo, estás enfermo? -grita el chepudo-. Te la vas a ganar si esto continúa.

Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.

- ¡Ji, ji, ji! -ríe, sin ganas, Yona-. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!

- Cochero, ¿eres casado? -pregunta uno de los clientes.

- ¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie... Sólo me espera la sepultura... Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.

Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el chepudo, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:

- ¡Por fin, hemos llegado!

Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Les sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.

Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.

Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría al mundo entero.

Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él conversación.

- ¿Qué hora es? -le pregunta, melifluo.

- Van a dar las diez -contesta el otro-. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta.

Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente.

Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.

- No puedo más -murmura-. Hay que irse a acostar.

El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.

Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan ronquidos.

Yona se arrepiente de haber vuelto tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso -piensa- se siente tan desgraciado.

En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.

- ¿Quieres beber? -le pregunta Yona.

- Sí.

- Aquí tienes agua... He perdido a mi hijo... ¿Lo sabías?... La semana pasada, en el hospital... ¡Qué desgracia!

Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.

Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro... Su difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharlo, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndolo! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.

Yona decide ir a ver a su caballo.

Se viste y sale a la cuadra.

El caballo, inmóvil, come heno.

- ¿Comes? -le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo-. ¿Qué se le va a hacer, muchacho? Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno... Soy ya demasiado viejo para ganar mucho... A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto...

Tras una corta pausa, Yona continúa:

- Sí, amigo..., ha muerto... ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera... Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?...

El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido.

Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.

sábado, 23 de agosto de 2014

Pablo Neruda - Walking around

Walking around
por Pablo Neruda



Sucede que me canso de ser hombre.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro
navegando en un agua de origen y ceniza.

El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.

Sucede que me canso de mis pies y mis uñas
y mi pelo y mi sombra.
Sucede que me canso de ser hombre.

Sin embargo sería delicioso
asustar a un notario con un lirio cortado
o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.
Sería bello
ir por las calles con un cuchillo verde
y dando gritos hasta morir de frío.

No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas,
vacilante, extendido, tiritando de sueño,
hacia abajo, en las tripas moradas de la tierra,
absorbiendo y pensando, comiendo cada día.

No quiero para mí tantas desgracias.
no quiero continuar de raíz y de tumba,
de subterráneo solo, de bodega con muertos,
aterido, muriéndome de pena.

Por eso el día lunes arde como el petróleo
cuando me ve llegar con mi cara de cárcel,
y aúlla en su transcurso como una rueda herida,
y da pasos de sangre caliente hacia la noche.

Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas,
a hospitales donde los huesos salen por la ventana,
a ciertas zapaterías con olor a vinagre,
a calles espantosas como grietas.

Hay pájaros de color de azufre y horribles intestinos
colgando de las puertas de las casas que odio,
hay dentaduras olvidadas en una cafetera,
hay espejos
que debieran haber llorado de vergüenza y espanto,
hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos.

Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos,
con furia, con olvido,
paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia,
y patios donde hay ropas colgadas de un alambre:
calzoncillos, toallas y camisas que lloran
lentas lágrimas sucias.

miércoles, 4 de junio de 2014

Chuck Palahniuk - Tripas

Tripas
por Chuck Palahniuk





Tomen aire.

Tomen tanto aire como puedan. Esta historia debería durar el tiempo que logren retener el aliento, y después un poco más. Así que escuchen tan rápido como les sea posible.

Cuando tenía trece años, un amigo mío escuchó hablar del “pegging”. Esto es cuando a un tipo le meten un pito por el culo. Si se estimula la próstata lo suficientemente fuerte, el rumor dice que se logran explosivos orgasmos sin manos. A esa edad, este amigo es un pequeño maníaco sexual. Siempre está buscando una manera mejor de estar al palo. Se va a comprar una zanahoria y un poco de jalea para llevar a cabo una pequeña investigación personal. Después se imagina cómo se va a ver la situación en la caja del supermercado, la zanahoria solitaria y la jalea moviéndose sobre la cinta de goma. Todos los empleados en fila, observando. Todos viendo la gran noche que ha planeado.

Entonces mi amigo compra leche y huevos y azúcar y una zanahoria, todos los ingredientes para una tarta de zanahorias. Y vaselina.

Como si se fuera a casa a meterse una tarta de zanahorias por el culo.

En casa, talla la zanahoria hasta convertirla en una contundente herramienta. La unta con grasa y se la mete en el culo. Entonces, nada. Ningún orgasmo. Nada pasa, salvo que duele.

Entonces la madre del chico grita que es hora de la cena. Le dice que baje inmediatamente.

El se saca la zanahoria y entierra esa cosa resbaladiza y mugrienta entre la ropa sucia debajo de su cama.

Después de la cena va a buscar la zanahoria, pero ya no está allí. Mientras cenaba, su madre juntó toda la ropa sucia para lavarla. De ninguna manera podía encontrar la zanahoria, cuidadosamente tallada con un cuchillo de su cocina, todavía brillante de lubricante y apestosa.

Mi amigo espera meses bajo una nube oscura, esperando que sus padres lo confronten. Y nunca lo hacen. Nunca. Incluso ahora, que ha crecido, esa zanahoria invisible cuelga sobre cada cena de Navidad, cada fiesta de cumpleaños. Cada búsqueda de huevos de Pascua con sus hijos, los nietos de sus padres, esa zanahoria fantasma se cierne sobre ellos. Ese algo demasiado espantoso para ser nombrado.

Los franceses tienen una frase: “ingenio de escalera”. En francés, esprit de l’escalier. Se refiere a ese momento en que uno encuentra la respuesta, pero es demasiado tarde. Digamos que usted está en una fiesta y alguien lo insulta. Bajo presión, con todos mirando, usted dice algo tonto. Pero cuando se va de la fiesta, cuando baja la escalera, entonces, la magia. A usted se le ocurre la frase perfecta que debería haber dicho. La perfecta réplica humillante. Ese es el espíritu de la escalera.

El problema es que los franceses no tienen una definición para las cosas estúpidas que uno realmente dice cuando está bajo presión. Esas cosas estúpidas y desesperadas que uno en verdad piensa o hace.

Algunas bajezas no tienen nombre. De algunas bajezas ni siquiera se puede hablar.

Mirando atrás, muchos psiquiatras expertos en jóvenes y psicopedagogos ahora dicen que el último pico en la ola de suicidios adolescentes era de chicos que trataban de asfixiarse mientras se masturbaban. Sus padres los encontraban, una toalla alrededor del cuello, atada al ropero de la habitación, el chico muerto. Esperma por todas partes. Por supuesto, los padres limpiaban todo. Le ponían pantalones al chico. Hacían que se viera... mejor. Intencional, al menos. Un típico triste suicidio adolescente.

Otro amigo mío, un chico de la escuela con su hermano mayor en la Marina, contaba que los tipos en Medio Oriente se masturban distinto a como lo hacemos nosotros. Su hermano estaba estacionado en un país de camellos donde los mercados públicos venden lo que podrían ser elegantes cortapapeles. Cada herramienta es una delgada vara de plata lustrada o latón, quizá tan larga como una mano, con una gran punta, a veces una gran bola de metal o el tipo de mango refinado que se puede encontrar en una espada. Este hermano en la Marina decía que los árabes se ponen al palo y después se insertan esta vara de metal dentro de todo el largo de su erección. Y se masturban con la vara adentro, y eso hace que masturbarse sea mucho mejor. Más intenso.

Es el tipo de hermano mayor que viaja por el mundo y manda a casa dichos franceses, dichos rusos, útiles sugerencias para masturbarse. Después de esto, un día el hermano menor falta a la escuela. Esa noche llama para pedirme que le lleve los deberes de las próximas semanas. Porque está en el hospital.

Tiene que compartir la habitación con viejos que se atienden por sus tripas. Dice que todos tienen que compartir la misma televisión. Su única privacidad es una cortina. Sus padres no lo visitan. Por teléfono, dice que sus padres ahora mismo podrían matar al hermano mayor que está en la Marina.

También dice que el día anterior estaba un poco drogado. En casa, en su habitación, estaba tirado en la cama, con una vela encendida y hojeando revistas porno, preparado para masturbarse. Todo esto después de escuchar la historia del hermano en la Marina. Esa referencia útil acerca de cómo se masturban los árabes. El chico mira alrededor para encontrar algo que podría ayudarlo. Un bolígrafo es demasiado grande. Un lápiz, demasiado grande y duro. Pero cuando la punta de la vela gotea, se logra una delgada y suave arista de cera. La frota y la moldea entre las palmas de sus manos. Larga y suave y delgada.

Drogado y caliente, se la introduce dentro, más y más profundo en la uretra. Con un gran resto de cera todavía asomándose, se pone a trabajar.

Aun ahora, dice que los árabes son muy astutos. Que reinventaron por completo la masturbación. Acostado en la cama, la cosa se pone tan buena que el chico no puede controlar el camino de la cera. Está a punto de lograrlo cuando la cera ya no se asoma fuera de su erección.

La delgada vara de cera se ha quedado dentro. Por completo. Tan adentro que no puede sentir su presencia en la uretra.

Desde abajo, su madre grita que es hora de la cena. Dice que tiene que bajar de inmediato. El chico de la cera y el chico de la zanahoria son personas diferentes, pero tienen vidas muy parecidas.

Después de la cena, al chico le empiezan a doler las tripas. Es cera, así que se imagina que se derretirá adentro y la meará. Ahora le duele la espalda. Los riñones. No puede pararse derecho.

El chico está hablando por teléfono desde su cama de hospital, y de fondo se pueden escuchar campanadas y gente gritando. Programas de juegos en televisión.

Las radiografías muestran la verdad, algo largo y delgado, doblado dentro de su vejiga. Esta larga y delgada V dentro suyo está almacenando todos los minerales de su orina. Se está poniendo más grande y dura, cubierta con cristales de calcio, golpea y desgarra las suaves paredes de su vejiga, obturando la salida de su orina. Sus riñones están trabados. Lo poco que gotea de su pene está rojo de sangre.

El chico y sus padres, toda la familia mirando las radiografías con el médico y las enfermeras parados allí, la gran V de cera brillando para que todos la vean: tiene que decir la verdad. La forma en que se masturban los árabes. Lo que le escribió su hermano en la Marina. En el teléfono, ahora, se pone a llorar.

Pagaron la operación de vejiga con el dinero ahorrado para la universidad. Un error estúpido, y ahora jamás será abogado. Meterse cosas adentro. Meterse dentro de cosas. Una vela en la pija o la cabeza en una horca, sabíamos que serían problemas grandes.

A lo que me metió en problemas a mí lo llamo “Bucear por perlas”. Esto significaba masturbarse bajo el agua, sentado en el fondo de la profunda piscina de mis padres. Respiraba hondo, con una patada me iba al fondo y me deshacía de mis shorts. Me quedaba sentado en el fondo dos, tres, cuatro minutos.

Sólo por masturbarme tenía una gran capacidad pulmonar. Si hubiera tenido una casa para mí solo, lo habría hecho durante tardes enteras.

Cuando finalmente terminaba de bombear, el esperma colgaba sobre mí en grandes gordos globos lechosos.

Después había más buceo, para recolectarla y limpiar cada resto con una toalla. Por eso se llamaba “bucear por perlas”. Aun con el cloro, me preocupaba mi hermana. O, por Dios, mi madre.

Ese solía ser mi mayor miedo en el mundo: que mi hermana adolescente virgen pensara que estaba engordando y diera a luz a un bebé de dos cabezas retardado. Las dos cabezas me mirarían a mí. A mí, el padre y el tío. Pero al final, lo que te preocupa nunca es lo que te atrapa.

La mejor parte de bucear por perlas era el tubo para el filtro de la pileta y la bomba de circulación. La mejor parte era desnudarse y sentarse allí.

Como dicen los franceses, ¿a quién no le gusta que le chupen el culo? De todos modos, en un minuto se pasa de ser un chico masturbándose a un chico que nunca será abogado.

En un minuto estoy acomodado en el fondo de la piscina, y el cielo ondula, celeste, através de un metro y medio de agua sobre mi cabeza. El mundo está silencioso salvo por el latido del corazón en mis oídos. Los shorts amarillos están alrededor de mi cuello por seguridad, por si aparece un amigo, un vecino o cualquiera preguntando por qué falté al entrenamiento de fútbol. Siento la continua chupada del tubo de la pileta, y estoy meneando mi culo blanco y flaco sobre esa sensación. Tengo aire suficiente y la pija en la mano. Mis padres se fueron a trabajar y mi hermana tiene clase de ballet. Se supone que no habrá nadie en casa durante horas.

Mi mano me lleva casi al punto de acabar, y paro. Nado hacia la superficie para tomar aire. Vuelvo a bajar y me siento en el fondo. Hago esto una y otra vez.

Debe ser por esto que las chicas quieren sentarse sobre tu cara. La succión es como una descarga que nunca se detiene. Con la pija dura, mientras me chupan el culo, no necesito aire. El corazón late en los oídos, me quedo abajo hasta que brillantes estrellas de luz se deslizan alrededor de mis ojos. Mis piernas estiradas, la parte de atrás de las rodillas rozando fuerte el fondo de concreto. Los dedos de los pies se vuelven azules, los dedos de los pies y las manos arrugados por estar tanto tiempo en el agua.

Y después dejo que suceda. Los grandes globos blancos se sueltan. Las perlas. Entonces necesito aire. Pero cuando intento dar una patada para elevarme, no puedo. No puedo sacar los pies. Mi culo está atrapado.

Los paramédicos de emergencias dirán que cada año cerca de 150 personas se quedan atascadas de este modo, chupadas por la bomba de circulación. Queda atrapado el pelo largo, o el culo, y se ahoga. Cada año, cantidad de gente se ahoga. La mayoría en Florida.

Sólo que la gente no habla del tema. Ni siquiera los franceses hablan acerca de todo. Con una rodilla arriba y un pie debajo de mi cuerpo, logro medio incorporarme cuando siento el tirón en mi culo. Con el pie pateo el fondo. Me estoy liberando pero al no tocar el concreto tampoco llego al aire. Todavía pateando bajo el agua, revoleando los brazos, estoy a medio camino de la superficie pero no llego más arriba. Los latidos en mi cabeza son fuertes y rápidos.

Con chispas de luz brillante cruzando ante mis ojos me doy vuelta para mirar... pero no tiene sentido. Esta soga gruesa, una especie de serpiente azul blancuzca trenzada con venas, ha salido del desagüe y está agarrada a mi culo. Algunas de las venas gotean rojo, sangre roja que parece negra bajo el agua y se desprende de pequeños rasguños en la pálida piel de la serpiente. La sangre se disemina, desaparece en el agua, y bajo la piel delgada azul blancuzca de la serpiente se pueden ver restos de una comida a medio digerir.

Esa es la única forma en que tiene sentido. Algún horrible monstruo marino, una serpiente del mar, algo que nunca vio la luz del día, se ha estado escondido en el oscuro fondo del desagüe de la pileta, y quiere comerme.

Así que la pateo, pateo su piel resbalosa y gomosa y llena de venas, pero cada vez sale más del desagüe. Ahora quizá sea tan larga como mi pierna, pero aún me retiene el culo. Con otra patada estoy a unos dos centímetros de lograr tomar aire. Todavía sintiendo que la serpiente tira de mi culo, estoy a un centímetro de escapar.

Dentro de la serpiente se pueden ver granos de maíz y maníes. Se puede ver una brillante bola anaranjada. Es la vitamina para caballos que mi padre me hace tomar para que gane peso. Para que consiga una beca gracias al fútbol. Con hierro extra y ácidos grasos omega tres. Ver esa pastilla me salva la vida.

No es una serpiente. Es mi largo intestino, mi colon, arrancado de mi cuerpo. Lo que los doctores llaman prolapso. Mis tripas chupadas por el desagüe.

Los paramédicos dirán que una bomba de agua de piscina larga 360 litros de agua por minuto. Eso son unos 200 kilos de presión. El gran problema es que por dentro estamos interconectados. Nuestro culo es sólo la parte final de nuestra boca. Si me suelto, la bomba sigue trabajando, desenredando mis entrañas hasta llegar a mi boca. Imaginen cagar 200 kilos de mierda y podrán apreciar cómo eso puede destrozarte.

Lo que puedo decir es que las entrañas no sienten mucho dolor. No de la misma manera que duele la piel. Los doctores llaman materia fecal a lo que uno digiere. Más arriba es chyme, bolsones de una mugre delgada y corrediza decorada con maíz, maníes y arvejas.

Eso es la sopa de sangre y maíz, mierda y esperma y maníes que flota a mi alrededor. Aún con mis tripas saliendo del culo, conmigo sosteniendo lo que queda, aún entonces mi prioridad era volver a ponerme el short. Dios no permita que mis padres me vean la pija.

Una de mis manos está apretada en un puño alrededor de mi culo, la otra arranca el short amarillo del cuello. Pero ponérmelos es imposible.

Si quieren saber cómo se sienten los intestinos, compren uno de esos condones de piel de cabra. Saquen y desenrrollen uno. Llénenlo con mantequilla de maní, cúbranlo con lubricante y sosténganlo bajo el agua. Después traten de rasgarlo. Traten de abrirlo en dos. Es demasiado duro y gomoso. Es tan resbaladizo que no se puede sostener. Un condón de piel de cabra, eso es un intestino común.

Ven contra lo que estoy luchando.

Si me dejo ir por un segundo, me destripo.

Si nado hacia la superficie para buscar una bocanada de aire, me destripo.

Si no nado, me ahogo.

Es una decisión entre morir ya mismo o dentro de un minuto. Lo que mis padres encontrarán cuando vuelvan del trabajo es un gran feto desnudo, acurrucado sobre sí mismo. Flotando en el agua sucia de la piscina del patio. Sostenido por atrás por una gruesa cuerda de venas y tripas retorcidas. El opuesto de un adolescente que se ahorca cuando se masturba. Este es el bebé que trajeron del hospital trece años atrás. Este es el chico para el que deseaban una beca deportiva y un título universitario. El que los cuidaría cuando fueran viejos. Aquí está el que encarnaba todas sus esperanzas y sueños. Flotando, desnudo y muerto. Todo alrededor, grandes lechosas perlas de esperma desperdiciada.

Eso, o mis padres me encontrarán envuelto en una toalla ensangrentada, desmayado a medio camino entre la piscina y el teléfono de la cocina, mis desgarradas entrañas todavía colgando de la pierna de mis shorts amarillos. Algo de lo que ni los franceses hablarían.

Ese hermano mayor en la Marina nos enseñó otra buena frase. Rusa. Cuando nosotros decimos: “Necesito eso como necesito un agujero en la cabeza”, los rusos dicen: “Necesito eso como necesito un diente en el culo”. Mne eto nado kak zuby v zadnitse. Esas historias sobre cómo los animales capturados por una trampa se mastican su propia pierna; cualquier coyote puede decir que un par de mordiscos son mucho mejores que morir.

Mierda... aunque seas ruso, algún día podrías querer esos dientes. De otra manera, lo que tenés que hacer es retorcerte, dar vueltas. Enganchar un codo detrás de la rodilla y tirar de esa pierna hasta la cara. Morder tu propio culo. Uno se queda sin aire y mordería cualquier cosa con tal de volver a respirar.

No es algo que te gustaría contarle a una chica en la primera cita. No si querés besarla antes de ir a dormir. Si les cuento qué gusto tenía, nunca nunca volverían a comer calamares.

Es difícil decir qué les disgustó más a mis padres: cómo me metí en el problema o cómo me salvé. Después del hospital, mi madre dijo: “No sabías lo que hacías, amor. Estabas en shock”. Y aprendió a cocinar huevos pasados por agua.

Toda esa gente asqueada o que me tiene lástima... la necesito como necesito dientes en el culo.

Hoy en día, la gente me dice que soy demasiado delgado. En las cenas, la gente se queda silenciosa o se enoja cuando no como la carne asada que prepararon. La carne asada me mata. El jamón cocido. Todo lo que se queda en mis entrañas durante más de un par de horas sale siendo todavía comida. Chauchas o atún en lata, me levanto y me los encuentro allí en el inodoro.

Después de sufrir una disección radical de los intestinos, la carne no se digiere muy bien. La mayoría de la gente tiene un metro y medio de intestino grueso. Yo tengo la suerte de conservar mis quince centímetros. Así que nunca obtuve una beca deportiva, ni un título. Mis dos amigos, el chico de la cera y el de la zanahoria, crecieron, se pusieron grandotes, pero yo nunca llegué a pesar un kilo más de lo que pesaba cuando tenía trece años. Otro gran problema es que mis padres pagaron un montón de dinero por esa piscina. Al final mi padre le dijo al tipo de la piscina que fue el perro. El perro de la familia se cayó al agua y se ahogó. El cuerpo muerto quedó atrapado en el desagüe. Aun cuando el tipo que vino a arreglar la piscina abrío el filtro y sacó un tubo gomoso, un aguachento resto de intestino con una gran píldora naranja de vitaminas aún dentro, mi padre sólo dijo: “Ese maldito perro estaba loco”. Desde la ventana de mi pieza en el primer piso podía escuchar a mi papá decir: “No se podía confiar un segundo en ese perro...”.

Después mi hermana tuvo un atraso en su período menstrual.

Aun cuando cambiaron el agua de la pileta, aun después de que vendieron la casa y nos mudamos a otro estado, aun después del aborto de mi hermana, ni siquiera entonces mis padres volvieron a mencionarlo.

Esa es nuestra zanahoria invisible.

Ustedes, tomen aire ahora.

Yo todavía no lo hice.

lunes, 28 de abril de 2014

Samuel Beckett - Imaginación muerta imagina

Imaginación muerta imagina
por Samuel Beckett



Ningún signo de vida por ningún lado, dices, caray, y qué tiene, la imaginación no ha muerto aún, sí, qué cosa, la imaginación muerta, imagínate. Islas, mares, azul celeste, verdes, un chispazo y desaparecen, infinitamente, se omiten. Hasta que un blanco en la blancura hace la rotonda. No hay puerta, entra, mide. Tres pies de diámetro, tres pies del piso al techo de la cripta. Dos diámetros en los ángulos precisos ab cd dividen el suelo blanco en dos semicírculos acb bda. Tirados en el suelo, dos cuerpos blancos, cada uno en su semicírculo. Blancos son la cripta y el muro redondo, de dieciocho pulgadas de alto, del cual emerge. Salte de nuevo, qué rotonda tan lisa, todo blanco en la blancura, entra una vez más, toca, un sonido sólido a todo lo largo, un anillo como en la imaginación el anillo de hueso. La luz hace de todo lo blanco una fuente invisible, todo brilla con el mismo brillo blanco, el suelo, el muro, la cripta, los cuerpos, sin sombra. Qué calor, las superficies están hirviendo pero no queman al tocarlas, los cuerpos sudan. Salte de nuevo, hazte para atrás, la delgada cortina se esfuma, se levanta, se esfuma, todo blanco en la blancura, cae, entra una vez más. Vacío, silencio, calor, blancura, espera, la luz se vuelve tenue, todo se oscurece al mismo tiempo, el suelo, el muro, la cripta, los cuerpos, digamos en unos veinte minutos, todos los grises, se va la luz, todo se esfuma. Al mismo tiempo la temperatura baja hasta alcanzar su mínimo, digamos su punto de congelación, en el mismo instante en que se instala el negro, lo que parecerá extraño. Espera; más o menos largos, el calor y la luz vuelven, todo se hace blanco y caliente a la vez, el suelo, el muro, la cripta, los cuerpos, digamos en unos veinte segundos, todos los grises, hasta alcanzar el nivel inicial en que comenzó la caída. Más o menos larga, ya que puede intervenir, la experiencia muestra, entre el final de la caída y el comienzo del ascenso, pausas de amplitud variable, desde la fracción de segundo hasta lo que podría parecer, en otros tiempos, en otros lugares, una eternidad. El mismo comentario respecto de la otra pausa, entre el final del ascenso y el principio de la caída. Los extremos, mientras duran, son perfectamente estables, lo cual en el caso de la temperatura podría parecer extraño, al principio. Es posible también, la experiencia lo demuestra, que el ascenso y la caída se detengan en cualquier punto y marquen una pausa, más o menos larga, antes de reanudarse o de revertirse, el ascenso ahora caída, la caída ascenso, que a su debido tiempo se completarán o se detendrán y marcarán una pausa, más o menos larga, antes de reanudarse o de revertirse de nuevo, y así sucesivamente hasta que al fin se alcance uno de los extremos. Dichas variaciones de ascenso y caída, combinándose en incontables ritmos, por lo común asisten al paso de blanco y caliente a negro y frío, y viceversa. Sólo los extremos son estables y esto se nota en la vibración que se observa cuando ocurre una pausa en alguna etapa intermedia, sin importar su nivel y duración. Entonces todo vibra, el suelo, el muro, la cripta, los cuerpos, ligeros o pesados o las dos cosas, da lo mismo. Pero en conjunto, la experiencia muestra que dicho paso incierto es algo fuera de lo común. Y con mayor frecuencia, cuando la luz comienza a fallar y con ella el calor, el movimiento continúa ileso hasta que, en un periodo de unos veinte segundos, el negro agudo se instala y, en el mismo instante, digamos que también se instala el punto de congelación. La misma afirmación vale para el movimiento al revés, hacia el calor y la blancura. Lo que sigue en cuanto a frecuencia es la caída o ascenso con sus pausas de extensión variable en estos grises febriles sin que el movimiento se revierta nunca. Pero no obstante las inherentes incertidumbres, el regreso tarde o temprano a una calma temporal, parece ser seguro, por el momento al menos, en la oscuridad negra o en la gran blancura, con una temperatura atenta, y el mundo es la evidencia en contra del tumulto constante. Al descubrirse esto después de, digamos, una ausencia en vacíos perfectos, ya nada es exactamente lo mismo, desde este punto de vista, pero no hay otro. En el exterior, todo está como siempre y el descubrimiento de la delgada cortina es como producto del azar, su blancura sumergida en la blancura circundante. Entra y verás que hay momentos de calma chicha más breves y nunca la misma tormenta. La luz y el calor permanecen ligados como si hubieran emergido de la misma fuente, de la cual no hay todavía ni el menor indicio. Quieto en el suelo, doblado en tres, con la cabeza contra el muro en b, el culo contra el muro en a, las rodillas contra el muro entre c y a, es decir, inscritas en el semicírculo acb, sumergido en el piso blanco salvo por el cabello largo de una blancura extrañamente imperfecta, finalmente, el blanco cuerpo de una mujer. Similarmente inscrito en el otro semicírculo, con la cabeza contra el muro en a, el culo en b, las rodillas entre a y d, los pies entre d y b, el compañero. Ambos, por lo tanto, están sobre su costado derecho, espalda con espalda, con la cabeza y el culo pegados. Coloca un espejo frente a sus labios, se esfuma. Con la mano izquierda toman su pierna izquierda un poquito más abajo de la rodilla, y con la mano derecha su brazo izquierdo un poquito más arriba del codo. Bajo esta luz tan agitada, cuya calma blanca resulta ahora tan rara y breve, la inspección no es nada fácil. Haciendo a un lado el sudor y el espejo, bien pasarían por seres inanimados salvo por sus ojos izquierdos que a intervalos incalculables repentinamente se abren y miran afocando, sin el menor parpadeo, mucho más allá de lo humanamente posible. Azul pálido penetrante; el efecto es sorprendente, al principio. Las miradas no coinciden más que en una ocasión, cuando el comienzo de una queda sobrepuesto al final de la otra por espacio de unos diez segundos. Ni gruesos ni delgados, ni grandes ni pequeños, los cuerpos parecen enteros y en buenas condiciones, si juzgamos por las superficies expuestas a simple vista. Los rostros, si se toman en cuenta los dos lados de una pieza cualquiera, tampoco parecen requerir nada esencial. Entre su absoluta quietud y la luz convulsiva el contraste es sorprendente, al principio, para aquel que aún recuerda haber sido sorprendido por lo contrario. Resulta claro, sin embargo, debido a miles de pequeños signos demasiado largos para imaginarlos, que no están dormidos. Sólo murmuran, ah, nada más, en este silencio, y en el mismo instante, para el ojo de rapiña, el estremecimiento infinitesimal instantáneamente se suprime. Déjalos ahí, sudando frío, hay cosas mejores en otra parte. No, la vida termina y no, no hay nada en otra parte, y no cabe duda ahora de que no se volverá a encontrar aquella mancha blanca perdida en la blancura, para ver si aún están acostados, muy quietos en la tensión de la tormenta o del huracán, o en la negra oscuridad para siempre; tal vez la gran blancura es invariable y, si no es así, quién sabe qué están haciendo.

martes, 7 de enero de 2014

Villiers de L'Isle-Adam - El convidado de las últimas fiestas

El convidado de las últimas fiestas
por Villiers de L'Isle-Adam




La Estatua del Comendador puede venir a cenar con nosotros; ¡puede tendernos la mano! Se la estrecharemos. Quizás sea él quien tenga frío.

Una noche de carnaval del año 186..., C..., uno de mis amigos, y yo, por una circunstancia absolutamente debida a los azares del tedio «ardiente y vagos», estábamos solos en un palco, en el baile de la Ópera.

Desde hacía algunos instantes admirábamos, entre el polvo, el tumultuoso mosaico de máscaras que aullaban bajo las arañas y se agitaban bajo la sabática batuta de Strauss.

De golpe, se abrió la puerta del palco: tres damas, con un rumor de seda, se aproximaron por entre las pesadas sillas y, tras haberse despojado de sus máscaras, nos dijeron:

-¡Buenas noches!

Eran tres jóvenes de un encanto y una belleza excepcionales. Algunas veces las habíamos encontrado en el mundillo artístico de París. Se llamaban: Clío la Cendrée, Antonie Chantilly y Annah Jackson.

-¿Vienen ustedes aquí para esconderse, señoras? -preguntó C... rogándoles que se sentasen.

-¡Oh! Pensábamos cenar solas, porque la gente de esta fiesta, tan horrible y aburrida, ha entristecido nuestra imaginación -dijo Clío la Cendrée.

-¡Sí, ya nos íbamos cuando los hemos visto! -dijo Antonie Chantilly.

-Así pues, vengan con nosotras, si no tienen nada mejor que hacer -concluyó Annah Jackson.

-¡Luz y alegría!, ¡viva! -respondió tranquilamente C...- ¿Tienen algo en contra de la Maison Dorée?

-¡En absoluto! -dijo la deslumbrante Annah Jackson desplegando su abanico.

-Entonces, amigo -continuó C... volviéndose hacia mí-, toma tu tarjeta, reserva el salón rojo y envía al criado de miss Jackson para que lleve el recado. Es, creo yo, lo más indicado, a menos que tengas algo organizado de antemano en tu casa.

-Señor -me dijo miss Jackson-, si se sacrifican por nosotras llegando incluso hasta moverse, encontrarán a esa persona disfrazada de ave fénix -o mosca- descansando cómodamente en el vestíbulo. Responde al transparente seudónimo de Baptiste o de Lapierre. ¿Tendrían esa amabilidad?; y vuelvan rápidamente para amarnos sin cesar.

Hacía unos momentos que yo no escuchaba a nadie. Observaba a un extranjero situado en un palco, frente al nuestro: un hombre de unos treinta y cinco o treinta y seis años, de una palidez oriental; tenía unos binóculos y me dirigía un saludo.

-¡Eh! ¡Ese es mi desconocido de Wiesbaden! -me dije en voz baja, tras recordar un poco.

Como ese señor me había hecho, en Alemania, uno de esos pequeños favores que la costumbre permite intercambiar entre viajeros (creo que fue a propósito de unos cigarros que me recomendó en el salón), yo le devolví el saludo.

Instantes después, en el vestíbulo, mientras buscaba al fénix en cuestión, vi venir hacia mí al extranjero. Al ser su saludo de lo más amable, me pareció de buena educación proponerle nuestra compañía en el caso de que estuviera muy solo en tal tumulto.

-¿Y a quién debo tener el honor de presentar a nuestra graciosa compañía? -le pregunté, sonriendo, cuando hubo aceptado.

-Al barón Von H... -me dijo-. Sin embargo, visto el aspecto despreocupado de esas señoritas, las dificultades de pronunciación y esta bella noche de carnaval, déjeme tomar, por una hora, otro nombre, el primero que se me ocurra -añadió-: ya está... -se echó a reír-: el barón Saturno, si le parece.

Esta rareza me sorprendió un poco, pero como se trataba de una locura general, así lo anuncié, fríamente, a nuestras elegantes, según la denominación mitológica a la que aceptaba reducirse.

Tal fantasía las predispuso a su favor: quisieron creer que era un rey de Las mil y una noches que viajaba de incógnito. Clío la Cendrée, juntando las manos, mencionó incluso el nombre de un tal Jud, célebre entonces, una especie de criminal a quien diferentes asesinatos parece que habían hecho famoso y enriquecido excepcionalmente, y al que aún no habían capturado.

Una vez intercambiados los cumplidos:

-¿Querría el barón cenar con nosotros, por una deseable simetría? -pidió la siempre previsora Annah Jackson, entre dos irresistibles bostezos.

Él quiso resistirse.

-Susannah nos ha dicho esto como don Juan a la estatua del Comendador -repliqué bromeando-: ¡estos Escoceses son de una solemnidad!

-¡Habría que proponer al señor Saturno que viniera a matar el Tiempo con nosotros! -dijo C..., que, frío, deseaba invitarlo «de una manera formal».

-¡Lamento mucho rehusar! -respondió el interlocutor-. Compadézcanme porque una circunstancia de un interés verdaderamente capital me ocupa, mañana, muy temprano.

-¿Un falso duelo?, ¿una variedad de vermouth? -preguntó Clío la Cendrée poniendo mala cara.

-No, señora, un... encuentro, puesto que se ha dignado preguntar al respecto -dijo el barón.

-¡Bueno! ¡Apuesto que es por alguna disputa de pasillo en la Ópera! -exclamó la bella Annah Jackson-. Su sastre, envanecido por el corte de un traje militar, lo habrá tratado de artista o de demagogo. Querido señor, esas observaciones carecen de importancia: es extranjero, eso se nota.

-Lo soy un poco en todas partes, señora -respondió el barón Saturno inclinándose.

-¡Vamos!, ¿se hace usted de rogar?

-¡Raramente, se lo aseguro!... -murmuró el singular personaje, con un aire a la vez galante y equívoco.

C... y yo intercambiamos una mirada: no entendíamos nada: ¿qué quería decir este hombre? Sin embargo, esta distracción nos parecía bastante divertida.

Pero como los niños que se encaprichan con aquello que se les niega:

-¡Nos pertenece hasta el amanecer! -exclamó Antonie, y lo tomó del brazo.

Se rindió y abandonamos la sala.

Había hecho falta todo ese ramillete de inconsecuencias para llegar a este final; íbamos a encontrarnos en una intimidad bastante relativa con un hombre del que desconocíamos todo, salvo que había jugado en el casino de Wiesbaden y que había estudiado los diferentes sabores de los cigarros de La Habana.

¡Qué importaba! ¿Lo más normal, hoy en día, no es dar la mano a todo el mundo?

Ya en el bulevar, Clío la Cendrée se recostó, riendo, al fondo de la calesa y a su tigre mestizo, que la esperaba como un esclavo:

-¡A la Maison Dorée! -le dijo.

Luego, inclinándose hacia mí:

-No conozco a su amigo: ¿quién es? Me intriga muchísimo. ¡Tiene una extraña mirada!

-¿Mi amigo? -respondí-: apenas lo he visto dos veces, durante la temporada última en Alemania.

Me miró con aire sorprendido:

-¡Qué! -añadí-, ¡viene a saludarnos a nuestro palco y ustedes lo invitan a cenar con la credencial de un baile de disfraces como única referencia! Aun admitiendo que hayan cometido una imprudencia digna de mil muertes, es ya un poco tarde para que se alarmen en lo tocante a nuestro convidado. Si los invitados están poco dispuestos mañana a continuar su amistad, se saludarán como la víspera: eso es todo. Una cena no significa nada.

Nada hay más divertido que simular comprender ciertas artificiales susceptibilidades.

-¡Cómo! ¿Pretende no conocer perfectamente a las personas? Y si fuera un...

-¿No le he dado su nombre?, ¿el barón Saturno? ¿Teme comprometerlo, señorita? -añadí con un tono severo.

-¡Sabes, eres un hombre intolerable!

-No tiene el tipo de un griego: por lo tanto nuestra aventura es bien simple. ¡Un millonario divertido! ¿No es lo ideal?

-Me parece bien, este señor Saturno -dijo C...

-Y, al menos en época de carnaval, un hombre muy rico tiene siempre derecho a la estimación -concluyó, con voz calmada, la bella Susannah.

Los caballos se pusieron en marcha: la pesada carroza del extranjero nos siguió. Antonie Chantilly (más conocida por su nombre de guerra, un poco empalagoso, de Isolda) había aceptado su misteriosa compañía.

Una vez instalados en el salón rojo, rogamos a Joseph que no dejase entrar allí a ningún ser viviente, exceptuando a las ostras, a él, Joseph, y a nuestro ilustre amigo, el fantástico pequeño doctor Florian Les Eglisottes, si, por casualidad, venía a tomar su proverbial ración de cangrejos.

Un ardiente leño se consumía en la chimenea. A nuestro alrededor se extendían insulsos olores de telas, de pieles abandonadas, de flores de invierno. Las luces de los candelabros abrazaban, en una consola, las plateadas cubetas en las que se helaba el triste vino de Aï. Las camelias, cuyos troncos se hinchaban en el extremo de sus tallos de latón, sobresalían de los jarrones colocados en la mesa.

Fuera, caía una lluvia tenue y fina, mezclada con nieve; una noche glacial; ruido de coches, gritos de máscaras, la salida de la Ópera. Eran las alucinaciones de Gavarni, de Deveria, de Gustave Doré.

Para apagar esos ruidos, los cortinones estaban cuidadosamente echados ante las cerradas ventanas.

Así pues, los convidados eran el barón sajón Von H..., el rubio y ensortijado C... y yo; además de Annah Jackson, la Cendrée y Antonie.

Durante la cena, animada con brillantes locuras, me abandoné, muy lentamente, a mi inocente manía de observación y, debo decirlo, no fue sin que muy pronto me diese cuenta de que mi conocido merecía toda mi atención.

¡No, no era un frívolo, nuestro circunstancial invitado!... Sus rasgos y su apostura no carecían de esa conveniente distinción que nos hace tolerar a las personas: su acento no era molesto como el de algunos extranjeros -únicamente, su palidez cobraba, por momentos, unos tonos particularmente descoloridos, e incluso macilentos-; sus labios eran más delgados que una pincelada; siempre tenía el ceño un poco fruncido, incluso cuando sonreía.

Advirtiendo estos detalles y algunos otros, con esa inconsciente atención de la que algunos escritores están dotados, lamenté haberlo introducido tan a la ligera en nuestra compañía y me prometí borrarlo, al amanecer, de nuestra lista de amigos. Hablo de C... y de mí, naturalmente; porque el buen azar que nos había traído, esa noche, a nuestras huéspedes femeninas, se las volvería a llevar, como a fantasmas, al finalizar la noche.

Y además el extranjero no tardó en cautivar nuestra atención por una especial rareza. Su charla, sin estar fuera de lugar por el valor intrínseco de sus ideas, nos mantenía alerta por un sobreentendido muy vago que el sonido de su voz parecía deslizar intencionadamente.

Este detalle nos sorprendía tanto más cuanto que nos era imposible, al examinar lo que él decía, descubrir otro sentido que no fuera el de una frase banal. Y dos o tres veces nos hizo estremecer, a C... y a mí, por la forma en que subrayaba las palabras y por la impresión de ocultas intenciones, totalmente imprecisas, que ellas nos producían.

De repente, en medio de una carcajada, debida a alguna broma de Clío la Cendrée -¡que era, realmente, divertida!- tuve la oscura impresión de haber visto a este caballero en una circunstancia muy diferente que la de Wiesbaden.

En efecto, esa cara tenía unos rasgos inolvidables, y sus ojos, al parpadear, mostraban en su rostro la idea de una luz interior.

¿Cuál era esa circunstancia? En vano me esforzaba por concretarla en mi mente. ¿Cedería a la tentación de enunciar las confusas nociones que despertaba en mí?

Eran las de un acontecimiento semejante a los que se ven en los sueños.

¿Dónde podía haber ocurrido? ¿Cómo armonizar mis habituales recuerdos con esas intensas y lejanas ideas de crimen, de silencio profundo, de bruma, de rostros espantados, de antorchas y de sangre, que surgían en mi conciencia, con una insoportable sensación de realismo, a la vista de este personaje?

-¡Ah! -balbucí por lo bajo-. ¿Estaré alucinando esta noche?

Bebí un vaso de champagne.

Las ondas sonoras del sistema nervioso tienen esas misteriosas vibraciones. Ensordecen, por así decirlo, con la diversidad de sus ecos, el análisis del golpe inicial que las ha producido. La memoria distingue el medio ambiente del hecho en sí, y el hecho mismo se sumerge en esa sensación general, hasta permanecer tercamente indiscernible.

Ocurre con esto como con esos rostros antaño familiares que, vistos de nuevo de improviso, turban, con una tumultuosa evocación de impresiones todavía dormidas, y que entonces es imposible nombrar.

Pero los altivos modales, la amena reserva, la extraña dignidad del desconocido -especie de velo que cubre seguramente la sombría realidad de su naturaleza-, me indujeron a considerar (por el momento, al menos) esa comparación como imaginaria, como una especie de perversión visual nacida de la fiebre y de la noche.

Decidí poner buena cara al festín, según mi deber y mi placer.

Nos levantamos de la mesa jovialmente, y las carcajadas se mezclaron con las melodías tocadas al azar, en el piano, por unos dedos ligeros.

Olvidé, pues, todas mis preocupaciones. Muy pronto hubo destellos de ingenio, ligeras declaraciones, besos vagos (parecidos al ruido de esos pétalos de flor que las bellas distraídas hacen chasquear entre las palmas de sus manos), hubo fuegos de sonrisas y de diamantes: la magia de los profundos espejos reflejaba silenciosamente, hasta el infinito, en largas filas azuláceas, las luces y los gestos.

C... y yo nos abandonamos al ensueño a través de la conversación

Los objetos se transfiguran según el magnetismo de las personas que se les acercan, sin tener otro significado, para cada uno, que el que cada cual pueda prestarle.

Así, lo moderno de esos dorados violentos, de esos muebles pesados y de esos cristales lisos era rechazado por la mirada de mi lírico amigo C... y por la mía.

Para nosotros, esos candelabros eran necesariamente de oro puro, y sus cincelados estaban firmados por un auténtico Quinze-Vingt, orfebre de nacimiento. Realmente, esos muebles sólo podían provenir de un tapicero luterano que se había vuelto loco a causa de sus terrores religiosos, reinando Luis XIII. ¿De quién vendrían estos cristales sino de un vidriero de Praga, depravado por algún amor pentesileo? Los cortinones de Damasco eran aquellas antiguas púrpuras, encontradas finalmente en Herculano, en el cofre de las velaria sagradas de los templos de Esculapio o de Palas. La crudeza, verdaderamente singular, del tejido se explicaba, si acaso, por la acción corrosiva de la tierra y de la lava, y -¡preciosa imperfección!-, lo hacía único en el mundo.

En cuanto a la mantelería, nuestra alma conservaba una duda sobre su origen. Existían motivos para pensar que eran muestras de sayales lacustres. Al menos no desesperábamos en encontrar, en los signos bordados en el hilo, los indicios de su origen acadio o troglodita. Quizás estábamos en presencia de los innumerables paños del sudario de Xisouthros lavados y vendidos, por piezas, como manteles. Sin embargo, tras examinarlos debimos contentarnos con sospechar que tenían inscripciones cuneiformes de un menú redactado en el reinado de Nemrod; disfrutábamos ya de la sorpresa y de la alegría del señor Oppert, cuando se enterara de este reciente descubrimiento.

Luego, la Noche esparcía sus sombras, sus extraños efectos y sus medios tonos sobre los objetos, reforzando la buena voluntad de nuestras convicciones y ensueños.

El café humeaba en las transparentes tazas; C... consumía con deleite un habano y se envolvía en copos de humo blanco, como un semidiós en una nube.

El barón H..., con los ojos medio cerrados, tendido sobre un sofá, con un aire banal, un vaso de champagne en su pálida mano que caía sobre la alfombra, parecía escuchar con atención las prestigiosas cadencias del dúo nocturno (del Tristán e Isolda de Wagner), que Susannah interpretaba con mucho sentimiento, acentuando las modulaciones incestuosas. Antonie y Clío la Cendrée, abrazadas y radiantes, permanecían en silencio mientras sonaban los acordes lentamente ejecutados por esta buena intérprete.

Yo, encantado hasta el insomnio, también la escuchaba, junto al piano.

Esa noche, cada una de nuestras blancas acompañantes había elegido el terciopelo.

La entrañable Antonie, de ojos violetas, vestía de negro, sin un encaje. Pero al no estar orlada la línea de terciopelo de su vestido, sus hombros y su cuello destacaban duramente sobre la tela, como verdadero mármol.

Lucía un fino anillo de oro en el dedo meñique y tres engastes de zafiros brillaban en sus cabellos castaños, que caían, muy por debajo de su cintura, en dos rizadas trenzas.

Al preguntarle una augusta persona, una noche, si ella era «honesta»:

-Sí, Monseñor -había respondido Antonie-, honesta, en Francia, sólo es sinónimo de educada.

Clío la Cendrée, una exquisita rubia de ojos negros, ¡la diosa de la Impertinencia! (una joven desencantada que el príncipe Solt... había bautizado, a la rusa, vertiendo espuma de Roederer en sus cabellos), estaba vestida con un traje de terciopelo verde, bien ceñido, y un collar de rubíes le cubría el pecho.

Se citaba a esta joven criolla de veinte años como modelo de todas las virtudes reprendibles. Ella hubiera embriagado a los más austeros filósofos de Grecia y a los más profundos metafísicos de Alemania. Muchos dandys se habían prendado de ella hasta llegar a los duelos, a la letra de cambio o al ramo de violetas.

Volvía de Baden, donde había dejado cuatro o cinco mil luises en la mesa de juego, mientras reía como un niño.

Una vieja dama germana, por lo demás escuálida, escandalizada ante ese espectáculo, le había dicho, en el Casino:

-Señorita, tenga cuidado: a veces es necesario comer un trozo de pan, y usted parece olvidarlo.

-Señora -había respondido enrojeciendo la bella Clío-, gracias por el consejo. En cambio, aprenda que, para algunos, el pan siempre fue un prejuicio.

Annah, o más bien Susannah Jackson, la Circe escocesa, de cabellos más negros que la noche, de una mirada aguda como una sarisa, de pequeñas y ácidas frases, resplandecía, indolente, en su terciopelo rojo.

¡A ésta no la encontrarás, joven extranjero! Se asegura que es como las arenas movedizas: desequilibra el sistema nervioso. Destila deseo. Una larga crisis enfermiza, irritante y loca sería tu suerte. Cuenta con diversos duelos entre sus recuerdos. Su tipo de belleza, del que está segura, enfebrece a los simples mortales hasta el frenesí.

Su cuerpo, aunque virginal, es como un oscuro lirio. Justifica su nombre que en antiguo hebreo significa, creo, esa flor.

Por muy refinado que te consideres (¡en una edad quizás aún tierna, joven extranjero!), si tu mala estrella permite que te encuentres en el camino de Susannah Jackson, para tener tu retrato a la quincena siguiente, sólo tendremos que imaginarnos a un joven que, después de haberse alimentado durante veinte años consecutivos de huevos y leche, se ve sometido, de golpe, sin vanos preámbulos, a un régimen exasperante (¡continuado!) de especias muy picantes y de condimentos cuyo sabor ardiente y fino le estraga el gusto, lo rompe y lo enloquece.

La sabia encantadora se divertía, a veces, arrancando lágrimas de desesperación a viejos y hastiados lords, porque sólo el placer la seducía. Su proyecto, según algunos comentarios, es el de recluirse en una finca de un millón, a orillas del Clyde, con un hermoso joven al que irá matando, lánguidamente, para distraerse a su gusto.

El escultor C.-B..., un día, bromeaba sobre un lunar que tiene junto a uno de sus ojos.

-El desconocido artista que ha tallado tu mármol -le decía- ha olvidado esa piedrecita.

-No hables mal de tal piedrecita -respondió Susannah-: es la que hace caer en desgracia.

Era semejante a una pantera.

Cada una de estas mujeres llevaba, en la cintura, un antifaz de terciopelo, verde, rojo o negro, con dobles cintas de acero.

En cuanto a mí (si hay que hablar de este convidado), yo llevaba también una máscara; menos visible, eso es todo.

Como en el teatro, cuando desde un palco central se asiste, para no molestar a los vecinos -por cortesía, en una palabra-, a un drama de estilo fatigoso y cuyo tema nos desagrada, así me comportaba yo por educación.

Lo cual no me impedía lucir alegremente una flor en la solapa, como buen caballero de la orden de la Primavera.

En aquel momento, Susannah abandonó el piano. Yo cogí un ramo de flores de la mesa y fui a ofrecérselo con ojos burlones.

¡Eres una diva! -dije-. Lleva una de estas flores como homenaje a los amantes desconocidos.

Ella cogió un capullo de hortensia que colocó, con amabilidad, en su corsé.

-¡No leo cartas anónimas! -respondió poniendo el resto de mi sélam en el piano.

La profana y brillante criatura juntó sus manos en el hombro de uno de nosotros para retornar a su lugar, seguramente.

-¡Ah!, fría Susannah -le dijo C... riendo-, has venido, parece, al mundo con el único fin de recordarnos que la nieve quema.

Era, creo yo, uno de esos alambicados cumplidos que el final de una cena inspira y que, si tienen un significado real, es tan fino como un cabello. Nada está más cerca de la estupidez y, a veces, la diferencia es absolutamente invisible. Ante tan elegiaco propósito, comprendí que la llama de los cerebros comenzaba a apagarse y que era necesario reaccionar.

Como una chispa basta a veces para reavivar el fuego, resolví hacerla brotar, a toda costa, de nuestro taciturno convidado.

En ese momento, Joseph entró trayéndonos (¡rareza!) ponche helado, porque habíamos decidido emborracharnos como cubas.

Desde hacía un minuto, observaba al barón Saturno. Parecía impaciente, inquieto. Le vi mirar su reloj, dar un brillante a Antonie y levantarse.

-Por ejemplo, señor de lejanas regiones -exclamé, sentado a horcajadas en una silla y entre dos bocanadas de humo del cigarro-, ¿no pensará dejarnos antes de una hora? ¡Parecería misterioso, y como usted sabe, eso es de mal gusto!

-Mil disculpas -me respondió-, pero se trata de un deber que no puede posponerse y que, por lo demás, no admite demora. Reciban ustedes mi agradecimiento por estos instantes tan agradables que acabo de pasar.

-¿Es entonces, realmente, un duelo? -preguntó, inquieta, Antonie.

-¡Bah! -exclamé yo, creyendo, efectivamente, en alguna querella de carnaval-, estoy seguro que exageras la importancia de ese asunto. Tu hombre está bajo alguna mesa, dormido. Antes de realizar un cuadro semejante al de Géróme, en el que tendrás el papel del vencedor, el de Arlequín, envía a la cita a un criado en lugar tuyo para que sepa si se te espera y, si es así, tus caballos sabrán recuperar el tiempo perdido.

-¡Cierto! -manifestó C... tranquilamente-. Corteja a la hermosa Susannah que se muere por ti, te ahorrarás un resfriado, y te consolarás dilapidando uno o dos millones. Observa, escucha y decide.

-Señores, les confesaré que soy ciego y sordo tan a menudo como Dios me lo permite -dijo el barón Saturno.

Y acentuó esta ininteligible enormidad de manera que nos sumió en las más absurdas conjeturas. ¡A punto estuve de olvidar la chispa en cuestión! Estábamos mirándonos con una molesta sonrisa, sin saber qué pensar de esta «broma» cuando, de repente, no pude reprimir una exclamación: ¡acababa de recordar dónde había visto a este hombre por primera vez!

Y de pronto me pareció que los cristales, las caras, los cortinajes, y el festín nocturno se iluminaban con una luz maligna, una rojiza luz que surgía de nuestro invitado, semejante a algunos efectos teatrales.

-Señor -susurré a su oído-, perdóname si me equivoco... pero, me parece haber tenido el placer de encontrarte, hace cinco o seis años, en una gran ciudad del Mediodía -en Lyon, creo-, hacia las cuatro de la mañana, en una plaza pública.

Saturno levantó lentamente la cabeza y, observándome con atención:

-¡Ah! -dijo-, es posible.

-¡Sí! -continué mirándolo fijamente-. ¡Espera!, también había, en esa plaza, un objeto muy melancólico, a cuyo espectáculo me había dejado llevar por dos amigos estudiantes y que prometí no volver a contemplar nunca más.

-¡Cierto! -dijo el señor Saturno-. ¿Y cuál era ese objeto, si no es indiscreción?

-A fe mía, si no recuerdo mal, señor, era como un cadalso, ¡una guillotina! ¡Ahora estoy seguro!

Estas palabras fueron intercambiadas en voz baja, muy baja, entre ese señor y yo. C... y las señoras charlaban en la sombra muy cerca del piano.

-¡Eso es!, ya me acuerdo -añadí levantando la voz-. ¿Eh?, ¿qué piensa usted?, ¿lo recuerda? Aunque pasaste muy rápidamente ante mí, tu carruaje, rebasado durante un instante por el mío, me permitió verte a la luz de las antorchas. La circunstancia grabó tu rostro en mi mente. Tenía, entonces, exactamente la misma expresión que observo ahora en tu semblante.

-¡Ah! ¡Ah! -respondió Saturno-, ¡es cierto! ¡Es, a fe mía, de una exactitud sorprendente, te lo confieso!

La estridente risa de este señor me sugirió la sensación de un par de tijeras cortando el cabello.

-Entre otros -continué-, un detalle me llamó la atención. Te vi desde lejos, descender hacia el lugar en el que estaba situado el cadalso... y, a no ser que me haya equivocado en el parecido...

-No te has equivocado, querido señor, efectivamente, era yo -respondió.

Al decir esto, sentí que la conversación se había tornado glacial y que, por consiguiente, tal vez yo faltaba a la estricta cortesía que un verdugo de tan extraña índole tenía derecho a exigirnos. Buscaba, pues, una banalidad para cambiar los pensamientos que nos envolvían a ambos, cuando la bella Antonie se apartó del piano diciendo con indolencia:

-A propósito, señoras y señores, ¿saben que hay, esta mañana, una ejecución?

-¡Ah!... -exclamé, extrañamente agitado por estas palabras.

-Se trata del pobre doctor de la P... -continuó tristemente Antonie-; hace tiempo me curó. Por mi parte, solamente lo censuro por haberse defendido ante los jueces, lo creí con más estómago. Cuando la suerte está echada de antemano, me parece que hay que reírse, en la nariz de esos golillas. El señor de la P... se olvidó de ello.

-¡Cómo! ¿Es hoy? ¿Definitivamente? -pregunté esforzándome en hablar con voz indiferente.

-A las seis, hora fatal, señoras y señores!... -respondió Antonie-. Ossian, el hermoso abogado, el preferido de Saint-Germain, vino ayer por la noche, a anunciármelo, para cortejarme a su manera. Lo había olvidado. Parece que han traído a un extranjero (!) para ayudar al Verdugo de París, habida cuenta de la solemnidad del proceso y de la distinción del culpable.

Sin percibir lo absurdo de estas últimas palabras, me volví hacia el señor Saturno. Estaba de pie ante la puerta, envuelto en un gran abrigo negro, sombrero en mano, con aspecto oficial.

¡El ponche me había embotado el cerebro! Para decirlo todo, yo tenía ideas belicosas. Temiendo haber cometido, al invitarle, lo que creo se llama en estilo parisiense una «pifia», la persona del intruso (fuera quien fuera) se me hacía insoportable y a duras penas podía contener mi deseo de hacérselo saber.

-Señor barón -le dije sonriendo-, ante tus singulares sugerencias, ¿no tendríamos derecho a preguntarte si no eres, en cierto modo, como la Ley, «ciego y sordo tan a menudo como Dios te lo permite»?

Se acercó a mi, se inclinó con un aire agradable y me respondió en voz baja:

-¡Pero cállese, hay señoras!

Saludó a todos y salió, dejándome mudo, un tanto tembloroso y sin poder dar crédito a mis oídos.

Permítame, lector, unas palabras. Cuando Stendhal quería escribir una historia de amor un tanto sentimental, tenía la costumbre, como ya es sabido, de releer antes una media docena de páginas del Código penal para -decía él- coger el tono. Por mi parte, al metérseme en la cabeza escribir algunas historias, yo encontré más práctico, tras una madura reflexión, frecuentar lisa y llanamente, por la noche, uno de los cafés del paseo de Choiseul, donde el difunto señor X..., antiguo verdugo de París, iba a jugar de incógnito, casi todos los días, su partida de imperial. Me parecía un hombre tan bien educado como cualquier otro; hablaba en voz muy baja, pero muy clara, con una benigna sonrisa. Yo me sentaba en una mesa cercana y me divertía un poco con él cuando, llevado por la pasión del juego, exclamaba bruscamente: «¡Corto!» sin malicia alguna. Recuerdo que allí escribí mis más poéticas inspiraciones, utilizando una expresión burguesa. Por tanto, yo estaba inmune a la intensa sensación de horror que suelen provocar en los transeúntes esos señores vestidos con traje corto.

Era extraño que me sintiera, en ese momento, bajo la impresión de un sobrecogimiento tan intenso, puesto que nuestro convidado casual acababa de declararse uno de ellos.

C..., que se había aproximado a nosotros mientras nos dirigíamos las últimas palabras, me golpeó levemente en el hombro.

-¿Has perdido la cabeza? -me preguntó.

-¡Habrá recibido una gran herencia y solamente ejerce mientras espera un sustituto...! -murmuraba yo, muy excitado por los vapores del ponche.

-¡Vamos! -dijo C...-. ¿Acaso supones que él tenga, realmente, algo que ver con la ceremonia?

-Entonces, ¿has captado el significado de nuestra charla? -le dije en voz muy baja-: ¡corta pero instructiva! ¡Este señor es un simple verdugo!, belga probablemente. Es el extranjero que Antonie mencionaba hace un momento. Sin su presencia de ánimo, yo hubiera sufrido tal contrariedad que habría aterrado a estas jóvenes.

-¡Venga ya! -exclamó C... -¿un verdugo con una indumentaria de treinta mil francos?, ¿que regala diamantes a su acompañante?, ¿qué cena en la Maison Dorée la víspera de prodigar sus cuidados a un cliente? Desde tus visitas al café de Choiseul ves verdugos por todas partes. ¡Bebe una copa de ponche! Tu señor Saturno es un pésimo bromista, ¿sabes?

Ante estas palabras, me pareció que la lógica, sí, que la fría razón estaba del lado de este querido poeta. Muy contrariado, tomé a toda prisa mis guantes y mi sombrero y me dirigí rápidamente al umbral, murmurando:

-Bien.

-Tienes razón -dijo C...

-Esta pesada broma ha durado demasiado tiempo -añadí mientras abría la puerta del salón. Si alcanzo a ese fúnebre mistificador, juro que...

-Un momento: juguemos a ver quién pasará primero -dijo C...

Yo iba a responder adecuadamente y a desaparecer cuando, a mis espaldas, una voz alegre y muy conocida exclamó bajo la levantada cortina:

-¡Inútil! Quédate, mi buen amigo.

En efecto, nuestro ilustre amigo, el pequeño doctor Florian Les Eglisottes, había entrado mientras pronunciábamos nuestras últimas palabras: estaba delante de mí, dando saltitos, con su abrigo cubierto de nieve.

-Querido doctor -le dije-, en un momento estoy con usted, pero...

Él me retuvo.

-Cuando le haya contado la historia del hombre que salía de este salón al llegar yo -continuó-, le apuesto que no se preocupará ya en pedirle cuentas de sus ocurrencias. Por otra parte, es demasiado tarde, su coche lo ha llevado ya muy lejos de aquí.

Pronunció estas palabras en un tono tan extraño que me detuvo definitivamente.

-Veamos esa historia, doctor -dije sentándome tras un momento de duda-. Pero, piénsalo, Les Eglisottes: respondes de mi inactividad y asumes la responsabilidad.

El príncipe de la Ciencia posó en un rincón su bastón con empuñadura de oro, besó galantemente, con la punta de sus labios, los dedos de nuestras tres bellas desconcertadas, se sirvió un poco de madeira y, en medio de un silencio fantástico provocado por el incidente -y por su propia entrada-, comenzó a hablar en estos términos:

-Comprendo toda la aventura de esta noche. ¡Estoy tan al corriente de todo lo que acaba de suceder como si hubiera estado con ustedes...! Lo que les ha ocurrido, sin ser precisamente alarmante, es, a pesar de todo, algo que hubiera podido serlo.

-¿Cómo? -dijo C...

-Este señor es, efectivamente, el barón de H...; él pertenece a una importante familia alemana; es millonario, pero... El doctor nos miró:

-¡Pero el prodigioso caso de alienación mental que le aqueja, constatado por las Facultades de Medicina de Munich y de Berlín, representa la más extraordinaria y más incurable de todas las monomanías registradas hasta hoy! -terminó el doctor con el mismo tono que hubiese empleado en su curso de fisiología comparada.

-¡Un loco! ¿Qué significa eso, Florián, qué quieres decir? -murmuró C... yendo a echar el cerrojo de la puerta.

Las damas, ante esta revelación, dejaron de sonreír.

En cuanto a mí, creía en realidad estar soñando, desde hacía unos minutos.

-¡Un loco! -exclamó Antonie-; pero me parece que a esas personas se las encierra. ¿No?

-Creía haber explicado que nuestro caballero es varias veces millonario -replicó muy serio Les Eglisottes-. Es él, pues, mal que les pese, quien hace encerrar a los demás.

-Y ¿cuál es su manía? -preguntó Susannah-. Les prevengo que a mí me parece muy simpático.

-¡Quizá dentro de unos momentos, señora, su opinión no sea la misma! -continuó el doctor después de encender un cigarrillo.

El lívido amanecer teñía los cristales, las velas amarilleaban, el fuego se extinguía; lo que escuchábamos nos producía la sensación de una pesadilla. El doctor no era dado a la mistificación: lo que él decía debía ser tan fríamente real como la máquina levantada lejos, en la plaza.

-Parece -continuó entre dos sorbos de madeira- que en cuanto llegó a la mayoría de edad, este joven se embarcó hacia las Indias orientales; viajó mucho por los países asiáticos. Allí comienza el profundo misterio que esconde el origen de su accidente. Él asistió, durante algunas revueltas en Extremo Oriente, a los rigurosos suplicios que las leyes que rigen esos países, aplican a los rebeldes y a los culpables. Al principio, sin duda, debió de asistir por simple curiosidad de viajero. Pero, ante aquellos suplicios, se podría decir que surgieron en él los instintos de una crueldad que supera las capacidades de comprensión conocidas, y turbaron su cerebro, envenenaron su sangre y finalmente lo transformaron en el ser singular en que se ha convertido. Figúrense que gracias al dinero, el barón H... penetró en las viejas prisiones de las principales ciudades de Persia, de Indochina y del Tibet y que obtuvo varias veces de los gobernadores el derecho a sustituir a los ejecutores orientales para ejercer por sí mismo las funciones de verdugo. ¿Conocen el episodio de las cuarenta libras de ojos arrancados que llevaron, en dos bandejas de oro, al shah Nasser-Eddin, el día que entró solemnemente en una ciudad que se había sublevado? El barón, vestido como los hombres de la región, fue uno de los más ardientes ejecutores de tamaña atrocidad. El ajusticiamiento de los dos jefes de la rebelión fue de un horror aún mayor. Primero fueron condenados a que se les arrancaran los dientes con tenazas, y luego que les incrustasen esos mismos dientes en sus cabezas rasuradas para tal fin, y todo esto de manera que formasen las iniciales persas del glorioso nombre del sucesor de Feth-Alishah. Fue también nuestro aficionado quien, por un saco de rupias, consiguió ejecutarlos él mismo con la acompasada torpeza que le caracteriza. [Una simple pregunta: ¿quién es mas insensato, el que ordena tales suplicios o aquél que los lleva a cabo? ¿Se escandalizan? ¡Bah! Si el primero de estos dos hombres se dignase venir a París, nos honraríamos en preparar fuegos artificiales y ordenaríamos que las banderas de nuestros ejércitos se inclinasen a su paso, todo en nombre de los «Inmortales principios del 89». Así pues, sigamos.] Si hay que creer en los informes de los capitanes Hobbs y Egginson, los refinamientos que su creciente monomanía le inspiró en esas ocasiones sobrepasaron, con toda la altura del absurdo, las de Tiberio y de Heliogábalo, y todas aquéllas que se mencionan en los fastos humanos. Porque -añadió el doctor- no se puede igualar en perfección a un loco en aquello en que desvaría.

El doctor Les Eglisottes se detuvo y nos contempló, uno a uno, con un aire burlón.

Prestábamos tanta atención a este discurso que habíamos dejado apagar nuestros cigarros.

-Una vez de regreso a Europa -continuó el doctor-, el barón H..., cansado ya hasta el punto de pensar en su curación, cayó de nuevo en su calenturienta fiebre. Sólo tenía un sueño, uno solo, más mórbido, más glacial que todas las abyectas imaginaciones del marqués de Sade: era, sencillamente, el de recibir el nombramiento de Verdugo GENERAL de todas las capitales de Europa. Pensaba que las buenas tradiciones y la habilidad periclitaban en esta rama artística de la civilización; que, como se dice, había peligro en la espera, y, valiéndose de los servicios que había prestado en Oriente (escribía en las peticiones que a menudo ha enviado), esperaba (si los soberanos se dignaban honrarle con su confianza) arrancar a los prevaricadores los chillidos más modulados que jamás hayan escuchado los oídos de un magistrado bajo las bóvedas de un calabozo. (¡Mire!, cuando se habla de Luis XVI delante de él, su ojo se ilumina y refleja un extraordinario odio de ultratumba: Luis XVI fue, ciertamente, el soberano que creyó en la abolición de la tortura previa, y probablemente sea este monarca la única persona que el señor H... haya odiado.)

»Como se figuran, siempre fracasó en sus peticiones, y sólo gracias a las gestiones de sus herederos no se le ha encerrado como merece. En efecto, unas cláusulas del testamento de su padre, el difunto barón de H..., obligan a la familia a evitar su muerte civil a causa de los enormes perjuicios económicos que tal muerte produciría a sus parientes. Viaja, pues, libremente. Mantiene excelentes relaciones con todos esos señores de la Justicia capital. Por todas las ciudades por donde pasa, su primera visita es para ellos. Con frecuencia les ha ofrecido enormes sumas de dinero para que lo dejen operar, en su lugar, y yo creo, entre nosotros -añadió el doctor guiñando un ojo-, que en Europa, ha decapitado a algunos.

»Aparte de estas actividades, se puede decir que su locura es inofensiva, puesto que sólo la ejerce sobre personas designadas por la Ley. Exceptuando su alienación mental, el barón de H... tiene fama de ser un hombre de costumbres apacibles e, incluso, agradables. De vez en cuando, su ambigua mansedumbre produce, quizás, escalofríos en la espalda, como suele decirse, a los íntimos que están al corriente de su terrible manía, pero eso es todo.

»Sin embargo, habla a menudo de Oriente con pena y debe de volver constantemente. La privación del diploma de Torturador en jefe del globo lo ha sumido en una negra melancolía. Imagínense los ensueños de Torquemada o de Arbuez, de los duques de Alba o de York. Su monomanía empeora de día en día. Igualmente, cuando se presenta una ejecución, emisarios secretos le advierten de ello; ¡antes incluso que a los mismos verdugos! Corre, vuela, devora la distancia, su lugar está reservado al pie de la máquina. Allí debe de estar en este momento en que les hablo: no dormiría tranquilo si no hubiera obtenido la última mirada del condenado.

»Este es, señoras y señores, el caballero con el que han tenido la suerte de compartir esta noche. Añadiré que, alejado de su demencia y en sus relaciones con la sociedad, es un hombre de mundo verdaderamente irreprochable y el más agradable conversador, el más divertido, el más...

-¡Basta, doctor!, ¡por favor! -exclamaron Antonie y Clío la Cendrée, a quienes la estridente y sardónica jovialidad de Florián había impresionado extraordinariamente.

-¡Pero es el chichisbeo de la Guillotina -murmuró Susannah-: es el dilettante de la Tortura!

-Realmente, si no te conociera, doctor... -balbuceó C...

-¿No lo creerías? -interrumpió Les Eglisottes-. Tampoco yo lo creí durante largo tiempo; pero, si quieres, podemos ir allí. Justamente tengo mi tarjeta; podremos llegar hasta él a pesar de la barrera de la caballería. Sólo les pediría que observasen su rostro durante el cumplimiento de la sentencia, tras lo cual no dudarán más.

-¡Muchas gracias por la invitación! -exclamó C...- prefiero creerte, a pesar del absurdo verdaderamente misterioso del hecho.

-¡Ah! ¡es que tu barón es un tipo!... -continuó el doctor mientras atacaba una pirámide de cangrejos que milagrosamente había permanecido intacta.

Luego, al vernos a todos taciturnos:

-¡No hay que extrañarse ni afectarse en modo alguno por mis confidencias sobre este tema! -dijo-. Lo que constituye el horror del asunto es la particularidad de la monomanía. En cuanto al resto, un loco es un loco, nada más. Lean a los alienistas: encontrarán allí casos de una rareza casi sorprendente; y les juro que nos codeamos durante el día, a cada momento, sin sospechar nada, con enfermos semejantes.

-Mis queridos amigos -concluyó C... tras un momento de general estupor-, confieso que yo no sentiría ninguna repugnancia en chocar mi copa con la que me tendiera un brazo secular, como se decía en aquel tiempo en que los ejecutores podían ser religiosos. No buscaría la ocasión, pero si se me presentara, les diría sin exagerar (y Les Eglisottes me comprenderá) que el aspecto o la compañía de quienes ejercen las funciones capitales no me impresionaría en absoluto. Nunca he comprendido muy bien los efectos de los melodramas a este respecto.

»Pero contemplar a un hombre que cae en la demencia, porque no puede realizar legalmente este oficio, ¡ah!, esto, por ejemplo, sí me impresiona. Y no dudo en declararlo: si hay, en la Humanidad, almas escapadas del Infierno, la de nuestro convidado de esta noche es una de las peores que se pudiera encontrar. Aunque le llamen loco, esto no explica su original naturaleza. Un verdugo real me resultaría indiferente; ¡nuestro horrible maniaco me hace temblar con un indefinible terror!»

El silencio que acogió las palabras de C... fue tan solemne como si la Muerte hubiera dejado entrever, repentinamente, su calva cabeza entre los candelabros.

Me siento algo indispuesta -dijo Clío la Cendrée con una voz entrecortada por el frío de la aurora y por la sobreexcitación nerviosa-. No me dejen sola. Vengan a mi casa. Intentemos olvidar esta aventura, señores y amigos; vengan: hay baños, caballos y habitaciones para dormir. (Apenas sabía lo que decía.) Está situada en medio del Bois, llegaremos en veinte minutos. ¡Compréndanme, se lo ruego! La imagen de ese hombre me pone enferma, y, si estuviera sola, temería verlo entrar repentinamente, con una lámpara en la mano, iluminando su insulsa y terrorífica sonrisa.

-¡Ésta ha sido, en verdad, una noche enigmática! -dijo Susannah Jackson.

Les Eglisottes se limpiaba los labios, satisfecho, tras haber terminado el plato de cangrejos.

Llamamos: Joseph apareció. Mientras arreglábamos cuentas con él, la Escocesa, acariciándose las mejillas con una pequeña pluma de cisne, murmuró, tranquilamente, cerca de Antonie:

-¿No tienes nada que decir a Joseph, pequeña Isolda?

-Sí, cierto -respondió la bonita y pálida criatura-, ¡lo has adivinado, loca!

Luego, volviéndose al encargado:

-Joseph -continuó ella-, toma este anillo: el rubí es demasiado intenso para mí. ¿No es así, Suzanne? Todos esos brillantes dan la impresión de que lloran alrededor de esta gota de sangre. Harás que la vendan y entregarás lo que te den por ella a los mendigos que pasen por delante de esta casa.

Joseph cogió el anillo, se inclinó con ese saludo sonámbulo del que sólo él posee el secreto y salió para llamar a los coches mientras las damas terminaban de arreglarse, se envolvían en sus largos dominós de raso negro y se ponían nuevamente sus máscaras.

Dieron las seis.

-Un momento -dije señalando el péndulo-: esta hora nos hace a todos un poco cómplices de la locura de ese hombre. Seamos más indulgentes con ella. ¿No somos, en este mismo momento, de una barbarie casi tan tétrica como la suya?

Ante tales palabras, permanecimos todos de pie, en un gran silencio.

Susannah me miró tras su máscara: tuve la sensación de una luz acerada. Volvió la cabeza y abrió rápidamente una ventana.

A lo lejos, todos los campanarios de París daban la hora. A la sexta campanada, todo el mundo se estremeció profundamente, y yo miré, pensativo, la cabeza de un demonio de cobre, de rasgos crispados, que sostenía, en un alzapaño, las sangrientas ondulaciones de los cortinones rojos.