lunes, 30 de septiembre de 2013

Samuel Beckett - Compañía

Compañía
por Samuel Beckett





Una voz alcanza a alguien en la obscuridad. Imaginar. 

Una voz alcanza a alguien de espaldas en la obscuridad. La espalda para no nombrarlo sino a él el ya mencionado y la manera en que cambia la obscuridad cuando él abre los ojos y también cuando los cierra. Sólo puede verificarse una mínima parte de lo que se dice. Como por ejemplo cuando él escucha, Tú estás de espaldas en la obscuridad. En éste caso él no puede sino admitir lo que se dice. Pero de lejos la mayor parte de lo que se dice no puede verificarse. Como por ejemplo cuando escucha, Tú naciste tal y tal día. A veces sucede que las dos se combinan como por ejemplo, Tú naciste tal y tal día y ahora estás de espaldas en la obscuridad. Truco que tal vez intenta hacer repercutir sobre la irrefutabilidad de la otra. Esa es entonces la proposición. A alguien de espaldas en la obscuridad una voz desmenuza un pasado. Cuestión también por momentos de un presente y rara vez de un futuro. Como por ejemplo, Tú acabarás tal como eres. En otra obscuridad o en la misma otra. Imaginando todo para acompañarse. Silencio de inmediato. 

El empleo de la segunda persona es obra de la voz. El de la tercera la del otro. Si él pudiera hablar a quien y de quien habla la voz habría una tercera. Pero él no puede. Él no lo hará. Tú no puedes. Tú no lo harás. 

Aparte de la voz y del débil rumor de su respiración ningún ruido. Por lo menos que él pueda escuchar. El débil rumor de su respiración se lo dice. 

Aunque ahora menos que nunca interesado en las preguntas él no puede a veces sino preguntarse si es a él y de él que habla la voz. ¿No habría sorprendido una comunicación destinada a otro? Si está sólo de espaldas en la obscuridad ¿por qué la voz no lo dice? ¿Por qué no dice nunca por ejemplo, Tú naciste tal y tal día y ahora estás sólo de espaldas en la obscuridad? ¿Por qué? Tal vez con el único fin de provocar en su interior ese vago sentimiento de incertidumbre y malestar. 

Tu ánimo siempre poco activo lo es ahora más que nunca. Ese es el tipo de afirmación que él admite de buen grado. Tú naciste tal y tal día y tu ánimo siempre poco activo lo es ahora menos que nunca. Es necesaria sin embargo como ayuda para la compañía una cierta actividad de espíritu por débil que sea. Es por lo que la voz no dice, Tú estás de espaldas en la obscuridad y tu espíritu no tiene ninguna actividad de ninguna clase. La voz por sí sola acompaña pero insuficientemente. Su efecto sobre el auditor es un complemento necesario. No fuera sino bajo la forma del vago sentimiento de incertidumbre y malestar antes mencionado. Pero incluso puesta aparte la cuestión de la compañía es evidente que un efecto así se impone. Porque si él sólo debiera escuchar la voz y ésta no tuviera más efecto sobre él que una palabra en bantú o en erso ¿no haría mejor en callarse? A menos que ella se proponga en tanto que ruido en estado puro torturar a un ansioso de silencio. O evidentemente como antes se había conjeturado que ella no estuviera destinada a otro. 

Niño sales de la carnicería-salchichonería Connolly de la mano de tu madre. Dan la vuelta a la derecha y avanzan en silencio sobre la carretera hacia el sur. Cien pasos más allá giran al interior y emprenden la larga subida que lleva a la casa. Caminan en silencio en el aire tibio y dulce del verano. Está avanzada la tarde y al cabo de un rato el sol aparece encima de la montaña. Levantando los ojos al azul del cielo y enseguida a la cara de tu madre rompes el silencio preguntándole si en realidad no está mucho más alejado de lo que parece. El cielo se entiende. El cielo azul. Al no recibir respuesta reformulas mentalmente tu pregunta y algunos pasos más lejos de nuevo levantas los ojos hasta su rostro y le preguntas si no parece mucho menos lejano de lo que está en realidad. Por alguna razón que jamás has podido explicarte esa pregunta debió exasperarla. Porque dejó colgando tu mano y te hizo una respuesta hiriente inolvidable. 

Si no es a él al que habla la voz es forzosamente a otro. Así con lo que le queda de razón razona. A otro distinto de este otro. O de él. O de otro incluso. A otro distinto de este otro o de él o de otro incluso. A alguien de espaldas en la obscuridad en todo caso. De alguien de espaldas en la obscuridad ya sea el mismo u otro. Así con lo que le queda de razón razona y razona equivocadamente. Porque si no es a él al que habla la voz sino a otro es forzosamente de ese otro del que habla y no de él ni de ningún otro. Porque habla en segunda persona. Si no es de él a quien habla que habla no hablaría en segunda persona sino en tercera. Por ejemplo, Él nació tal y tal día y ahora está de espaldas en la obscuridad. Es entonces evidente que si no es a él al que habla la voz sino a otro tampoco es de él sino de ese otro y de ningún otro. Así con lo que le queda de razón razona equivocadamente. Para acompañarse debe mostrar una cierta actividad mental. Pero no necesita brillar. Incluso se podría adelantar que mientras menos brilla mejor resulta. Hasta cierto punto. Mientras menos brilla le es más fácil tener compañía. Hasta cierto punto. 

Tú naciste en la recámara donde probablemente fuiste concebido. El gran ventanal daba al oeste y a la montaña. Sobre todo al oeste. Ya que como era curvo daba también un poco hacia el norte y hacia el sur. Necesariamente. Un poco hacia el sur con la montaña todavía y un poco hacia el norte donde se perdía en la llanura. El partero no era otro que el internista Haddon o Hadden. Bigote gris fibroso y con el aire acorralado. Como era día de fiesta tan pronto había terminado su desayuno tu padre salió de la casa provisto de un cuarto de scotch y un paquete de sus sandwiches preferidos de yema de huevo para un paseo en la montaña. No había en esto nada extraño. Pero esa mañana el único incentivo no era su amor por los paseos a pie y la naturaleza salvaje. Porque se añadía la aversión que le inspiraban los dolores y otros aspectos poco agradables del parto. En consecuencia los sandwiches que hacia el mediodía al haber alcanzado la primera cima saboreó a la sombra de una gran roca frente al mar. Tú puedes imaginarte sus pensamientos antes y después mientras se abría paso entre brezales y retamas. Regresó a casa a la caída de la noche y prefiriendo entrar por la puerta de servicio se enteró con asombro por boca de la criada que el parto estaba en su apogeo. El mismo que llevaba buen paso mucho antes de su salida unas diez horas antes. Sin vacilar corrió al garage al fondo del jardín donde guardaba su De Dion Bouton. Cerró la puerta tras él y saltó al lugar del conductor. Tú puedes imaginarte sus pensamientos mientras estaba ahí al volante en la obscuridad no sabiendo qué pensar. A pesar de su fatiga y de sus pies adoloridos estaba a punto de salir otra vez por el campo bajo la joven luna cuando la criada llegó corriendo para anunciarle que por fin todo había terminado. ¡Terminado! 

Viejo avanzas con pequeños pasos lentos por un angosto camino de pueblo. Saliste al alba y ahora es de tarde. Único ruido en el silencio el de tus pasos. Oyes cada uno y mentalmente lo añades a la suma siempre creciente de los anteriores. Te detienes con la cabeza baja al borde de la cuneta y conviertes en metros. A razón en la actualidad de dos pesos por metro. Tantos desde el alba para añadir a los del día anterior. A los del año anterior. A los de los años anteriores. Tiempos tan distintos del presente y tan semejantes. El enorme total en kilómetros. En leguas. ¿Cuántas veces ya la vuelta al mundo? Inmóvil también a tu lado durante estos cálculos la sombra de tu padre. En sus viejas ropas de vagabundo. En fin juntos adelante de cero otra vez. 

La voz lo alcanza tanto de un lado como de otro. Ya mitigada por la lejanía ya susurrada al oído. En el curso de una sola y misma frase puede cambiar de lugar y de volumen. Así por ejemplo con claridad de arriba de la cara volteada, Tú naciste un día de Pascua y ahora. Después susurrado al oído, Tú estás de espaldas en la obscuridad. O evidentemente al contrario. Otra característica sus largos silencios donde él casi se atreve a esperar que ella haya dicho su última palabra. Asimismo ejemplo con claridad de arriba de la cara volteada, Tú naciste el día en que el Salvador murió y ahora. Luego mucho tiempo después sobre su nueva esperanza el murmullo, Tú estás de espaldas en la obscuridad. O evidentemente al contrario. 

Otra característica la repetición. Eternamente apenas cambiada la misma hace tanto. Como para inducirlo a como dé lugar a hacerlo suyo. Para confesar, Sí yo recuerdo. Incluso tal vez para tener una voz. Para murmurar, Sí yo recuerdo. Qué ayuda para la compañía sería esto. Una voz en primera persona del singular murmurando de tarde en tarde, Sí yo recuerdo. 

Una vieja mendiga medio ciega lucha con una entrada de jardín. Tú conoces bien el lugar. Sorda como una tapia y con la cabeza perdida el ama de casa está lo mejor posible con tu madre. Estaba segura de poder volar alguna vez por los aires. Tanto que un día se lanzó por una ventana del primer piso. Es de regreso del jardín de niños sobre tu triciclo que ves a la pobre vieja luchando con la entrada. Bajas y le abres. Ella te bendice. ¿Cuáles eran sus palabras? Que Dios te lo pague m’hijito. En ese estilo. Que Dios te cuide m’hijito. 

Voz débil aun al máximo de su fuerza. Refluye lentamente hasta los límites de lo audible. Después lentamente regresa a su débil máximo. Con cada lento reflujo nace lentamente la esperanza de que muera. Él debe saber que ella regresará. Lo que no impide que con cada lento reflujo nazca lentamente la esperanza de que muera. 

Él ganó poco a poco la obscuridad y el silencio y se tendió. Al cabo de un tiempo muy largo así con lo que le quedaba de razón los juzgó definitivamente. Y entonces un día la voz. ¡Un día! En fin. Y entonces en fin la voz diciendo, Tú estás de espaldas en la obscuridad. Esas sus primeras palabras. Larga pausa para que él pueda creerle a sus oídos y de nuevo las mismas. Enseguida la promesa de ya no acabar hasta que el oído. Tú estás de espaldas en la obscuridad y esa voz no desaparecerá hasta que desaparezca el oído. O quizás mejor cuando él estaba tirado en la penumbra y los ruidos se hacían raros eso fue poco a poco el silencio y la obscuridad. Tal vez la compañía ganara algo con eso. Porque ¿qué ruidos de tarde en tarde? ¿De dónde la claridad? 

Tú estás parado en el borde de un trampolín alto. Lejos por encima del mar. En éste el rostro volteado de tu padre. Volteado hacia ti. Tú vez abajo el querido rostro amigo. Él te grita que saltes. Grita, ¡Valor! La cara redonda y roja. El grueso bigote. Los cabellos grises. El oleaje la sumerge y la regresa a flote. Todavía el lejano llamado, ¡Valor! El mundo te mira. Desde el agua lejana. Desde la tierra firme. 

Un ruido de cuando en cuando. Qué bendición un recurso así. En el silencio y la obscuridad cerrar los ojos y escuchar un ruido. Un objeto cualquiera que deja su lugar por su último lugar. Una cosa blanda que blandamente se mueve para ya no tener que moverse. Cerrar los ojos a la obscuridad visible y no escuchar sino eso. Una cosa blanda que blandamente se mueve para ya no tener que moverse. 

La voz despide una luz. La obscuridad se aclara el tiempo que ella habla. Se condensa cuando refluye. Se aclara cuando regresa a su débil máximo. Se restablece cuando se calla. Tú estás de espaldas en la obscuridad. Ahí si tus ojos hubieran estado abiertos habrían visto un cambio. 

¿De dónde claridad? Qué compañía en la obscuridad. Cerrar los ojos y tratar de imaginarlo. ¿De dónde hace tanto tiempo la claridad? Ningún origen en apariencia. Como si apenas luminiscente todo su pequeño vacío. ¿Qué podía ver él entonces arriba de su rostro volteado? Cerrar los ojos en la obscuridad y tratar de imaginarlo. 

Otra característica el tono apagado. Sin vida. Mismo tono apagado siempre. Para sus afirmaciones. Para sus negaciones. Para sus interrogaciones. Para sus exclamaciones. Para sus exhortaciones. Tú fuiste hace tanto. Tú nunca fuiste. ¿Fuiste alguna vez? ¡Oh no haber sido nunca! Sé de nuevo. Mismo tono apagado. 

¿Puede moverse? ¿Se mueve? ¿Debe moverse? Cómo ayudaría eso. Cuando la voz desfallece. Un movimiento cualquiera por pequeño que fuera. Aunque no fuera sino una mano que se cierra. O que se abre si cerrada al principio. Cómo ayudaría eso en la obscuridad. Cerrar los ojos y ver esta mano. Cierra ofrecido llenando todo el horizonte. Las líneas. Los dedos que lentamente se doblan. O se extienden si doblados al principio. Las líneas de ese viejo hueco. 

Claro que está el ojo. Ocupando todo el horizonte. El velo que lentamente baja. O sube si bajado al principio. El globo. Sólo pupila. Dilatada verticalmente. Oculta. Descubierta. Oculta de nuevo. Descubierta de nuevo. 

Y si después de todo él hablara. Por débil que fuera. Qué ayuda sería eso para la compañía. Tú estás de espaldas en la obscuridad y algún día volverás a hablar. ¡Algún día! En fin. En fin hablarás de nuevo. Sí yo recuerdo. Ese fui yo. Ese fui yo entonces. 

Tú estás solo en el jardín. Tu madre está en la cocina preparándose para merendar con Madame Coote. Haciendo las tartas con mantequilla del grueso de una lámina. Atrás de un matorral observas la llegada de Madame Coote. Mujercita enjuta y agria. Tu madre le responde diciendo, Juega en el jardín. Subes hasta lo alto de un gran abeto. Te quedas allá arriba escuchando todos los ruidos. Luego te tiras. Las grandes ramas rompen tu caída. Las agujas. Permaneces un instante de cara a la tierra. Luego vuelves a subir al árbol. Tu madre responde a Madame Coote diciendo, Ha estado odioso. 

¿Qué siente él con lo que le resta de sentimiento a propósito de ahora con relación a antes? Cuando con lo que le restaba de razón juzgó su estado definitivo. Lo mismo que preguntar lo que entonces con relación a antes sentía a propósito de entonces. Como entonces no había antes del mismo modo que no hay ahora. 

En la misma obscuridad o en otra otro imaginando todo para acompañarse. Voz aparentemente clara a primera vista. Pero bajo el ojo que la observa se enreda. Incluso más se detiene el ojo más ella se enreda. Hasta que el ojo se cierra y libre otro tanto la cabeza puede preguntarse, ¿Qué quiere decir eso? ¿Qué quiere decir eso que a primera vista parecía claro? Hasta que ella también se cierra para decirlo de ese modo. Como se cerraría la ventana de una pieza obscura y vacía. La única ventana sobre el obscuro exterior. Después nada más. No. Desgraciadamente no. Resplandores agonizantes todavía y sobresaltos. Informulables sobresaltos del espíritu. Inextinguibles. 

Ningún lugar en particular sobre el camino de A a Z. O para mayor verosimilitud el camino de Ballyogan. Cabeza sumida en tus cuentas al borde de la cuneta. A la izquierda las primeras pendientes. Frente a los pastos. A la derecha y un poco hacia atrás la sombra de tu padre. Tantas veces ya la vuelta al mundo. Abrigo hace mucho verde gastado de arriba a abajo de vejez y mugre. Bombín abollado hace tanto amarillo y botines todavía buenos. En camino desde el alba y ya la tarde. Terminado el cálculo los dos adelante de cero otra vez. Derecho por Stepaside. Pero bruscamente corren a través del seto y desaparecen cojeando hacia el este a través de los campos. 

Ya que ¿por qué o? ¿Por qué en otra obscuridad o en la misma? ¿Y quién lo pregunta? ¿Y quién pregunta, Quién lo pregunta? Y responde, Aquél que él sea el que imagina todo. En la misma obscuridad que su criatura o en otra. Para tener compañía. ¿Quién pregunta a fin de cuentas, Quién pregunta? Y a fin de cuentas responde como aquí arriba. Añadiendo muy quedo mucho tiempo después, A menos que ese no sea otro de nuevo. Ningún sitio qué encontrar. Ningún sitio qué buscar. Lo impensable último. Innombrable. Toda última persona. Yo Silencio de inmediato. 

La luz que había entonces. Sobre tu espalda en la obscuridad la luz que había entonces Claridad sin nubes ni sol. Tú te eclipsas al levantar el día y trepas a tu escondite al lado de la colina. Un nido en la retama. Por el este más allá del mar el contorno apenas de altas montañas. Una distancia de setenta millas según tu manual de geografía. Por tercera o cuarta vez en tu vida. La primera vez las incluiste y te alegraste. Tú no habrías visto sino nubes. Tanto que desde entonces lo guardas en el corazón con lo demás. Regreso a la caída de la noche y a la cama sin cenar. Estás en la obscuridad en medio de esa luz de nuevo. Desde tu nido en la retama fijas los ojos por encima del mar hasta que te duelen. Los cierras el tiempo que dura contar hasta cien luego los abres y los fijas de nuevo. Hasta que al fin aparecen allá. Azul pálido eternamente contra el cielo pálido. Tú estás en la obscuridad en medio de esa luz de nuevo. Te adormeces en esa luz sin nubes ni sol. Duermes hasta la luz del día. 

Inventor de la voz y del auditor y de sí mismo. Inventor de sí mismo para tener compañía. Quedarse ahí. Él habla de sí como si se tratara de otro. Él dice hablando de sí, Él habla de sí como si se tratara de otro. Él también se imagina a sí mismo para acompañarse. Quedarse ahí. La confusión también acompaña. Hasta cierto punto. Más vale la falsa esperanza que ninguna. Hasta cierto punto. Hasta que el corazón se fatiga. De la compañía también hasta cierto punto. Más vale un corazón fatigado que ninguno. Hasta que comienza a podrirse. De este modo hablando de sí él concluye por el momento, Por el momento quedarse ahí. 

En la misma obscuridad que su criatura o en otra. Todavía por imaginar. Así como su postura. Parado o sentado o acostado o en cualquier otra postura en la obscuridad. Respuestas entre otras todavía por imaginar. Entre otras a otras preguntas también. Tomando en cuenta a la que acompaña. ¿Cuál de las dos obscuridades es la más apta para tener compañía? ¿Cuál de todas las posturas imaginables tiene más que ofrecer en materia de compañía? Y lo mismo para las demás preguntas todavía por imaginar. Como la de saber si tales decisiones son definitivas. Que él se decida por ejemplo después de detenida imaginación a favor de extenderse ya sobre la espalda ya sobre el vientre y que a la larga esta postura decepcione en cuanto a compañía. Es posible en ese caso sí o no substituirla por otra. Como por ejemplo acuclillarse con las piernas encerradas en el semicírculo de los brazos y la cabeza sobre las rodillas. Aun el movimiento. No fuera sino en cuatro patas. Otro en la misma obscuridad o en otra echado en cuatro patas imaginando todo para tener compañía. O alguna otra forma de locomoción. Las posibilidades de la casualidad. Una rata muerta. Qué ayuda para la compañía sería eso. Una rata muerta desde mucho tiempo atrás. 

¿No habría modo de beneficiar al auditor? De proporcionarle un trato más agradable si no francamente humano. Aspecto mental tal vez lugar para un poco más de animación. Un esfuerzo de reflexión al menos. De memoria. Incluso de articulación. De rastros de emoción. Algunos signos de angustia. Una sensación de pérdida. Sin salir del personaje. Trabajo espinoso. Pero aspecto físico. ¿Tiene que yacer inerte hasta el final? Sólo los párpados que de vez en vez se mueven porque técnicamente es necesario. Con el fin de admitir o rechazar a la obscuridad. ¿No podría cruzar los pies? De tarde en tarde. Tanto el izquierdo sobre el derecho como cuando se quiera al revés. No. Absolutamente incompatible. ¿El yacer con los pies cruzados? Descartado al primer vistazo. ¿Un movimiento cualquiera de una mano? Una contracción. Una relajación. Difícilmente defendible. O levantada para matar a una mosca. Pero no hay moscas. Entonces que haya. ¿Por qué no? La tentación es fuerte. Que haya una mosca. Una mosca viva que lo crea muerto. Advertida de su error y reemplazándola inmediatamente. Qué ayuda para la compañía sería eso. Una mosca viva que lo crea muerto. Pero no. Él no mataría a una mosca. 

Te da lástima un puerco espín afuera en el frío y lo metes en una vieja caja de sombreros con una provisión de gusanos. Tú colocas enseguida la caja con el vermívoro adentro de una jaula para conejos vacía a la que le dejas la puerta abierta para que la pobre bestia pueda ir y venir a su antojo. Ir en busca de su comida y habiendo comido volver al calor y a la seguridad de su caja en la jaula. He ahí entonces el puerco espín en la caja con suficientes gusanos para poder sobrevivir. Un último vistazo para asegurarte que todo está como se debe antes de irte a buscar otra cosa para matar el tiempo de una mortal lentitud ya a esta joven edad. El pequeño entusiasmo encendido por esta buena acción es más largo que de costumbre para debilitarse y ceder. Tú te entusiasmabas de buena gana durante esa época pero jamás durante mucho tiempo. Apenas encendido el entusiasmo por alguna buena acción de tu parte o por algún pequeño triunfo sobre tus rivales o por alguna palabra de elogio de tus padres o de tus maestros se debilitaba y cedía dejándote en muy poco tiempo tan frío y melancólico como antes. Aun en esa época. Pero no ese día. Eso fue para concluir en el pasado con una tarde de otoño en que encontraste al puerco espín y tuviste lástima de él de esa manera y sentías todavía la satisfacción llegada la hora de acostarte. Y de rodillas sobre el tapete añadiste al puerco espín a la lista de los seres queridos que todas las noches había que recomendar a Dios. Y dando una y otra vuelta en el calor de las frazadas en espera del sueño sentías todavía una tibieza en el corazón pensando en la suerte que había tenido ese puerco espín de atravesarse en tu camino como lo había hecho. En este caso un sendero de tierra bordeado de boj marchito. Mientras tú estabas ahí interrogándote sobre la mejor manera de matar el tiempo hasta la hora de acostarte él atravesó uno de los bordes y se encaminó derecho hacia el otro cuando tú entraste en su vida. Ahora a la mañana siguiente no sólo el entusiasmo se había apagado sino que un gran malestar había tomado su lugar. La obscura sensación de que tal vez no todo estaba como debiera. Y que en vez de haber hecho lo que tú habías hecho habrías hecho quizá mejor en dejar hacer a la naturaleza y en dejar al puerco espín seguir su camino. Pasaron días enteros si no semanas antes de que tuvieras el valor de regresar a la jaula. Tú nunca has olvidado lo que encontraste entonces. Tú estás de espaldas en la obscuridad y nunca has olvidado lo que encontraste entonces. Esa gelatina. Esa infección. 

Amenaza desde hace un momento lo que sigue. La discontinua necesidad de compañía. Momentos en que la suya sin mezcla un alivio. Entonces la voz una intrusa. Igual que la imagen del auditor. Igual que la suya. Queja al mismo tiempo de haberlos provocado y problema cómo terminarlos. En fin ¿qué significa la suya sin mezcla? ¿Qué alivio posible? Quedarse ahí por el momento. 

Que el auditor se llame H. No muda. Hache. Tú Hache tú estás de espaldas en la obscuridad. Y que él sepa su nombre. Ya no se trata de descubrir cosas no para él. De no ser tomado en cuenta. Aunque por toda evidencia lógicamente ninguna. De un susurro en el pabellón de la oreja ¡preguntarse si es para él! Así es él. Pérdida entonces de esa vaga incertidumbre. Esa débil esperanza. Para él tan privado de ocasiones para sentir. Tan poco apto para sentir. No aspirando sino en la medida en que él solo puede aspirar a no sentir nada. ¿Es eso deseable? No. ¿Ganaría él algo en cuanto a compañía? No. Entonces que ya no se llame H. Qué él sea de nuevo tal como siempre. Sin nombre. Tú. 

Imaginar más de cerca el sitio donde él yace. Sin exagerar nada. Un indicio en cuanto a su forma y su extensión es proporcionado por la voz a lo lejos. Alcanzándolo de lejos al cabo de un lento reflujo o soltada de un solo golpe o recuperada a lo lejos después de un largo silencio. Y eso tanto de arriba como de todas partes y a todos los niveles al mismo grado de debilitamiento máximo debido al máximo de alejamiento. Jamás de abajo. Hasta ahora. De donde lógicamente el sujeto de espaldas en una rotonda de ancho diámetro de tal suerte que su cabeza ocupa el centro ¿Ancho de cuánto? Vista la debilidad de la voz a su débil máximo unos veinte metros deben bastar sean diez desde la oreja hasta cualquier punto de la superficie envolvente. Esto para la forma y la extensión. ¿Y la materia? ¿Qué indicio suponiendo que existe en cuanto a ella y de dónde? No decidir nada por el momento. El basalto llama. Basalto negro. Pero no decidir nada por el momento. Así cansado de la voz y de su auditor él por su parre imagina. Pero con un poco más de imaginación él se da cuenta haber imaginado equivocadamente. Porque ¿con qué derecho afirme de un sonido débil que se trata de uno menos débil por la distancia y no simplemente de uno más débil soltado a quemarropa? ¿O de uno débil haciéndose más débil mientras se aleja en lugar de adelgazarse partiendo de un mismo lugar? Sin duda de ninguno. De la voz entonces ninguna luz qué esperar sobre la naturaleza del sitio donde yace nuestro viejo auditor. En la penumbra inconmensurable. Sin límites. Quedarse ahí por el momento. Añadiendo tan sólo, ¿Qué clase de imaginación es ésta tan herida de razón? Una especie aparte. 

Otro imaginando todo para tener compañía. En la misma obscuridad que su criatura o en otra. Imaginar rápido. En la misma. 

¿No habría modo de beneficiar a la voz? ¿De proporcionarle un comercio más agradable? Suposición de que desde hace algún tiempo ella vaya modificándose. A pesar de que ningún tiempo de ningún verbo en esa conciencia obscura. Todo en todo momento terminado y en curso y sin fin. Pero suposición de que para el otro desde hace algún tiempo ella vaya mejorándose. Mismo tono apagado siempre tal como fue imaginado al principio y misma repetición. Por ahí nada que agregar. Pero menos movilidad. Menos variedad en la debilidad. Como en la búsqueda del sitio óptimo. De dónde soltar con el máximo de efecto. La amplitud ideal para una cómoda audición. Con la preocupación de no ofender al oído por demasiado volumen ni por el exceso contrario obligarlo a forzarse. Cuánto más apto para acompañar sería un órgano así en comparación con aquél apresuradamente imaginado al comienzo. Cuánto mejor en la medida de lograr su objetivo. Reconstruir un pasado al auditor y que él lo reconozca. Tú naciste un viernes santo al final de un largo parto. Sí yo recuerdo. Del mismo modo en que la gota para destruir mejor debe caer sin desviarse sobre el subyacente. 

Cuando saliste por última vez la tierra estaba cubierta de nieve. Ahora de espaldas en la obscuridad estás esa mañana en el umbral de la puerta cerrada tras de ti. Recargado en la puerta cabeza baja tú te dispones a partir. Cuando vuelves a abrir los ojos tus pies han desaparecido y los faldones de tu abrigo descansan sobre la nieve. La obscura escena parece iluminada desde abajo. Tú te ves en el momento de esa última salida recargado en la puerta con los ojos cerrados en espera de la partida. Fuera de ahí. Enseguida el cuadro a la luz de la nieve. Tú yaces en la obscuridad con los ojos cerrados y te ves entonces como acabas de ser descrito disponiéndote a lanzarte a través de ese manto de luz. Tú escuchas de nuevo la caída del cerrojo lentamente girando y el silencio antes de que pueda darse el primer paso. En fin vete partir ahí por los blancos pastos alegrados con borregos durante la primavera y cubiertos de placentas rojas. Te diriges como siempre derecho por el sendero en el seto de espinos que marca el límite al oeste. Hasta allá desde el comienzo de los pastos necesitas normalmente de mil ochocientos a dos mil pasos según tu humor y el estado del terreno. Pero esa última mañana necesitarás mucho más. Muchos muchos más. La línea recta es tan común para tus pies que podrían en caso necesario mantenerse tus ojos cerrados sin equivocación al cabo de varios pasos costado norte o sur. Por lo demás ninguna otra necesidad que interna lo que normalmente hacen y no solamente aquí. Ya que tú caminas si no con los ojos cerrados aunque eso también la mitad del tiempo al menos manteniéndolos fijos en el suelo momentáneo delante de tus pies. De la naturaleza eso es todo lo que habrás visto. Desde el día en que bajaste la cabeza para siempre. El sol fugitivo delante de tus pies. No cuentas tus pasos. Por la sencilla razón de que todos los días es la misma cifra. El promedio de un día al otro es el mismo. Porque el camino es siempre el mismo. Llevas cuentas de los días y cada diez días multiplicas. Y sumas. La sombra de tu padre ya no está contigo. Ella falló hace mucho tiempo. Tú ya no escuchas tus pasos. Sin ver ni oír tú sigues tu camino. Día tras día. El mismo camino. Como si ya no hubiera otro. Para ti ya no hay otro. Otras veces no te detenías sino para llevar bien tu cálculo. Con el fin de poder volver a partir de cero otra vez. Esa necesidad suprimida como lo hemos visto la de detenerte también lo es en teoría. Con excepción quizás al final del camino para disponerte a regresar. No obstante tú lo haces. Como nunca antes. No por causa de fatiga. No estás más fatigado en el presente que de costumbre. No por causa de vejez. No estás más viejo en el presente que de costumbre. Y sin embargo tú te detienes como nunca antes. Tanto que para los mismos cien metros que otras veces hacías en un tiempo de tres a cuatro minutos necesitas ahora entre quince y veinte. El pie cae por sí solo en medio del paso o cuando le toca despegarse permanece clavado en el piso con estancamiento del cuerpo. Entonces informulable angustia de la que lo esencial, ¿Podrán ellos ir más lejos?, O mejor, ¿Van a ir ellos más lejos? Lo esencialmente estricto. Tú yaces en la obscuridad con los ojos cerrados y ves la escena. Como no podías en ese entonces. La obscura bóveda del cielo. La tierra resplandeciente. Tú detenido en el medio. Los botines hundidos hasta los tobillos. Los faldones del abrigo descansando en la nieve. En el viejo bombín la vieja cabeza baja muda de angustia. En medio de los pastos a la mitad del sendero. Esa línea recta. Ves para atrás como no podías entonces y ves tus huellas. Una gran parábola. En sentido contrario al de las manecillas. Como en el infierno. Como sí de pronto el corazón demasiado pesado. Al final demasiado pesado. 

La flor de la edad. Imaginar un aroma de muestra. De espaldas en la obscuridad recuerdas. Día de abril sin nubes. Ella te alcanza en la cabaña. Rústico hexaedro. Hecho por completo con trozos de abeto y de alerce. Diámetro dos metros. Altura tres. Superficie del suelo alrededor de los tres metros cuadrados. Dos pequeñas ventanas abigarradas frente a frente. Pequeños cristales de colores biselados. Bajo cada una un reborde. Aquí en el verano el domingo después de la comida de mediodía a tu padre le gustaba retirarse acompañado de Punch y de un cojín. Sentado sobre un reborde la cintura de su pantalón desabotonada él pasaba las páginas. Tú enfrente sobre el otro los pies colgando. Cada vez que él reía tú intentabas reír también. Cuando su risa se apagaba la tuya también. Eso le gustaba y le divertía mucho que tú quisieras imitar su risa y a veces le sucedía reír sin motivo con el único fin de escucharte tratar de reír también. De cuando en cuando te volteas y miras por un cristal rosa. Pegas tu nariz al vidrio y ves todo el exterior color de rosa. Los años han pasado y estás ahí en el mismo lugar que entonces bañado de luz irisada los ojos fijos en el vacío. Ella tarda. Cierras los ojos y emprendes el cálculo del volumen. En los momentos difíciles te vuelves de buena gana hacia las simples operaciones de aritmética. Como hacia una ensenada. Llegas finalmente a más o menos siete metros cúbicos. Todavía ahora en la obscuridad fuera del tiempo las cifras te reconfortan. Supones cierto ritmo cardíaco y calculas cuántas palpitaciones por día. Por semana. Por mes. Por año. Y suponiendo un cierto lapso de vida por vida. Pero por el momento como no tienes en tu pasivo sino una decena de billones norteamericanos estás otra vez sentado en la cabaña tratando de calcular su volumen. Siete metros cúbicos más o menos. Por misteriosas razones esa cifra te parece improbable y vuelves a comenzar tu cálculo desde cero. Pero apenas empezado su paso ligero se hace escuchar. Ligero para una mujer de su corpulencia. Con el corazón acelerado abres los ojos y al cabo de un instante su rostro aparece en la ventana. Azul casi por completo vista desde tu lugar la palidez natural que tú admiras tanto como sin duda vista desde el suyo por completo azul la tuya. Porque la palidez natural es una característica que les es común. Los labios violetas no devuelven tu sonrisa. Ahora tomando en cuenta que esa ventana vista desde tu sitio se encuentra al nivel de tus ojos y por otra parte que el piso está casi al ras del suelo exterior no puedes dejar de preguntarte si ella no está de rodillas. Sabiendo por experiencia que la estatura o tamaño que les es común es la suma de segmentos iguales. Porque cuando derechos de pie o acostados completamente extendidos ustedes se colocan frente a frente el uno pegado al otro entonces sus rodillas se tocan así como sus pubis y sus cabellos se enmarañan. ¿Habría que concluir que la pérdida de estatura para el cuerpo sentado es la misma que para el que está de rodillas? Aquí tú cierras los ojos con el fin de medir mejor y comparar mentalmente los primeros y segundos segmentos de la planta a la rótula y de ahí a la cintura pélvica. ¡Cómo te entregabas completamente despierto al ojo cerrado! De día y de noche. A esa obscuridad perfecta. Esa luz sin sombra. Tan sólo por ausentarte. O por motivos como éste. Aparece una sola pierna. Tú separas tus segmentos y los extiendes uno junto al otro. Es como lo sospechabas. El superior es el más largo y por consecuencia más grande la pérdida del sentado cuando el sitio está a la altura de la rodilla. Dejas ahí los pedazos y al volver a abrir los ojos la encuentras sentada frente a ti. Silencio. Los labios rojos no devuelven tu sonrisa. Tus ojos bajan hasta su pecho. No recuerdas haberla visto tan llena. A su vientre. Misma impresión. Se confunde con el de tu padre desbordando la cintura desabotonada. ¿Estará embarazada sin que tú ni siquiera hayas pedido su mano? Te abstraes. Ella también sin que tú lo sepas ha cerrado los ojos. Ahí están sentados de esa forma en la cabaña. En esa luz irisada. Ese silencio. 

Agotado por ese derroche de imaginación él se detiene y todo se detiene. Hasta el momento en que invadido de nuevo por la necesidad de compañía comienza a llamar al auditor M por lo menos. Para facilitar la localización. Él mismo con otro carácter. W. Imaginando todo él mismo incluido para tener compañía. En la misma obscuridad que M según los últimos informes. En qué postura y si fijo o móvil todavía no imaginado. Él dice también hablando de sí, La última vez que él habló de sí fue para decirse en la misma obscuridad que su criatura. No en otra como anteriormente considerado. En la misma. En tanto que más apta para acompañar. Y que faltaba por imaginar su postura. Y si fija o móvil. ¿Cuál de todas las posturas imaginables podría a la larga cansar menos? Entre el movimiento y el reposo ¿cuál se revelaría a largo plazo más entretenido? Y al mismo tiempo de un solo impulso demasiado pronto para saber y por qué después de todo no decir sin esperar más lo que más tarde puede ser desmentido y si por casualidad eso no se podía. ¿Entonces? ¿Podría él ahora si lo juzgaba preferible retirarse de la obscuridad que según los últimos informes tuvo su preferencia e ir a otra completamente distinta lejos de su criatura? Si él se decidiera ahora por seguir ahí y más adelante lo lamentara ¿podría él entonces ponerse de pie por ejemplo y recargarse en un muro o caminar un momento? ¿Se dejaría M reimaginar en una mecedora? ¿Libres las manos de ir en su ayuda? Ahí en la misma obscuridad que su criatura él se marcha por las buenas expuesto a esas perplejidades preguntándose al mismo tiempo en lo más profundo de su espíritu como le sucede algunas veces si los males del mundo serían siempre lo que eran. De su tiempo. 

M hasta ahora como sigue. De espaldas en un sitio obscuro de formas y dimensiones todavía por imaginar. Auditor intermitente de una voz de la que a veces se pregunta si está destinada para él en lugar de para otro que esté en el mismo caso. Porque nada impide cuando ella describe correctamente su estado que la descripción no sea en beneficio de otro en la misma situación. Dudas poco a poco defraudadas a medida que la voz en lugar de diseminarse por todas partes se concentra en él. Cuando ella para el único sonido la respiración de él. Cuando ella para mucho tiempo débil esperanza en vano. Actividad mental de las más mediocres. Ocasionales chispas de razonamiento inmediatamente extinguidas. Esperanza y desesperanza para no nombrar sino a ese viejo tandem apenas resentidas. Sobre los orígenes de su estado actual ninguna aclaración. Nada de ahí que relacionar con aquí ni de entonces con ahora. Sólo los párpados se mueven. Cuando el ojo harto de la obscuridad de afuera y de adentro se cierran y abren respectivamente. Esperanza no muerta de otros pequeños movimientos limitados. Pero ninguna mejoría que señalar por ese lado hasta el momento. O sobre un plano más elevado en provecho de la compañía por un movimiento de tristeza mantenida por ejemplo o de apetito o de remordimiento o de curiosidad o de cólera y así por el estilo. O por un acto cualquiera de inteligencia suficientemente satisfactorio para que él pueda decirse por ejemplo hablando de sí, Ya que él no sabe pensar que no lo intente. Queda por añadir a este croquis. Su indesignabilidad. Aun M debe saltar. Así W recuerda a su criatura tal como fue creada hasta ahora. ¿W? Pero él también es criatura. Quimera. 

Luego otro todavía. De quien nada. Creándose quimeras para atenuar su nada. Silencio de inmediato. Un instante y de nuevo enloquecido para sus adentros, De inmediato silencio de inmediato. 

Imaginando imaginado imaginando todo para tener compañía. En la misma obscuridad quimérica de sus otras quimeras. En qué postura y si sí o no tal como el auditor en la suya de una vez por todas todavía no determinada. ¿No basta con un solo inmóvil? ¿De qué sirve repetir ese factor de consuelo? Entonces que se mueva. Con moderación. En cuatro patas. Un arrastre moderado. El torso bien separado del suelo y el ojo atento en la dirección del camino. Si eso no vale más la pena que nada anular si es posible. Y en el vacío recuperado otra moción. O ninguna. Entonces tampoco imaginar la postura más benéfica. Pero por el momento que se arrastre. Se arrastre y caiga. Se arrastre de nuevo y vuelva a caer. En la misma obscuridad quimérica de sus otras quimeras. 

Habiendo errado durante mucho tiempo como extraviada la voz encuentra su lugar y su debilidad final. ¿Su lugar dónde? Imaginar con circunspección. 

Por arriba del rostro volteado. En la vertical del occipucio. De tal forma que con la débil luz que ella despide si hubiera una boca que ver él no la vería. Por más desesperadamente que él mueva los ojos. ¿Altura del suelo? Al alcance del brazo. ¿Fuerza? Débil. Como la de una madre que se inclina por detrás sobre la cabecera de la cuna. Ella se aparta para que el padre pueda ver. Él por su parte murmura al recién nacido. Tono apagado sin cambios. Ningún indicio de amor. 

Tú estás de espaldas al pie de un álamo. Bajo su vacilante sombra. Ella recostada en ángulo recto apoyada sobre los codos. Tus ojos cerrados acaban de hundirse en los suyos. En la penumbra tú vuelves a sumergirte en ellos. Todavía. Sientes en la cara la punta de sus largos cabellos negros moverse en el aire inmóvil. Bajo la maraña de los cabellos se ocultan sus rostros. Ella susurra, Escucha las hojas. Mirándose a los ojos ustedes escuchan las hojas. Bajo su vacilante sombra. 

Arrastrándose entonces y cayendo. Arrastrándose de nuevo y de nuevo cayendo. Si a fin de cuentas eso no ayuda en nada él siempre puede caer de una buena vez por todas. O nunca haberse puesto de rodillas. Imaginar en qué forma un arrastre tal podría servir al contrario de la voz para levantar un plano del lugar. De entrada ¿cuál es la unidad reptil? Correspondiente a la zancada del vagabundo. Él se pone en cuatro patas y se prepara para comenzar. Manos y rodillas en los ángulos de un rectángulo con un largo de dos pies y un ancho a discreción. Finalmente digamos que la rodilla derecha avanza seis pulgadas reduciendo así un cuarto la distancia entre ella y la mano homóloga. La que por su parte cuando se desea avanza otro tanto. Y ahí está nuestro rectángulo transformado en rombo. Pero sólo el tiempo necesario para que la rodilla y la mamo izquierda hagan otro tanto. Con lo que se regresa al rectángulo. Así ininterrumpidamente hasta que él cae. Es ésa la ambladura del rastrero y de todas sus formas de andar sin duda la menos corriente. Por lo tanto sin duda la más divertida. 

Mientras él se arrastra el cálculo mental. Grano a grano en la cabeza. Uno dos tres cuatro uno. Rodilla mano rodilla mano dos. Un pie. Hasta que al cabo digamos de cinco él cae. Luego tarde o temprano delante de cero otra vez. Uno dos tres cuatro uno. Rodilla mano rodilla mano dos. Seis. Así sigue. En línea recta en la medida de lo posible. Hasta el momento en que no habiendo encontrado obstáculo avergonzado él vuelve sobre sus pasos. Desde cero de nuevo. O se va en otra dirección completamente distinta. En línea recta de la mejor manera que puede. E incluso ahí sin el menor descanso para su pena termina por desistir y por cambiar una vez más de rumbo. De nuevo desde cero. Sabiendo oportunamente o dudando poco de hasta qué grado la penumbra puede desviar. Hacia la izquierda a causa del corazón. Como en el infierno. O por el contrario convertir en rectilínea la elipse deliberada. Cualesquiera que sea se arrastra alegremente ningún límite hasta el momento. Rodilla mano rodilla mano. Penumbra sin límites. 

¿Es razonable imaginar al auditor en estado de perfecta inercia mental? Salvo en los momentos en que él escucha. Es decir en los momentos en que la voz se hace escuchar. Porque ¿qué es lo que le está permitido escuchar aparte de la voz y de su respiración? Mmh. El arrastre. ¿Escucha el arrastre? ¿La caída? Qué ayuda para la compañía sería que él pudiera escuchar el arrastre. La caída. La vuelta a cuatro patas. La continuación del arrastre. Preguntándose lo que mi Dios tales ruidos pueden significar. Reservar para un más tarde más vacío. Y aparte del sonido ¿qué es lo que podría animar a su espíritu? ¿La vista? ¿Cómo no declarar que no hay nada que ver? Pero demasiado tarde por el momento. Porque él percibe un cambio de obscuridad cuando cierra o abre los ojos. Y que en principio él percibe la débil luz que desprende la voz tal como fue imaginada. Apresuradamente imaginada. Luz infinitamente débil de acuerdo porque apenas más que un susurro. Ahora observado de repente cómo los ojos se cierran desde la primera sílaba enunciada. Suponiéndolos abiertos en ese momento. De manera que esa luz del modo en que termina por ser apenas es apenas percibida a la mitad de un parpadeo. ¿El sabor? ¿El sabor de su boca? Aceptado desde mucho tiempo atrás. ¿El empuje del suelo contra su esqueleto? De una extremidad a la otra desde el calcáneo hasta la protuberancia de filogenitividad. ¿Un gusto por moverse no podría atenuar su apatía? ¿A voltearse de lado? O sobre el vientre. Para cambiar. Que le sea concebido ese mínimo de necesidad. Y al mismo tiempo la felicidad de saber superada la época en que era libre de retorcerse en vano. ¿El olfato? ¿Su propio olor? Aceptado desde mucho tiempo atrás. Y obstáculos a otros si es que hay. Por ejemplo en un momento dado una rata muerta desde hace mucho tiempo. O de alguna otra carroña. Todavía por imaginar. A menos que el rastrero no huela. Mmh. El creador rastrero. ¿Sería razonable imaginar que al mismo tiempo que se arrastra el creador huele? Todavía más fuerte que su criatura. Y que llegue así a asombrarse ese espíritu tan negado al asombro. A asombrarse de ese extraño olor. ¿De quién o de qué mi Dios ese tufo nauseabundo? Cómo ganaría él como compañero si tan sólo su creador pudiera oler. Si tan sólo él pudiera oler a su creador. ¿Un sexto sentido cualquiera? ¿Inexplicable premonición de una desgracia inminente? ¿Sí o no? No. ¿De la razón pura? De este lado de la experiencia. Dios es amor ¿Sí o no? No. 

El creador rastrero es la misma obscuridad creada que su criatura ¿puede crear mientras se arrastra? Pregunta que entre otros se hacía estirado entre dos paseos. Y si la respuesta evidente se imponía al espíritu no era tan evidente saber la más ventajosa. Y necesitó muchos y muchos viajes y al mismo número de postraciones antes de poder hacerse finalmente una imaginación al respecto. Añadiendo simultáneamente de un solo tirón para él solo sin convicción que ninguna respuesta de su parte era sagrada. Pase lo que pase la que él aventuró para concluir era negativa. No él no podía. Asunto demasiado serio el de arrastrarse en la obscuridad de la manera antes imaginada y demasiado absorbente para no excluir cualquier otra actividad no fuera sino la de cosificar una parcela de la nada. Ya que él debía pasearse no sólo de esa manera especial demasiado apresuradamente imaginada sino también en línea recta por encima de lo andado en la medida de lo posible. Y por lo demás contar mientras se va añadiendo medio paso a medio paso y retener en la memoria la suma siempre variable de los ya contabilizados. Y en fin mantener alertas los ojos y las orejas para descubrir el mínimo indicio respecto a la naturaleza del lugar donde su imaginación lo había sin duda atropelladamente consignado. Deplorando entonces una imaginación tan herida de razón sin olvidar al mismo tiempo cuán revocables sus exaltaciones no pudo al fin sino responder que él no podía. No podía crear razonablemente mientras se arrastraba en la misma obscuridad creada que su criatura. 

Una playa. El atardecer. La luz agoniza. Ninguna pronto ella ya no agonizará. No. Nada de eso porque ninguna luz. Ella agonizaba hasta el alba y jamás moría. Tú estás parado de espaldas al mar. Único ruido el suyo. Siempre más débil a medida que suavemente se aleja. Hasta el momento en que suavemente regresa. Tú te apoyas en un alto bastón. Tus manos descansan en el puño y sobre ellas tu cabeza. Si llegaran a abrirse tus ojos verían primero a lo lejos en los últimos resplandores los faldones de tu abrigo y los tobillos de tus botines sumidos en la arena. Que desaparezca de tu vista. Noche sin luna ni estrellas. Si tus ojos llegaran a abrirse la penumbra se aclararía. 

Se arrastra y cae. Yace. Respira con los ojos cerrados en la obscuridad. Se incorpora. Físicamente decepción de haberse arrastrado otra vez para nada. Diciéndose quizás. A fin de cuentas ¿para qué arrastrarse? Por qué no simplemente yacer con los ojos cerrados en la obscuridad y renunciar a todo. Y terminar con todo. Con el insignificante arrastre y las quimeras inútiles. Pero si le ocurre perder ánimos en esa forma nunca es por largo tiempo. Porque poco a poco en su corazón de desilusionado la necesidad de compañía renace. O escapar de la suya. La necesidad de escuchar esa voz de nuevo. No fuera sino diciendo de nuevo, Tú estás de espaldas en la obscuridad. O incluso, Tú naciste en la tarde del día en que bajo el cielo obscuro en la novena hora Cristo gritó y murió. La necesidad los ojos cerrados para comprender mejor de ver esa luz esparcida. O con añadidura de alguna humana debilidad por mejorar al auditor. Como por ejemplo una comezón fuera del alcance de su mano o mejor al alcance de su mano inerte. Una comezón que no se puede rascar. Qué ayuda para la compañía sería eso. O en última instancia para mejor final la cuestión de saber qué es lo que él entiende exactamente al hablar de sí por la vaga indicación de que él yace. ¿Cuál en otras palabras de todas las innumerables maneras de yacer tiene más posibilidades de gustar a la larga? Si habiéndose arrastrado de la manera especificada él cae normalmente sería de frente. Dado su grado de fatiga y de desaliento en ese momento le sería difícil hacerlo de otro modo. Pero una vez bien tendido nada le impide girar sobre uno u otro de sus dos costados o sobre su única espalda y permanecer así si alguna de estas tres posturas se revela más entretenida que alguna de las otra tres. Esa de espaldas a pesar de su encanto debe ser descartada finalmente por haber sido ya proporcionada por el auditor. En cuanto a las laterales un solo vistazo las elimina. No queda entonces sino la postración. ¿Pero de qué modo? ¿Postrado de qué modo? ¿Cómo poner las piernas? ¿Los brazos? ¿La cabeza? Tirado en la obscuridad él se empeña en querer ver cómo puede estar mejor tirado. De qué modo lo mejor tirado posible hacerse compañía. 

Precisar la imagen del auditor. De todas las maneras de mantenerse de espaldas ¿cuál será a la larga menos cansada? Tirado los ojos cerrados abiertos en la obscuridad él termina por comenzar a entrever. Pero de entrada ¿desnudo o vestido? Aunque sólo fuera con una sábana. Desnudo. Espectral a la luz de la voz esa carne de una blancura de hueso como compañía. La cabeza reposando en lo esencial sobre la protuberancia occipital antes citada. Las piernas juntas en posición de firmes. Los pies separados en ángulo recto. Las manos con esposas invisibles juntas sobre el pubis. Otros detalles según las urgencias. Dejarlo así por el momento. 

Abatido por los males de tu especie levantas sin embargo la cabeza del apoyo de las manos y abres los ojos. Te unes sin moverte de tu sitio con la luz de arriba de tu cabeza. Tus ojos caen sobre el reloj bajo tus ojos. Pero en lugar de ver la hora de la noche siguen los giros del segundero al que su sombra a veces precede y a veces sigue. Horas más tarde te parece de la siguiente forma. A los 60 segundos y a los 30 la sombra desaparece bajo la aguja. De 60 a 30 la sombra precede a la manecilla a una distancia que va aumentando de cero a 60 hasta su máximo en 15 y de ahí disminuyendo hasta el nuevo cero a 30. De 30 a 60 la sombra sigue a la aguja a una distancia que va creciendo de cero a 30 hasta su máximo en 45 y de ahí decreciendo hasta el nuevo cero a 60. Que ahora tú hagas caer de lado la luz sobre el reloj desplazando una u otro de un lado o del otro y entonces la sombra desaparece bajo la manecilla en dos puntos distintos como por ejemplo en 50 y en 20. En dos puntos distintos según el grado de inclinación. Pero cualquiera que sea éste y partiendo de la diferencia entre los primeros y los nuevos puntos de sombra cero la distancia de uno a otro es siempre de 30 segundos. La sombra surge de abajo de la aguja en no importa qué punto de su circuito para seguirla o precederla el espacio de 30 segundos. Luego desaparece otra vez durante una fracción incalculable de segundo antes de salir de nuevo para precederla o seguirla una vez más. Y así sin descanso. Esa es aparentemente la única constante. Porque la propia distancia entre la aguja y su sombra varía también según el grado de inclinación. Pero cualquiera que sea la distancia va creciendo y decreciendo invariablemente de cero hasta su máximo 15 segundos más tarde y otros 15 segundos después a cero incluso respectivamente. Y así sin descanso. Esa sería una segunda constante. Tú habrías podido observar mucho más con relación a ese segundero y su sombra en su recorrido paralelo aparentemente sin descanso alrededor de la esfera y tal vez desprender otras variables y constantes y corregir eventuales errores en lo que te había parecido hasta entonces. Pero no aguantando más tú dejas caer la cabeza ahí donde estaba y con los ojos cerrados regresas a los males de tu especie. El alba te sorprende en esa misma postura. Por la ventana del lado al mar el sol bajo te ilumina y proyecta en el suelo tu sombra y la de la lámpara iluminada arriba de tu cabeza y también las de otros objetos. 

¡Qué visiones en la penumbra de luz! ¿Quién dice eso? El que pregunta quién dice, ¡Qué visiones en la penumbra sin sombra de luz y de sombra! ¿Todavía otro de nuevo? Imaginando todo para acompañarse. Qué ayuda para la compañía sería esto. Todavía otro imaginando todo de nuevo para acompañarse. De inmediato silencio de inmediato. 

Para terminar a cualquier precio bien o mal cuando tú ya no podías salir te quedabas en cuclillas en la obscuridad. Habiendo recorrido desde tus primeros pasos alrededor de treinta mil leguas o sea unas tres veces la vuelta al mundo. Sin alejarte nunca de la claridad de tu casa. ¡Tu casa! Así estaba esperando poder purgarse el viejo laudista que arrancó a Dante su primera sonrisa y tal vez ya por fin en algún rincón perdido del paraíso. A quien aquí en todos los casos adiós. El lugar no tiene ventana. Cuando vuelves a abrir los ojos la obscuridad se aclara. Tú por lo tanto ahora de espaldas en la obscuridad estabas antes en cuclillas. Tu cuerpo habiéndote enterado que ya no podía salir. Ya no andar los rincones de los pequeños caminos de pueblo y pastos alternos ya alegrados con rebaños ya desiertos. Teniendo a tu lado durante largos años la sombra de tu padre en tus viejos andrajos de vagabundo luego durante largos años solo. Añadiendo paso a paso tus pasos a la suma siempre en aumento de los ya recorridos. Deteniéndote de vez en cuando con la cabeza baja para determinar el último total. Luego otra vez adelante de cero. Acuclillado así te imaginas que ya no estás solo sabiendo muy bien que no ha pasado nada que pueda volver posible eso. El proceso continúa sin embargo rodeado por decirlo así de su absurdo. Tú no te murmuras palabra por palabra, yo sé condenado al fracaso lo que hago y no obstante persisto. No. Porque la primera persona del singular e incidentalmente con mayor razón del plural nunca ha figurado en tu vocabulario. Pero es así que mudo tú te observas del mismo modo en que a un desconocido contagiado digamos de la enfermedad de Hodgkin o si se prefiere de Percival Pott sorprendido mientras reza. De tarde en tarde con una gracia inesperada te tiendes. Simultáneamente las distintas partes se trastornan. Los brazos sueltan a las rodillas. La cabeza se incorpora. Las piernas se despliegan. El tronco se inclina para atrás. Y junto con otros incontables prosiguen sus respectivos caminos hasta ya no poder más y todos se detienen. Ahora de espaldas retomas tu fábula en el punto en que el acto de estiramiento acaba de terminar. Y persistes hasta que la operación inversa se vuelve a parar en seco. Así en la penumbra ya en cuclillas ya de espaldas sufres en vano. Y así como de la primera postura a la segunda el paso se hace más fácilmente con el tiempo y de más buena gana asimismo es lo contrario para lo contrario. Tanto que de postura ocasional el estiramiento se vuelve habitual y para terminar la regla. Ahora tú de espaldas en la obscuridad no te volverás a sentar para rodear las piernas con tus brazos y bajar la cabeza hasta ya no poder más. Pero con el rostro volteado sufrirás en vano por tu fábula. Hasta que al fin escuches y concluyas que las palabras llegan a su fin. Con cada palabra inútil más cerca de la última. Y con ellas la fábula. La fábula de otro contigo en la obscuridad. La fábula de ti fabulando a otro contigo en la obscuridad. Y de lo que se deduce más vale finalmente tiempo perdido y tú tal como siempre. 

Solo. 

viernes, 20 de septiembre de 2013

Alfred Jarry - Ensayo de definición del coraje

Ensayo de definición del coraje
por Alfred Jarry






Hemos hablado aquí del duelo y, más extensamente, del ejército. Nuestra intención era llegar a una definición del coraje. Pero siempre ocurrió que perdimos la ilación de nuestras asociaciones de ideas, lo cual probaría bastante válidamente que no había ninguna relación esencial entre las dos ideas precisadas y el coraje, con el cual se las relaciona comúnmente. 

El coraje es un estado de calma y tranquilidad frente a un peligro, estado rigurosamente semejante al que se experimenta cuando no existe ningún peligro. De esta definición por lo menos provisoria resulta que el coraje puede ser adquirido por dos medios: 1º) alejando el peligro; 2º) alejando la noción de peligro. 

La primera actitud corajuda es la del hombre que, en razón de su fuerza natural o, más a menudo, merced a armas que se ha procurado y ha aprendido a manejar, se pone al abrigo del peligro. La lluvia nos preocupa menos si nos hallamos bajo un techo o un paraguas y el rayo si estamos bajo un pararrayos en cuyo buen funcionamiento creemos; a la vez, es extremadamente raro que un hombre vigoroso y armado hasta los dientes se intimide ante un adversario notoriamente débil y desprovisto de medios de defensa. El esquema más verosímil del coraje nos parece ser el siguiente: Hércules, con su maza levantada sobre la cabeza de un niñito que apenas comienza a caminar y entrevé las ganas de disparar. La tendencia a la realización de este tipo de ideal del coraje se manifiesta en los ejércitos permanentes y en todo el aparato de las armas. En este primer caso, el estado del coraje es una seguridad.

En el segundo caso, aquel en el cual el macizo valiente armado encuentra a otro más robusto y mejor armado, el coraje no puede ser otra cosa que ignorancia o distraída atención. Esta ignorancia se sostiene con conceptos variados y diversas formas de lenguaje. De esta manera, cada pueblo se repite a sí mismo que es el más corajudo de la tierra y que se halla "a la cabeza" de la humanidad. Desgraciadamente, la humanidad es una especie de animal redondo con cabezas en todo su contorno. 

Pero aún Gerardo el Matador de leones olvidaba a la fiera para pensar en el prestigio de Francia alzado por él ante los ojos de los árabes.

Un excelente dispositivo que sirve para distraer la atención de un sujeto temible es aquél que sirve para separar al toro, en las corridas, de un objeto por el cual no siente demasiado temor: hablamos del uso de un trozo de trapo de color deslumbrante; sus efectos son diferentes según se lo presente a una temible bestia o a un pueblo débil. Acabamos de reconstruir la invención de la bandera. 

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Oscar Wilde - El ruiseñor y la rosa

El ruiseñor y la rosa
por Oscar Wilde



-Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja -se lamentaba el joven estudiante-, pero no hay una sola rosa roja en todo mi jardín. 

Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado. 

-¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! -gritaba el estudiante. 

Y sus bellos ojos se llenaron de llanto. 

-¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja. 

-He aquí, por fin, el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Le he cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente. 

-El príncipe da un baile mañana por la noche -murmuraba el joven estudiante-, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón. 

-He aquí el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro. 

-Los músicos estarán en su estrado -decía el joven estudiante-. Tocarán sus instrumentos de cuerda y mi adorada bailará a los sones del arpa y del violín. Bailará tan vaporosamente que su pie no tocará el suelo, y los cortesanos con sus alegres atavíos la rodearán solícitos; pero conmigo no bailará, porque no tengo rosas rojas que darle. 

Y dejándose caer en el césped, se cubría la cara con las manos y lloraba. 

-¿Por qué llora? -preguntó la lagartija verde, correteando cerca de él, con la cola levantada. 

-Si, ¿por qué? -decía una mariposa que revoloteaba persiguiendo un rayo de sol. 

-Eso digo yo, ¿por qué? -murmuró una margarita a su vecina, con una vocecilla tenue. 

-Llora por una rosa roja. 

-¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería! 

Y la lagartija, que era algo cínica, se echo a reír con todas sus ganas. 

Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante, permaneció silencioso en la encina, reflexionando sobre el misterio del amor. 

De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo. 

Pasó por el bosque como una sombra, y como una sombra atravesó el jardín. 

En el centro del prado se levantaba un hermoso rosal, y al verle, voló hacia él y se posó sobre una ramita. 

-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces. 

Pero el rosal meneó la cabeza. 

-Mis rosas son blancas -contestó-, blancas como la espuma del mar, más blancas que la nieve de la montaña. Ve en busca del hermano mío que crece alrededor del viejo reloj de sol y quizá el te dé lo que quieres. 

Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de sol. 

-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces. 

Pero el rosal meneó la cabeza. 

-Mis rosas son amarillas -respondió-, tan amarillas como los cabellos de las sirenas que se sientan sobre un tronco de árbol, más amarillas que el narciso que florece en los prados antes de que llegue el segador con la hoz. Ve en busca de mi hermano, el que crece debajo de la ventana del estudiante, y quizá el te dé lo que quieres. 

Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del estudiante. 

-Dame una rosa roja -le gritó-, y te cantaré mis canciones más dulces. 

Pero el arbusto meneó la cabeza. 

-Mis rosas son rojas -respondió-, tan rojas como las patas de las palomas, más rojas que los grandes abanicos de coral que el océano mece en sus abismos; pero el invierno ha helado mis venas, la escarcha ha marchitado mis botones, el huracán ha partido mis ramas, y no tendré más rosas este año. 

-No necesito más que una rosa roja -gritó el ruiseñor-, una sola rosa roja. ¿No hay ningún medio para que yo la consiga? 

-Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo. 

-Dímelo -contestó el ruiseñor-. No soy miedoso. 

-Si necesitas una rosa roja -dijo el rosal -, tienes que hacerla con notas de música al claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón. Cantarás para mí con el pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante toda la noche y las espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía. 

-La muerte es un buen precio por una rosa roja -replicó el ruiseñor-, y todo el mundo ama la vida. Es grato posarse en el bosque verdeante y mirar al sol en su carro de oro y a la luna en su carro de perlas. Suave es el aroma de los nobles espinos. Dulces son las campanillas que se esconden en el valle y los brezos que cubren la colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado con el de un hombre? 

Entonces desplegó sus alas obscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el jardín como una sombra y como una sombra cruzó el bosque. 

El joven estudiante permanecía tendido sobre el césped allí donde el ruiseñor lo dejó y las lágrimas no se habían secado aún en sus bellos ojos. 

-Sé feliz -le gritó el ruiseñor-, sé feliz; tendrás tu rosa roja. La crearé con notas de música al claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único que te pido, en cambio, es que seas un verdadero enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, aunque ésta sea sabia; más fuerte que el poder, por fuerte que éste lo sea. Sus alas son color de fuego y su cuerpo color de llama; sus labios son dulces como la miel y su hálito es como el incienso. 

El estudiante levantó los ojos del césped y prestó atención; pero no pudo comprender lo que le decía el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están escritas en los libros. 

Pero la encina lo comprendió y se puso triste, porque amaba mucho al ruiseñor que había construido su nido en sus ramas. 

-Cántame la última canción -murmuró-. ¡Me quedaré tan triste cuando te vayas! 

Entonces el ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que ríe en una fuente argentina. 

Al terminar la canción, el estudiante se levantó, sacando al mismo tiempo su cuaderno de notas y su lápiz. 

"El ruiseñor -se decía paseándose por la alameda-, el ruiseñor posee una belleza innegable, ¿pero siente? Me temo que no. Después de todo, es como muchos artistas: puro estilo, exento de sinceridad. No se sacrifica por los demás. No piensa más que en la música y en el arte; como todo el mundo sabe, es egoísta. Ciertamente, no puede negarse que su garganta tiene notas bellísimas. ¿Que lástima que todo eso no tenga sentido alguno, que no persiga ningún fin práctico!" 

Y volviendo a su habitación, se acostó sobre su jergoncillo y se puso a pensar en su adorada. 

Al poco rato se quedo dormido. 

Y cuando la luna brillaba en los cielos, el ruiseñor voló al rosal y colocó su pecho contra las espinas. 

Y toda la noche cantó con el pecho apoyado sobre las espinas, y la fría luna de cristal se detuvo y estuvo escuchando toda la noche. 

Cantó durante toda la noche, y las espinas penetraron cada vez más en su pecho, y la sangre de su vida fluía de su pecho. 

Al principio cantó el nacimiento del amor en el corazón de un joven y de una muchacha, y sobre la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, canción tras canción. 

Primero era pálida como la bruma que flota sobre el río, pálida como los pies de la mañana y argentada como las alas de la aurora. 

La rosa que florecía sobre la rama más alta del rosal parecía la sombra de una rosa en un espejo de plata, la sombra de la rosa en un lago. 

Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas. 

-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada. 

Entonces el ruiseñor se apretó más contra las espinas y su canto fluyó más sonoro, porque cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una virgen. 

Y un delicado rubor apareció sobre los pétalos de la rosa, lo mismo que enrojece la cara de un enamorado que besa los labios de su prometida. 

Pero las espinas no habían llegado aún al corazón del ruiseñor; por eso el corazón de la rosa seguía blanco: porque sólo la sangre de un ruiseñor puede colorear el corazón de una rosa. 

Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas. 

-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada. 

Entonces el ruiseñor se apretó aún más contra las espinas, y las espinas tocaron su corazón y él sintió en su interior un cruel tormento de dolor. 

Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque cantaba el amor sublimado por la muerte, el amor que no termina en la tumba. 

Y la rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Bengala. Purpúreo era el color de los pétalos y purpúreo como un rubí era su corazón. 

Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron a batir y una nube se extendió sobre sus ojos. 

Su canto se fue debilitando cada vez más. Sintió que algo se le ahogaba en la garganta. 

Entonces su canto tuvo un último destello. La blanca luna le oyó y olvidándose de la aurora se detuvo en el cielo. 

La rosa roja le oyó; tembló toda ella de arrobamiento y abrió sus pétalos al aire frío del alba. 

El eco le condujo hacia su caverna purpúrea de las colinas, despertando de sus sueños a los rebaños dormidos. 

El canto flotó entre los cañaverales del río, que llevaron su mensaje al mar. 

-Mira, mira -gritó el rosal-, ya está terminada la rosa. 

Pero el ruiseñor no respondió; yacía muerto sobre las altas hierbas, con el corazón traspasado de espinas. 

A medio día el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera. 

-¡Qué extraña buena suerte! -exclamó-. ¡He aquí una rosa roja! No he visto rosa semejante en toda vida. Es tan bella que estoy seguro de que debe tener en latín un nombre muy enrevesado. 

E inclinándose, la cogió. 

Inmediatamente se puso el sombrero y corrió a casa del profesor, llevando en su mano la rosa. 

La hija del profesor estaba sentada a la puerta. Devanaba seda azul sobre un carrete, con un perrito echado a sus pies. 

-Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -le dijo el estudiante-. He aquí la rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá cuanto te quiero. 

Pero la joven frunció las cejas. 

-Temo que esta rosa no armonice bien con mi vestido -respondió-. Además, el sobrino del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y ya se sabe que las joyas cuestan más que las flores. 

-¡Oh, qué ingrata eres! -dijo el estudiante lleno de cólera. 

Y tiró la rosa al arroyo. 

Un pesado carro la aplastó. 

-¡Ingrato! -dijo la joven-. Te diré que te portas como un grosero; y después de todo, ¿qué eres? Un simple estudiante. ¡Bah! No creo que puedas tener nunca hebillas de plata en los zapatos como las del sobrino del chambelán. 

Y levantándose de su silla, se metió en su casa. 

"¡Qué tontería es el amor! -se decía el estudiante a su regreso-. No es ni la mitad de útil que la lógica, porque no puede probar nada; habla siempre de cosas que no sucederán y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y como en nuestra época todo estriba en ser práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la metafísica." 

Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran libro polvoriento y se puso a leer.