lunes, 4 de marzo de 2013

Jean Paul - Discurso de Cristo muerto

Discurso de Cristo muerto desde lo alto del cosmos, diciendo que no hay Dios
por Jean Paul




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La osadía de esta ficción queda disculpada por el objetivo que pretende. Los negadores de la existencia de Dios la rechazan con el mismo escaso sentimiento con que la admiten la mayoría de sus defensores. Igual que avaros coleccionistas de monedas, así lo único que reunimos en nuestros sistemas, aun en los verdaderos, son siempre meros vocablos, fichas de juego, medallas; y solo más tarde cambiamos los vocablos por los sentimientos, las monedas por goces. Veinte años puede pasarse una persona creyendo en la inmortalidad del alma y solo en el año vigésimo primero, en un gran minuto, se queda asombrada de la inmensa riqueza de esta fe, del calor que se esconde en tal fuente de nafta.

Así es también como yo me he quedado aterrorizado al ver el calor ponzoñoso que emana del sistema del ateísmo y que, envolviendo el corazón de quien penetra en él por primera vez, se lo asfixia. Menos dolores me preocupará a mí negar la inmortalidad que la divinidad, pues en el primer caso pierdo solamente un mundo cubierto de nieblas, mientras que lo que en el segundo caso lo que pierdo es este mundo actual, es decir, su Sol. La mano del ateísmo hace añicos el universo espiritual entero, lo rompe en innumerables puntos de Yoes, que, como si fueran bolitas de mercurio, centellean, se escurren, van de un lado al otro, se juntan y separan, ya que carecen de unidad y consistencia. En el universo nadie está tan solo como el hombre que niega a Dios; su corazón, que ha perdido al más grande de los padres, se halla huérfano; y ese hombre está de duelo junto al cadáver inmenso de la Naturaleza, al que ningún espíritu universal otorga movilidad ni cohesión y que va creciendo dentro de su tumba. Y está de duelo hasta que se desprende a si mismo, parecido a una miga de pan, de aquella masa muerta. Ante él se halla quieto el mundo entero como la gran esfinge egipcia, hecha de piedra y asentada en la arena; y el universo es la fría mascara de hierro de la eternidad informe.

Es mi intención además meter el miedo en el cuerpo con esta ficción mía algunos leídos profesorcillos, pues en verdad esos hombres, desde que han sido tomados a sueldo para ejecutar, cual si fueran presos condenados a trabajos forzados, las tareas de la obra hidráulica y el apeo de mina de la filosofía crítica, andan inquiriendo ahora sobre la existencia de Dios con igual sangre fría e igual corazón helado que si se tratara de la existencia del unicornio o de la de ese animal marino fabuloso de que hablan los noruegos.

Para otras personas, para las que no han ido tan lejos como los susodichos profesorzuelos, quisiera señalar que cabe unir sin contradicción la creencia en el ateísmo y la creencia en la inmortalidad, pues la necesidad que en esta vida arroja dentro del cáliz de una flor y bajo un sol la brillante gota de rocío que es mi Yo, esa misma Necesidad puede sin duda repetir tal cosa en la segunda vida; y hasta le resultará más fácil que en la primera ocasión hacer que yo me encarne por segunda vez.

* * *

Cuando en nuestra infancia oímos contar que la hora de la medianoche, en el momento en que nuestro dormir llega muy cerca de nuestra alma y nos entenebrece incluso los sueños, los muertos se desvelan y ejecutan en las iglesias un remedo de la misa de los vivos, cuando oímos contar eso, sentimos horror de la muerte a causa de los muertos. Y en nuestra soledad nocturna desviamos los ojos de los alargados ventanales de la iglesia silenciosa y nos da miedo investigar si las fluorescencias que en ellos brillan se deben a la luz que cae de la Luna.

La infancia, y más todavía sus espantos que sus éxtasis, recobran alas y brillo en nuestros sueños y, cual si fueran pequeñas luciérnagas, se entregan a sus juegos en la pequeña noche de nuestra alma. ¡No nos aplastéis esas centellas que ahí revolotean! ¡Dejadnos incluso nuestros sueños oscuros y desagradables, que son como penumbras de la realidad, pero que nos impulsan hacia arriba! ¿Con qué va nadie a reemplazarnos esos sueños, los que nos alejan de los estruendos inferiores de la catarata y nos conducen hasta la callada cumbre de la infancia, allí donde el río de la vida, aún silencioso en su pequeña planicie, y parecido a un espejo del cielo, se encaminaba hacia sus abismos?

Un atardecer de verano me hallaba yo tendido en un monte de cara al Sol y me quedé dormido. Entonces me soñé que me despertaba en un camposanto. Lo que me desvelaba era la maquinaria siempre en movimiento del reloj de la torre, que estaba dando las once en aquel momento. En el cielo nocturno, que se hallaba completamente vacío, yo buscaba el Sol, pues creía que un eclipse lo ocultaba con la luna. Todas las tumbas estaban abiertas; y las puertas de hierro del osario, como si unas manos invisibles las moviesen, se abrían y se cerraban. Sombras rápidas, sombras que nadie proyectaba, se deslizaban por los muros, y había otras que se elevaban por los aires. Los únicos que seguían dormidos en sus abiertos ataúdes eran los niños. Del cielo colgaba formando grandes pliegues, sólo una niebla grisácea y pesada, que una sombra gigantesca iba acercando; aquella niebla se parecía a una red y a cada momento se volvía más estrecha y ardiente. Yo oía por encima de mí la lejana caída de los aludes, y por debajo las primeras pisadas de un inmenso temblor de tierra. Dos inacabables notas disonantes, que dentro de la iglesia luchaban entre sí e inútilmente procuraban confluir en un sonido armonioso, hacían que la iglesia oscilase arriba y abajo. De vez en cuando un resplandor grisáceo se aproximaba convulso hacia los ventanales y a su luz podía verse como se deslizaban por ellos el plomo y el hierro derretidos. La red de aquella niebla y el suelo oscilante me empujaban dentro del templo; dos basiliscos que desprendían chispas hallábanse apostados en dos setos de plantas venenosas delante de sus puertas. Yo iba avanzando a través de sombras desconocidas en las que estaba impresa la huella de varios siglos.

Todas ellas se hallaban congregadas en torno al altar y a todas les temblaba y palpitaba, no el corazón, sino el pecho. El único muerto al que no le temblaba el pecho era uno que, enterrado recientemente en la iglesia, aún reposaba sobre sus almohadones; en su rostro, cruzado por una sonrisa, quedaba la huella de un sueño feliz. Pero como entraba un viviente, también aquel muerto se desvelaba; y de su rostro desaparecía la sonrisa. Haciendo un gran esfuerzo levantaba sus pesados párpados, pero allí dentro no había ojos, y no era un corazón, sino una herida, lo que había en su pecho palpitante. Alzaba sus manos y las juntaba para rezar, pero sus brazos se alargaban y se desprendían, y las manos aún juntas, iban a caer lejos. Arriba, en lo alto de la cúpula de la iglesia, se hallaba la esfera del reloj de la Eternidad. No aparecían en ellas números que indicasen las horas, la esfera misma era su propia aguja; solo un dedo negro apuntaba hacia allí. Y los muertos querían ver el Tiempo en aquel reloj.

De lo alto descendía hasta el altar en aquel momento una noble figura en la que se advertía un dolor inextinguible. Y todos los muertos gritaban:

- Cristo, ¿es que no hay Dios?

Y él respondía:

- No lo hay

La sombra entera de cada uno de los muertos, y no solo su pecho, se estremecía
entonces violentamente; y aquel temblor iba dispersándolos uno tras otro.

Y Cristo continuaba:

- He cruzado los mundos, he penetrado en los soles, he volado en compañía de las vías lácteas por los desiertos del cielo; pero no hay Dios. Hasta donde llega la sombra del ser, hasta allí he bajado, y he mirado en aquel abismo, y he llamado: “Padre ¿Dónde estás?”, pero lo único que hasta mis oídos ha llegado ha sido el estruendo de la tempestad que nadie gobierna. Y encima del abismo estaba el brillante arco iris formado por los seres, sin ningún sol que lo hubiese creado; y de aquel arco iris se desprendían gotas. Y cuando he alzado la vista hacia el inmenso mundo, buscando el ojo de Dios, el mundo me ha mirado con sus cuencas; estaban vacías y no tenían fondo. Y la eternidad yacía sobre el Caos, y lo roía, y se rumiaba a sí misma. Seguid chillando, notas disonantes, dispersar con vuestros chillidos las sombras. ¡Pues Él no existe!

Igual que un vaho blanco al que el frío helado ha dotado de forma, se deshace ante un soplo cálido, así se desvanecían aleteando aquellas sombras descoloridas; y todo quedaba vacío. En el templo penetraban entonces, cosa terrible para el corazón, los niños muertos, que se habían desvelado en el camposanto; se prosternaban ante la elevada figura que estaba en el altar y decían:

- ¡Jesús!, ¿es que no tenemos padre?

Y llorando a lágrima viva, Jesús respondía:

- Todos nosotros somos huérfanos, ni yo ni vosotros tenemos padre.

En aquel momento el chirrido de las notas disonantes se hacía cada vez más fuerte y las temblorosas paredes del templo se alejaban unas de otras. Y el templo y los niños se hundían, y a continuación se hundía la tierra, y se hundía el sol, y se hundía con toda su inmensidad el cosmos entero. Y, a medida que se hundían, todas esas cosas iban pasando a nuestro lado.

Y allá arriba, en las cúspide de la inmensa Naturaleza, estaba erguido Cristo y bajaba sus ojos hacia el cosmos, atravesados por mil soles; lo que Cristo contemplaba era, por así decir, la mina excavada en la noche eterna, mina por la que caminaban los soles como lámparas de mineros y las vías lácteas como venas de plata.

Y mientras Cristo estaba mirando la rechinante aglomeración de los mundos y la danza de antorchas de los fuegos fatuos del cielo y los bancos de coral de los corazones palpitantes, mientras veía cómo, a las bolas de agua que derraman luces flotantes sobre las olas, así las bolas de los mundos iban una tras otra sus fosforescentes luces en el mar de lo muerto, mientras veía aquello, Cristo el más grande de los seres finitos, alzaba sus ojos hacia la Nada y hacia la vacía inmensidad y decía:

- ¡Oh, Nada rígida y muda! ¡Oh, necesidad fría y eterna! ¡Oh, Azar loco! ¿Conocéis estas cosas que quedan debajo de vosotros? ¿Cuándo romperéis a golpes este cosmos y a mí con él? ¡Oh, Azar! ¿Tienes tu conocimiento de estas cosas cuando recorres con tus huracanes la tempestad de nieve de las estrellas y vas apartando uno tras otro con tu soplo los soles y a tu paso va dando destellos el luciente rocío de los astros? ¡Qué solo se encuentra cada uno de nosotros en esta vasta cripta del universo! Lo único que está a mi lado soy yo. ¡Oh, Padre!, ¿dónde está tu infinito pecho para que pueda descansar en él? Ay, ya que cada uno es su propio padre y su propio creador, ¿por qué no puede ser también su propio ángel exterminador...? Eso que está ahí, junto a mí, ¿continúa siendo un ser humano? ¡Eh, tú, pobre hombre! Vuestra pequeña vida es un suspiro de la Naturaleza, o sólo el eco de ese suspiro. Un espejo cóncavo lanza sus rayos en las nubes de polvo hechas de ceniza muerta, los deja caer sobre vuestra Tierra y entonces surgís vosotros, imágenes oscilantes y cubiertas de nubes. Baja tu mirada, hombre, bájala hacia el abismo, sobre el que se desplazan nubes de polvo. Desde el mar de lo muerto ascienden nieblas llenas de mundos; una niebla que sube es el futuro, y el presente, la niebla que cae. ¿Reconoces esa Tierra tuya?

En aquel momento miraba Cristo hacia abajo y sus ojos se llenaban de lágrimas y decía:

- Ay, yo estuve también en la tierra; pero en aquel tiempo yo aun era feliz, aun tenía a mi padre infinito, aun miraba alegre desde los montes hacia el inmenso cielo y apretaba mi taladrado pecho contra su imagen aliviadora, y hasta en la acerba muerte decía: “¡Oh, Padre, saca a tu hijo de esta sangrienta envoltura y llévalo hasta tu corazón!”... Ay, vosotros afortunadísimos habitantes de la Tierra, vosotros seguís creyendo en Él. Tal vez en este preciso instante esté poniéndose vuestro Sol, y entre flores, resplandor y lágrimas de alegría: “También a mí me conoces tú, ¡oh, Infinito!, y conoces asimismo todas mis heridas, y después de la muerte me acogerás y me las cerrarás todas...”. Oh, desventurados, no serán cerradas vuestras heridas después de la muerte. Cuando, cubiertas de ellas su espalda, ese ser lastimoso que es el hombre se eche en tierra para encaminarse adormilado hacia su hermosa mañana llena de verdad, llena de virtud y de alegría, cuando eso ocurra, el hombre se despertará en el tempestuoso caos, en la medianoche eterna. ¡Y no llegará ninguna mañana, no llegará ninguna mano que cure, no llegará ningún padre infinito! Oh, tú, mortal que te hallas ahí a mi lado, si aún estás vivo, ¡adóralo! Pues de lo contrario lo habrás perdido para siempre.

Y mientras yo iba descendiendo y mirando el resplandeciente cosmos, lo que veía eran los levantados anillos de la gigantesca serpiente de la Eternidad, que estaba tumbada alrededor del universo de los mundos. Y los anillos descendían y la serpiente rodeaba con un doble cerco el universo: luego se enroscaba de mil maneras en torno a la Naturaleza, y aplastando los mundos los dispersaba, y machacando el templo infinito lo reducía a las dimensiones de una iglesia de camposanto. Y todo se volvía angosto, sombrío y medroso. Y el badajo desmesuradamente largo de una campana iba a dar la última hora del Tiempo y a hacer pedazos el cosmos... Y fue en ese instante cuando me desperté.

Mi alma lloró de alegría de poder volver a adorar a Dios; la alegría y el llanto y la fe en Dios eran mi oración. Y cuando me puse en pie el Sol brillaba a baja altura en el horizonte, detrás de las purpúreas espigas henchidas de grano, y lanzaba apaciblemente el resplandor de su luz crepuscular hacia la pequeña Luna que, sin Aurora, iba descendiendo en la mañana. Y entre el Cielo y la Tierra desplegaba sus cortas alas un mundo perecedero, pero alegre, que, igual que yo, vivía en presencia del Padre infinito. Y de la entera Naturaleza que me rodeaba brotaban unos sonidos apacibles; parecía que tocasen al atardecer.

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