miércoles, 13 de marzo de 2013

Enrique Anderson Imbert - El suicida

El suicida
por Enrique Anderson Imbert




Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.

Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.

¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.

Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.

Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez.

Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.

Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.

martes, 12 de marzo de 2013

Fernando Arrabal - Oración

Oración
por Fernando Arrabal



PERSONAJES:
FIDO y LILBE, hombre y mujer

Un ataúd negro de niño. Cuatro velas. Un Cristo de hierro. Una cortina negra de fondo. Esta obra tiene un solo cuadro. 

Oscuridad. Llanto de un recién nacido. De pronto, grito terrible del bebé, seguido inmediatamente del silencio.


FIDIO.–Desde hoy seremos buenos y puros.

LILBE.–¿Qué te pasa?

FIDIO.–Digo que desde hoy seremos buenos y puros como los ángeles.

LILBE.–¿Nosotros?

FIDIO.–Sí.

LILBE.–No vamos a poder.

FIDIO.–Tienes razón. (Pausa.) Será muy difícil. (Pausa.) Lo intentaremos. 

LILBE.–¿Cómo?

FIDIO.–Cumpliendo la ley de Dios.

LILBE.–Se me ha olvidado.

FIDIO.–A mí también.

LILBE.–Entonces, ¿cómo vamos a hacer?

FIDIO.–¿Para saber qué es bueno y qué es malo?

LILBE.–Sí.

FIDIO.–He comprado la Biblia.

LILBE.–¿Eso basta?

FIDIO.–Sí, nos bastará.

LILBE.–¿Seremos santos?

FIDIO.–Eso es demasiado. (Pausa.) Pero lo podemos intentar.

LILBE.–Va a ser muy diferente.

FIDIO.–Sí, mucho.

LILBE.–Así no nos aburriremos como ahora.

FIDIO.–Además, hará muy bonito.

LILBE.–¿Estás seguro?

FIDIO.–Sí, sin duda.

LILBE.–Léeme un poco del libro.

FIDIO.–¿De la Biblia?

LILBE.–Sí.

FIDIO.–(Leyendo.) “En el principio Dios creó el cielo y la tierra.” (Entusiasmado.) ¡Qué bonito!

LILBE.–Sí, es muy bonito.

FIDIO.–(Leyendo.) «Dios dijo: “Que la luz sea”. Y la luz fue. Dios vio que la luz era buena y separó la luz de las tinieblas. Dios llamó a la luz Día, y a las tinieblas, Noche. La noche llegó después de la mañana: esto fue el primer día.»

LILBE.–¿Así comenzó todo?

FIDIO.–Sí. Ves qué sencillo y qué bonito.

LILBE.–Sí. Me lo habían explicado de una forma mucho más complicada. 

FIDIO.–¿Lo del cosmos?

LILBE.–(Sonríe.) Sí.

FIDIO.–(Sonríe.) A mí también.

LILBE.–(Sonríe.) Y también lo de la evolución.

FIDIO.–¡Qué cosas!

LILBE.–Léeme un poco más.

FIDIO.–(Leyendo.) «Dios hizo al hombre de barro. Luego le inspiró en la nariz un espíritu de vida y el hombre se convirtió en un ser viviente.» (Pausa.) «Entonces el Señor hizo dormir profundamente al hombre. Cuando estuvo dormido le quitó una costilla; el hueco que hizo lo tapó con carne. Con esta costilla que había quitado al hombre, Dios hizo a la mujer.»

FIDO y LILBE se besan.

LILBE.–(Intranquila.) ¿Y nos podremos acostar juntos como antes?

FIDIO.–No.

LILBE.–¿Tendré que dormir sola entonces?

FIDIO.–Sí.

LILBE.–Voy a tener mucho frío.

FIDIO.–Te acostumbrarás.

LILBE.–¿Y tú? ¿No vas a tener frío?

FIDIO.–Sí, también.

LILBE.–Así no reñiremos cuando te lleves tú toda la sábana.

FIDIO.–Claro.

LILBE.–La bondad. Fue cosa tan difícil.

FIDIO.–Sí, muy difícil.

LILBE.–¿Podré mentir?

FIDIO.–No.

LILBE.–¿Ni siquiera mentiras pequeñas?

FIDIO.–Ni siquiera.

LILBE.–¿Y robar naranjas a la mujer del puesto?

FIDIO.–Tampoco.

LILBE.–¿No podremos ir a divertirnos, como antes, al cementerio?

FIDIO.–Sí, ¿por qué no vamos a poder?

LILBE.–¿Y podremos pinchar a los muertos en los ojos, como antes?

FIDIO.–Eso no.

LILBE.–¿Y matar?

FIDIO.–No.

LILBE.–¿Entonces es que vamos a dejar que la gente siga viviendo?

FIDIO.–Claro.

LILBE.–Peor para ellos.

FIDIO.–¿No te das cuenta de lo que es un ser bueno?

LILBE.–No. (Pausa.) ¿Y tú?

FIDIO.–No muy bien. (Pausa.) Pero tengo el libro. Así lo sabré. 

LILBE.–Siempre con el libro.

FIDIO.–Siempre.

LILBE.–¿Y qué pasará luego?

FIDIO.–Iremos al cielo.

LILBE.–¿Los dos?

FIDIO.–Si los dos nos portamos bien, sí.

LILBE.–¿Y qué haremos en el cielo?

FIDIO.–Divertirnos.

LILBE.–¿Siempre?

FIDIO.–Sí, siempre.

LILBE.–(Incrédula.) No es posible.

FIDIO.–Sí, sí es posible.

LILBE.–¿Por qué?

FIDIO.–Porque Dios es todopoderoso. Dios hace cosas imposibles. Milagros. 

LILBE.–¡Vaya!

FIDIO.–Y además de la forma más sencilla.

LILBE.–Yo en su caso haría lo mismo.

FIDIO.–Mira lo que dice la Biblia: «A Jesús, el Hijo de Dios, se le llevó un ciego para que le sanara. Jesús le puso saliva sobre los ojos y le preguntó: “¿Ves algo?” El ciego, mirando, dijo: “Veo los hombres, también veo los árboles como si anduvieran”. Inmediatamente Jesús le puso de nuevo las manos sobre los ojos, el ciego vio claramente y fue curado y distinguía perfectamente de lejos».

LILBE.–Qué bonito.

FIDIO.–Él dijo que debíamos ser buenos.

LILBE.–Entonces seremos buenos.

FIDIO.–Y que deberíamos ser como niños.

LILBE.–¿Como niños?

FIDIO.–Sí, puros como niños.

LILBE.–Qué difícil.

FIDIO.–Lo intentaremos.

LILBE.–¿Por qué te ha dado esta manía ahora?

FIDIO.–Me canso.

LILBE.–¿Sólo por eso?

FIDIO.–Además lo que hacíamos hasta ahora era muy feo.

LILBE.–¿Y eso del cielo qué será?

FIDIO.–Es el sitio al que iremos después de muertos.

LILBE.–¿Tan tarde?

FIDIO.–Sí.

LILBE.–¿No se puede ir antes?

FIDIO.–No.

LILBE.–Pues vaya gracia.

FIDIO.–Sí, eso es lo peor.

LILBE.–¿Y qué haremos en el cielo?

FIDIO.–Ya te lo he dicho: divertirnos.

LILBE.–Quería oírtelo otra vez. (Pausa.) Parece imposible.

FIDIO.–Seremos como los ángeles.

LILBE.–¿Como los buenos o como los otros?

FIDIO.–Los otros no están en el cielo. Los otros son los demonios y están en el infierno.

LILBE.–¿Y qué hacen allí?

FIDIO.–Sufren mucho, se queman.

LILBE.–Pues vaya cambio.

FIDIO.–Es que esos ángeles fueron muy malos y se rebelaron contra Dios. 

LILBE.–¿Por qué?

FIDIO.–Por orgullo. Querían ser más que Dios.

LILBE.–Qué exagerados.

FIDIO.–Sí, mucho.

LILBE.–Nosotros nos conformaremos con mucho menos. Oye, quiero comenzar a ser buena enseguida.

FIDIO.–Ahora mismo empezaremos.

LILBE.–¿Así sin más?

FIDIO.–Sí.

LILBE.–Nadie se va a dar cuenta.

FIDIO.–Sí, se dará cuenta Dios.

LILBE.–¿Es cierto?

FIDIO.–Sí, Dios lo ve todo.

LILBE.–¿Incluso ve cuando orino?

FIDIO.–Sí, incluso.

LILBE.–Me va a dar mucha vergüenza desde ahora.

FIDIO.–Dios apunta con letras de oro en un libro muy bonito las cosas buenas que haces y en un libro muy malo y con letra muy fea los pecados.

LILBE.–Seré buena. Quiero que escriba siempre con letras de oro.

FIDIO.–No sólo debes ser buena por eso.

LILBE.–¿Por qué más?

FIDIO.–Por lo de la felicidad.

LILBE.–¿Qué de la felicidad?

FIDIO.–Por ser feliz.

LILBE.–¿También podré ser feliz con eso de ser buena?

FIDIO.–Sí, también.

LILBE.–¿Es que eso de la felicidad existe?

FIDIO.–Sí. (Pausa.) Eso dicen.

LILBE.–(Triste.) ¿Y de lo que hemos hecho antes, qué?

FIDIO.–¿Lo que hemos hecho malo?

LILBE.–Sí.

FIDIO.–Nos tendremos que confesar.

LILBE.–¿Todo?

FIDIO.–Sí, todo.

LILBE.–¿También que tú me desnudas para que tus amigos se acuesten conmigo?

FIDIO.–Sí, eso también.

LILBE.–(Triste.) ¿Y también... que le hemos matado? (Señala el ataúd.)

FIDIO.–Sí, también. (Pausa triste.) No deberíamos haberle matado. (Pausa.) Somos malos. (Pausa.) Tenemos que ser buenos.

LILBE.–(Triste.) Lo matamos por lo mismo.

FIDIO.–¿Por lo mismo?

LILBE.–Sí, lo matamos para divertirnos.

FIDIO.–Sí.

LILBE.–Y no nos divertimos nada más que un momento.

FIDIO.–Sí.

LILBE.–Con esto de ser buenos ¿no pasará lo mismo?

FIDIO.–No, esto es más completo.

LILBE.–¿Más completo?

FIDIO.–Y más bonito.

LILBE.–¿Y más bonito?

FIDIO.–Sí, ¿sabes cómo nació el Hijo de Dios? (Pausa.) Ocurrió hace muchos años. Nació en un portal muy pobre de Belén y como no tenía dinero para la calefacción, una vaquita y un burrito le calentaban con el aliento que le echaban. Además, como la vaquita estaba muy contenta de servir a Dios, hacía «mu, mu» y el burrito relinchaba. Y la mamá del Niño, que era la Madre de Dios, lloraba y su marido la consolaba.

LILBE.–Eso me gusta mucho.

FIDIO.–A mí también.

LILBE.–¿Y qué le pasó al Niño?

FIDIO.–Él no dijo nada a pesar de que era Dios. Por eso, como los hombres eran malos, no le dieron casi de comer.

LILBE.–Vaya gente.

FIDIO.–Pero un día, en un reino muy lejano, unos reyes que eran muy buenos vieron una estrellita colgada del cielo que se movía. Ellos la siguieron. 

LILBE.–¿Quiénes eran esos reyes?

FIDIO.–Eran Melchor, Gaspar y Baltasar.

LILBE.–¿Los de los juguetes y los zapatos?

FIDIO.–Sí. (Pausa.) Y venga a seguir la estrella, y venga a seguirla, hasta que un día llegaron al portal de Belén. Entonces le regalaron al Niño todo lo que llevaban en los camellos: muchos juguetes y caramelos y también chocolate. (Pausa. Sonríen entusiasmados.) ¡Ah! Se me olvidaba. También le regalaron oro, incienso y mirra.

LILBE.–¡Qué cosas!

FIDIO.–Así el Niño se puso muy contento y sus papás también, y también la vaquita y el burrito.

LILBE.–¿Y luego qué pasó?

FIDIO.–Luego el Niño ayudó a su padre, que era carpintero, a hacer sillas y mesas. Como era muy bueno su mamá le daba muchos besos.

LILBE.–¡Qué niño tan diferente!

FIDIO.–Era Dios.

LILBE.–Si es así...

FIDIO.–Lo bueno es que no hiciera ningún milagro entonces, para comer mejor o para tener trajes caros.

LILBE.–¿Y qué pasó?

FIDIO.–Luego se hizo hombre y le mataron: le crucificaron con clavos en los pies y en las manos. ¿Te das cuenta?

LILBE.–(Contenta.) Vaya daño que le harían.

FIDIO.–Sí, mucho.

LILBE.–Lloraría mucho.

FIDIO.–No, nada. Se contenía. Además, para mayor escarnio le pusieron en medio de dos ladrones.

LILBE.–¿De los malos o de los simpáticos?

FIDIO.–De los malos, de los más malos que había, los dos peores que había entonces.

LILBE.–Eso sí que está mal.

FIDIO.–¡Ah! Luego resultó que uno de los ladrones era más bien de pega. Un tío tramposo.

LILBE.–¿Tramposo?

FIDIO.–Sí, había hecho creer que era malo y luego resultaba que era bueno. 

LILBE.–¿Y qué pasó?

FIDIO.–Pues que Dios murió en la cruz.

LILBE.–¿Sí?

FIDIO.–Sí. Pero al tercer día resucitó.

LILBE.–(Contenta.) ¡Ah!

FIDIO.–Y con ello todos se dieron cuenta de que lo que él decía era verdad. 

LILBE.–(Entusiasmada.) Quiero ser buena.

FIDIO.–Yo también.

LILBE.–Enseguida.

FIDIO.–Sí, enseguida.

LILBE.–Quiero ser como el Niño que nació en el portal... 

FIDIO.–Yo también.

(FIDIO coge las manos a LILBE.)

LILBE.–(Intranquila.) ¿Y en qué pasaremos el tiempo?

FIDIO.–En hacer cosas buenas.

LILBE.–¿Todo el tiempo?

FIDIO.–Bueno, casi todo el tiempo.

LILBE.–¿Y en el resto del tiempo?

FIDIO.–Podemos ir a la casa de fieras.

LILBE.–Para ver la cosa del mono.

FIDIO.–No. (Pausa.) Para ver las gallinas y las palomas.

LILBE.–¿Y qué más podremos hacer?

FIDIO.–Tocaremos la ocarina.

LILBE.–¿La ocarina?

FIDIO.–Sí.

LILBE.–Bueno. (Pausa.) ¿No es malo?

FIDIO.–(Reflexiona.) No. No creo.

LILBE.–¿Y cómo haremos para ser buenos totalmente?

FIDIO.–Verás. Que vemos que a alguien le molesta una cosa que hacemos, pues bien, no la haremos. Que vemos que a alguien le gustaría que hiciéramos algo, pues vamos y lo hacemos. Que vemos que un pobre viejo y paralítico no tiene a nadie, pues entonces vamos a visitarlo.

LILBE.–¿No le matamos?

FIDIO.–¡No!

LILBE.–¡Pobre viejo!

FIDIO.–Pero no ves que matar ya no se puede.

LILBE.–¡Ah! Sigue.

FIDIO.–Que vemos que una mujer lleva un gran peso, pues vamos y la ayudamos. (Voz de juez.) Que vemos que se hace una injusticia, pues vamos y la deshacemos.

LILBE.–¿También lo de las injusticias?

FIDIO.–Sí, también.

LILBE.–(Satisfecha.) Vaya tíos tan importantes que vamos a ser.

FIDIO.–Sí, mucho.

LILBE.–(Intranquila.) ¿Y cómo vamos a saber que es una injusticia?

FIDIO.–Lo calcularemos a ojo.

(Silencio.)

LILBE.–Va a ser aburrido.

(Silencio.)

FIDIO.–Va a ser como todo.

(Silencio.)

LILBE.–Acabaremos aburriéndonos también.

(Silencio.)

FIDIO.–Lo intentaremos. 

(A lo lejos se oye Black and blue, de Louis Armstrong.)

lunes, 11 de marzo de 2013

Anne Sexton - La balada de la masturbadora solitaria

La balada de la masturbadora solitaria
por Anne Sexton




Al final del asunto siempre es la muerte.
Ella es mi taller. Ojo resbaladizo,
fuera de la tribu de mí misma mi aliento
te echa en falta. Espanto
a los que están presentes. Estoy saciada.
De noche, sola, me caso con la cama.
Dedo a dedo, ahora es mía.
No está tan lejos. Es mi encuentro.
La taño como a una campana. Me detengo
en la glorieta donde solías montarla.
Me hiciste tuya sobre el edredón floreado.
De noche, sola, me caso con la cama.

Toma, por ejemplo, esta noche, amor mío,
en la que cada pareja mezcla
con un revolcón conjunto, debajo, arriba,
el abundante par espuma y pluma,
hincándose y empujando, cabeza contra cabeza.
De noche, sola, me caso con la cama.

De esta forma escapo de mi cuerpo,
un milagro molesto, ¿Podría poner
en exibición el mercado de los sueños?
Me despliego. Crucifico.
Mi pequeña ciruela, la llamabas.
De noche, sola, me caso con la cama.

Entonces llegó mi rival de ojos oscuros.
La dama acuática, irguiéndos en la playa,
en la yema de los dedos un piano, vergüenza
en los labios y una voz de flauta.
Entretanto, yo pasé a ser la escoba usada.
De noche, sola, me caso con la cama.

Ella te agarró como una mujer agarra
un vestido de saldo de un estante
y yo me rompí como se rompen las piedras.
Te devuelvo tus libros y tu caña de pescar.
El periódico de hoy dice que os habéis casado.
De noche, sola, me caso con la cama.

Muchachos y muchachas son uno esta noche.
Se desabotonan blusas. Se bajan cremalleras.
Se quitan zapatos. Apagan la luz.
Las criaturas destellantes están llenas de mentiras.
Se comen mutuamente. Están más que saciadas.
De noche, sola, me caso con la cama.

viernes, 8 de marzo de 2013

Allen Ginsberg - Aullido

Aullido
por Allen Ginsberg




Para Carl Salomón



I

Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas, arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo, hipsters con cabezas de ángel ardiendo por la antigua conexión celestial con el estrellado dínamo de la maquinaria nocturna,

que pobres y harapientos y ojerosos y drogados pasaron la noche fumando en la oscuridad sobrenatural de apartamentos de agua fría, flotando sobre las cimas de las ciudades contemplando jazz,

que desnudaron sus cerebros ante el cielo bajo el El y vieron ángeles mahometanos tambaleándose sobre techos iluminados,

que pasaron por las universidades con radiantes ojos imperturbables alucinando Arkansas y tragedia en la luz de Blake entre los maestros de la guerra,

que fueron expulsados de las academias por locos y por publicar odas obscenas en las ventanas de la calavera,

que se acurrucaron en ropa interior en habitaciones sin afeitar, quemando su dinero en papeleras y escuchando al Terror a través del muro,

que fueron arrestados por sus barbas púbicas regresando por Laredo con un cinturón de marihuana hacia Nueva York,

que comieron fuego en hoteles de pintura o bebieron trementina en Paradise Alley, muerte, o sometieron sus torsos a un purgatorio noche tras noche,

con sueños, con drogas, con pesadillas que despiertan, alcohol y verga y bailes sin fin,
incomparables callejones de temblorosa nube y relámpago en la mente saltando hacia los polos de Canadá y Paterson, iluminando todo el inmóvil mundo del intertiempo,

realidades de salones de Peyote, amaneceres de cementerio de árbol verde en el patio trasero, borrachera de vino sobre los tejados, barrios de escaparate de paseos drogados luz de tráfico de neón parpadeante, vibraciones de sol, luna y árbol en los rugientes atardeceres invernales de Brooklyn, desvaríos de cenicero y bondadosa luz reina de la mente,

que se encadenaron a los subterráneos para el interminable viaje desde Battery al santo Bronx en benzedrina hasta que el ruido de ruedas y niños los hizo caer temblando con la boca desvencijada y golpeados yermos de cerebro completamente drenados de brillo bajo la lúgubre luz del Zoológico,

que se hundieron toda la noche en la submarina luz de Bickford salían flotando y se sentaban a lo largo de tardes de cerveza desvanecida en el desolado Fugazzi’s, escuchando el crujir del Apocalipsis en el jukebox de hidrógeno,

que hablaron sin parar por setenta horas del parque al departamento al bar a Bellevue al museo al puente de Brooklyn, un batallón perdido de conversadores platónicos saltando desde las barandas de salidas de incendio desde ventanas desde el Empire State desde la luna, parloteando gritando vomitando susurrando hechos y memorias y anécdotas y excitaciones del globo ocular y shocks de hospitales y cárceles y guerras, intelectos enteros expulsados en recuerdo de todo por siete días y noches con ojos brillantes, carne para la sinagoga arrojada en el pavimento,

que se desvanecieron en la nada Zen Nueva Jersey dejando un rastro de ambiguas postales del Atlantic City Hall, sufriendo sudores orientales y crujidos de huesos tangerinos y migrañas de la china con síndrome de abstinencia en un pobremente amoblado cuarto de Newark,

que vagaron por ahí y por ahí a medianoche en los patios de ferrocarriles preguntándose dónde ir, y se iban, sin dejar corazones rotos,

que encendieron cigarrillos en furgones furgones furgones haciendo ruido a través de la nieve hacia granjas solitarias en la abuela noche,

que estudiaron a Plotino Poe San Juan de la Cruz telepatía bop kabbalah porque el cosmos instintivamente vibraba a sus pies en Kansas,

que vagaron solos por las calles de Idaho buscando ángeles indios visionarios que fueran ángeles indios visionarios,

que pensaron que tan sólo estaban locos cuando Baltimore refulgió en un éxtasis sobrenatural,

que subieron en limosinas con el chino de Oklahoma impulsados por la lluvia de pueblo luz de calle en la medianoche invernal,

que vagaron hambrientos y solitarios en Houston en busca de jazz o sexo o sopa, y siguieron al brillante Español para conversar sobre América y la Eternidad, una tarea inútil y así se embarcaron hacia África,

que desaparecieron en los volcanes de México dejando atrás nada sino la sombra de jeans y la lava y la ceniza de la poesía esparcida en la chimenea Chicago,

que reaparecieron en la costa oeste investigando al F.B.I. con barba y pantalones cortos con grandes ojos pacifistas sensuales en su oscura piel repartiendo incomprensibles panfletos,

que se quemaron los brazos con cigarrillos protestando por la neblina narcótica del tabaco del Capitalismo,

que distribuyeron panfletos supercomunistas en Union Square sollozando y desnudándose mientras las sirenas de Los Álamos aullaban por ellos y aullaban por la calle Wall, y el ferry de Staten Island también aullaba,

que se derrumbaron llorando en gimnasios blancos desnudos y temblando ante la maquinaria de otros esqueletos,

que mordieron detectives en el cuello y chillaron con deleite en autos de policías por no cometer más crimen que su propia salvaje pederastia e intoxicación,

que aullaron de rodillas en el subterráneo y eran arrastrados por los tejados blandiendo genitales y manuscritos,

que se dejaron follar por el culo por santos motociclistas, y gritaban de gozo,

que mamaron y fueron mamados por esos serafines humanos, los marinos, caricias de amor Atlántico y Caribeño,

que follaron en la mañana en las tardes en rosales y en el pasto de parques públicos y cementerios repartiendo su semen libremente a quien quisiera venir,

que hiparon interminablemente tratando de reír pero terminaron con un llanto tras la partición de un baño turco cuando el blanco y desnudo ángel vino para atravesarlos con una espada,

que perdieron sus efebos por las tres viejas arpías del destino la arpía tuerta del dólar heterosexual la arpía tuerta que guiña el ojo fuera del vientre y la arpía tuerta que no hace más que sentarse en su culo y cortar las hebras intelectuales doradas del telar del artesano,

que copularon extáticos e insaciables con una botella de cerveza un amorcito un paquete de cigarrillos una vela y se cayeron de la cama, y continuaron por el suelo y por el pasillo y terminaron desmayándose en el muro con una visión del coño supremo y eyacularon eludiendo el último hálito de conciencia,

que endulzaron los coños de un millón de muchachas estremeciéndose en el crepúsculo, y tenían los ojos rojos en las mañanas pero estaban preparados para endulzar el coño del amanecer, resplandecientes nalgas bajo graneros y desnudos en el lago,

que salieron de putas por Colorado en miríadas de autos robados por una noche, N.C. héroe secreto de estos poemas, follador y Adonis de Denver -regocijémonos con el recuerdo de sus innumerables jodiendas de muchachas en solares vacíos y patios traseros de restaurantes, en desvencijados asientos de cines, en cimas de montañas, en cuevas o con demacradas camareras en familiares solitarios levantamientos de enaguas y especialmente secretos solipsismos en baños de gasolineras y también en callejones de la ciudad natal,

que se desvanecieron en vastas y sórdidas películas, eran cambiados en sueños, despertaban en un súbito Manhattan y se levantaron en sótanos con resacas de despiadado Tokai y horrores de sueños de hierro de la tercera avenida y se tambalearon hacia las oficinas de desempleo,

que caminaron toda la noche con los zapatos llenos de sangre sobre los bancos de nieve en los muelles esperando que una puerta se abriera en el East River hacia una habitación llena de vapor caliente y opio,

que crearon grandes dramas suicidas en los farellones de los departamentos del Hudson bajo el foco azul de la luna durante la guerra y sus cabezas serán coronadas de laurel y olvido,

que comieron estofado de cordero de la imaginación o digirieron el cangrejo en el lodoso fondo de los ríos de Bowery,

que lloraron ante el romance de las calles con sus carritos llenos de cebollas y mala música,

que se sentaron sobre cajas respirando en la oscuridad bajo el puente y se levantaron para construir clavicordios en sus áticos,

que tosieron en el sexto piso de Harlem coronados de fuego bajo el cielo tubercular rodeados por cajas naranjas de Teología,

que escribieron frenéticos toda la noche balanceándose y rodando sobre sublimes encantamientos que en el amarillo amanecer eran estrofas incoherentes,
que cocinaron animales podridos pulmón corazón pié cola borsht & tortillas soñando con el puro reino vegetal,

que se arrojaron bajo camiones de carne en busca de un huevo,
que tiraron sus relojes desde el techo para emitir su voto por una eternidad fuera del tiempo, & cayeron despertadores en sus cabezas cada día por toda la década siguiente,

que cortaron sus muñecas tres veces sucesivamente sin éxito, desistieron y fueron forzados a abrir tiendas de antigüedades donde pensaron que estaban envejeciendo y lloraron,

que fueron quemados vivos en sus inocentes trajes de franela en Madison Avenue entre explosiones de versos plúmbeos & el enlatado martilleo de los férreos regimientos de la moda & los gritos de nitroglicerina de maricas de la publicidad & el gas mostaza de inteligentes editores siniestros, o fueron atropellados por los taxis ebrios de la realidad absoluta,

que saltaron del puente de Brooklyn esto realmente ocurrió y se alejaron desconocidos y olvidados dentro de la fantasmal niebla de los callejones de sopa y carros de bomba del barrio Chino, ni siquiera una cerveza gratis,

que cantaron desesperados desde sus ventanas, se cayeron por la ventana del metro, saltaron en el sucio Passaic, se abalanzaron sobre negros, lloraron por toda la calle, bailaron descalzos sobre vasos de vino rotos y discos de fonógrafo destrozados de nostálgico Europeo jazz Alemán de los años 30 se acabaron el whisky y vomitaron gimiendo en el baño sangriento, con lamentos en sus oídos y la explosión de colosales silbatos de vapor,

que se lanzaron por las autopistas del pasado viajando hacia la cárcel del gólgota -solitario mirar- autos preparados de cada uno de ellos o Encarnación de Jazz de Birmingham,

que condujeron campo traviesa por 72 horas para averiguar si yo había tenido una visión o tú habías tenido una visión o él había tenido una visión para conocer la eternidad,

que viajaron a Denver, murieron en Denver, que volvían a Denver; que velaron por Denver y meditaron y andaban solos en Denver y finalmente se fueron lejos para averiguar el tiempo, y ahora Denver extraña a sus héroes,

que cayeron de rodillas en desesperanzadas catedrales rezando por la salvación de cada uno y la luz y los pechos, hasta que al alma se le iluminó el cabello por un segundo,

que chocaron a través de su mente en la cárcel esperando por imposibles criminales de cabeza dorada y el encanto de la realidad en sus corazones que cantaba dulces blues a Alcatraz,

que se retiraron a México a cultivar un hábito o a Rocky Mount hacia el tierno Buda o a Tánger en busca de muchachos o a la Southern Pacific hacia la negra locomotora o de Harvard a Narciso a Woodland hacia la guirnalda de margaritas o a la tumba,

que exigieron juicios de cordura acusando a la radio de hipnotismo y fueron abandonados con su locura y sus manos y un jurado indeciso,

que tiraron ensalada de papas a los lectores de la CCNY sobre dadaísmo y subsiguientemente se presentan en los escalones de granito del manicomio con las cabezas afeitadas y un arlequinesco discurso de suicidio, exigiendo una lobotomía al instante, y recibieron a cambio el concreto vacío de la insulina Metrazol electricidad hidroterapia psicoterapia terapia ocupacional ping pong y amnesia,

que en una protesta sin humor volcaron sólo una simbólica mesa de ping pong, descansando brevemente en catatonia, volviendo años después realmente calvos excepto por una peluca de sangre, y de lágrimas y dedos, a la visible condenación del loco de los barrios de las locas ciudades del Este, los fétidos salones del Pilgrim State Rockland y Greystones, discutiendo con los ecos del alma, balanceándose y rodando en la banca de la soledad de medianoche reinos dolmen del amor, sueño de la vida una pesadilla, cuerpos convertidos en piedra tan pesada como la luna, con la madre finalmente ****** , y el último fantástico libro arrojado por la ventana de la habitación, y a la última puerta cerrada a las 4 AM y el último teléfono golpeado contra el muro en protesta y el último cuarto amoblado vaciado hasta la última pieza de mueblería mental, un papel amarillo se irguió torcido en un colgador de alambre en el closet, e incluso eso imaginario, nada sino un esperanzado poco de alucinación

ah, Carl, mientras no estés a salvo yo no voy a estar a salvo, y ahora estás realmente en la total sopa animal del tiempo

y que por lo tanto corrió a través de las heladas calles obsesionado con una súbita inspiración sobre la alquimia del uso de la elipse el catálogo del medidor y el plano vibratorio,

que soñaron e hicieron aberturas encarnadas en el tiempo y el espacio a través de imágenes yuxtapuestas y atraparon al Arcángel del alma entre 2 imágenes visuales y unieron los verbos elementales y pusieron el nombre y una pieza de conciencia saltando juntos con una sensación de Pater Omnipotens Aeterna Deus para recrear la sintaxis y medida de la pobre prosa humana y pararse frente a ti mudos e inteligentes y temblorosos de vergüenza, rechazados y no obstante confesando el alma para conformarse al ritmo del pensamiento en su desnuda cabeza sin fin, el vagabundo demente y el ángel beat en el tiempo, desconocido, y no obstante escribiendo aquí lo que podría quedar por decir en el tiempo después de la muerte, y se alzaron reencarnando en las fantasmales ropas del jazz en la sombra de cuerno dorado de la banda y soplaron el sufrimiento de la mente desnuda de América por el amor en un llanto de saxofón eli eli lamma lamma sabacthani que estremeció las ciudades hasta la última radio con el absoluto corazón del poema sanguinariamente arrancado de sus cuerpos bueno para alimentarse mil años.



II

¿Qué esfinge de cemento y aluminio abrió sus cráneos y devoró sus cerebros y su imaginación?

¡Moloch! ¡Soledad! ¡Inmundicia! ¡Ceniceros y dólares inalcanzables! ¡Niños gritando bajo las escaleras! ¡Muchachos sollozando en ejércitos! ¡Ancianos llorando en los parques!

¡Moloch! ¡Moloch! ¡Pesadilla de Moloch! ¡Moloch el sin amor! ¡Moloch mental! ¡Moloch el pesado juez de los hombres!

¡Moloch la prisión incomprensible! ¡Moloch la desalmada cárcel de tibias cruzadas y congreso de tristezas! ¡Moloch cuyos edificios son juicio! ¡Moloch la vasta piedra de la guerra! ¡Moloch los pasmados gobiernos!

¡Moloch cuya mente es maquinaria pura! ¡Moloch cuya sangre es un torrente de dinero! ¡Moloch cuyos dedos son diez ejércitos! ¡Moloch cuyo pecho es un dínamo caníbal! ¡Moloch cuya oreja es una tumba humeante!

¡Moloch cuyos ojos son mil ventanas ciegas! ¡Moloch cuyos rascacielos se yerguen en las largas calles como inacabables Jehovás! ¡Moloch cuyas fábricas sueñan y croan en la niebla! ¡Moloch cuyas chimeneas y antenas coronan las ciudades!

¡Moloch cuyo amor es aceite y piedra sin fin! ¡Moloch cuya alma es electricidad y bancos! ¡Moloch cuya pobreza es el espectro del genio! ¡Moloch cuyo destino es una nube de hidrógeno asexuado! ¡Moloch cuyo nombre es la mente!

¡Moloch en quien me asiento solitario! ¡Moloch en quien sueño ángeles! ¡Demente en Moloch! ¡Chupa vergas en Moloch! ¡Sin amor ni hombre en Moloch!

¡Moloch quien entró tempranamente en mi alma! ¡Moloch en quien soy una conciencia sin un cuerpo! ¡Moloch quien me ahuyentó de mi éxtasis natural! ¡Moloch a quien yo abandono! ¡Despierten en Moloch! ¡Luz chorreando del cielo!

¡Moloch! ¡Moloch! ¡Departamentos robots! ¡Suburbios invisibles! ¡Tesorerías esqueléticas!

¡Capitales ciegas! ¡Industrias demoníacas! ¡Naciones espectrales! ¡Invencibles manicomios! ¡Vergas de granito! ¡Bombas monstruosas!

¡Rompieron sus espaldas levantando a Moloch hasta el cielo! ¡Pavimentos, árboles, radios, toneladas! ¡Levantando la ciudad al cielo que existe y está alrededor nuestro!

¡Visiones! ¡Presagios! ¡Alucinaciones! ¡Milagros! ¡Éxtasis! ¡Arrastrados por el río americano!

¡Sueños! ¡Adoraciones! ¡Iluminaciones! ¡Religiones! ¡Todo el cargamento de mierda sensible!

¡Progresos! ¡Sobre el río! ¡Giros y crucifixiones! ¡Arrastrados por la corriente! ¡Epifanías! ¡Desesperaciones! ¡Diez años de gritos animales y suicidios! ¡Mentes! ¡Nuevos amores! ¡Generación demente! ¡Abajo sobre las rocas del tiempo!

¡Auténtica risa santa en el río! ¡Ellos lo vieron todo! ¡Los ojos salvajes! ¡Los santos gritos! ¡Dijeron hasta luego! ¡Saltaron del techo! ¡Hacia la soledad! ¡Despidiéndose! ¡Llevando flores! ¡Hacia el río! ¡Por la calle!



III

¡Carl Solomon! Estoy contigo en Rockland
Donde estás más loco de lo que yo estoy
Estoy contigo en Rockland
Donde te debes sentir muy extraño
Estoy contigo en Rockland
Donde imitas la sombra de mi madre
Estoy contigo en Rockland
Donde has asesinado a tus doce secretarias

Estoy contigo en Rockland
Donde te ríes de este humor invisible
Estoy contigo en Rockland
Donde somos grandes escritores en la misma horrorosa máquina de escribir
Estoy contigo en Rockland
Donde tu condición se ha vuelto seria y es reportada por la radio

Estoy contigo en Rockland
Donde las facultades de la calavera no admiten más los gusanos de los sentidos
Estoy contigo en Rockland
Donde bebes el té de los pechos de las solteras de Utica
Estoy contigo en Rockland
Donde te burlas de los cuerpos de tus enfermeras las arpías del Bronx

Estoy contigo en Rockland
Donde gritas en una camisa de fuerza que estás perdiendo el juego del verdadero
ping pong del abismo
Estoy contigo en Rockland
Donde golpeas el piano catatónico el alma es inocente e inmortal jamás debería
morir sin dios en una casa de locos armada

Estoy contigo en Rockland
Donde cincuenta shocks más no te devolverán nunca tu alma a su cuerpo de su
peregrinaje a una cruz en el vacío
Estoy contigo en Rockland
Donde acusas a tus doctores de locura y planeas la revolución socialista hebrea
contra el Gólgota nacional fascista

Estoy contigo en Rockland
Donde abres los cielos de Long Island y resucitas a tu Jesús humano y viviente de la tumba sobrehumana
Estoy contigo en Rockland
Donde hay veinticinco mil camaradas locos juntos cantando las estrofas finales de
La Internacional

Estoy contigo en Rockland
Donde abrazamos y besamos a los Estados Unidos bajo nuestras sábanas
los Estados Unidos que tosen toda la noche y no nos dejan dormir

Estoy contigo en Rockland
Donde despertamos electrificados del coma por el rugir de los aeroplanos de
nuestras propias almas sobre el tejado ellos han venido para lanzar bombas
angelicales el hospital se ilumina a sí mismo colapsan muros imaginarios Oh
escuálidas legiones corren afuera Oh estrellado shock de compasión la guerra
eterna está aquí Oh victoria olvida tu ropa interior somos libres

Estoy contigo en Rockland
En mis sueños caminas goteando por un viaje a través del mar sobre las carreteras
a través de América llorando hasta la puerta de mi cabaña en la noche del oeste



NOTA A PIE DE PÁGINA PARA “AULLIDO”

¡Santo! ¡Santo! ¡Santo! ¡Santo! ¡Santo! ¡Santo! ¡Santo! ¡Santo! ¡Santo! ¡Santo! ¡Santo! ¡Santo! ¡Santo! ¡Santo! ¡Santo!

¡El mundo es santo! ¡El alma es santa! ¡La piel es santa! ¡La nariz es santa! ¡La lengua y la verga y la mano y el agujero del culo son santos!

¡Todo es santo! ¡todos son santos! ¡todos los lugares son santos! ¡todo día está en la eternidad! ¡Todo hombre es un ángel!

¡El vago es tan santo como el serafín! ¡el demente es tan santo como tú mi alma eres santa!

¡La máquina de escribir es santa el poema es santo la voz es santa los oyentes son santos el éxtasis es santo!

¡Santo Peter santo Allen santo Solomon santo Lucien santo Kerouac santo Huncke santo Burroughs santo Cassady santos los desconocidos locos y sufrientes mendigos santos los horribles ángeles humanos!

¡Santa mi madre en la casa de locos! ¡Santas las vergas de los abuelos de Kansas!

¡Santo el gimiente saxofón! ¡Santo el apocalipsis del bop! ¡Santas las bandas de jazz marihuana hipsters paz peyote pipas y baterías!

¡Santa las soledades de los rascacielos y pavimentos! ¡Santas las cafeterías llenas con los millones! ¡Santos los misteriosos ríos de lágrimas bajo las calles!

¡Santo el argonauta solitario! ¡Santo el vasto cordero de la clase media! ¡Santos los pastores locos de la rebelión! ¡Quien goza Los Ángeles es Los Ángeles!

¡Santa New York santa San Francisco santa Peoria & Seattle santa París santa Tánger santa Moscú santa Estambul!

¡Santo el tiempo en la eternidad santa eternidad en el tiempo santos los relojes en el espacio la cuarta dimensión santa la quinta Internacional santo el ángel en Moloch!

¡Santo el mar santo el desierto santa la vía férrea santa la locomotora santas las visiones santas las alucinaciones santos los milagros santo el globo ocular santo el abismo!

¡Santo perdón! ¡compasión! ¡caridad! ¡fe! ¡Santos! ¡Nosotros! ¡cuerpos! ¡sufriendo! ¡magnanimidad!

¡Santa la sobrenatural extra brillante inteligente bondad del alma!

jueves, 7 de marzo de 2013

Fiódor Dostoyevski - El sueño de un hombre ridículo

El sueño de un hombre ridículo
por Fiódor Dostoyevski




I

Soy un hombre ridículo. Ahora ellos me llaman loco. Y eso podría haberme supuesto un ascenso de grado, sí no me siguieran considerando igual de ridículo que antes. Ahora no me enfado y todos me parecen simpáticos; incluso cuando se burlan de mí siguen algún modo pareciéndome especialmente dulces. De buena gana me reiría con ellos –no ya de mí, sino por afecto hacia ellos- si no fuera por la tristeza que siento cuando los miro. Y me siento triste porque ellos desconocen la verdad, y yo sí la sé. ¡Oh, qué difícil le resulta a uno conocer la verdad! Pero ellos no lo entenderán. No, no lo entenderán.

Antes me angustiaba porque les parecía ridículo. Más que parecérselo lo era. Siempre fui ridículo, y lo sé probablemente desde el día de mi nacimiento. Seguramente supe que era ridículo desde que tenía siete años. Después estudié en la escuela, más tarde en la universidad. Y ¿qué es lo que sucedió? Pues que cuanto más estudiaba, más me convencía de que era ridículo. De modo que toda mi ciencia universitaria, a medida que penetraba en ella, pareció a fin de cuentas haber existido para demostrarme y explicarme que yo era un hombre ridículo. Lo mismo que ocurrió con la ciencia, también sucedió en la vida real. A medida que pasaban los años se acrecentaba y afianzaba en mí la conciencia de mi ridículo aspecto, en todos los sentidos. Siempre se ha reído de mí todo el mundo, que si había un hombre sobre la faz de la tierra que tenía consciencia de que era ridículo, ese hombre era yo; ésta era la cuestión que más me ofendía, cosa que ellos ignoran; pero de esto sólo yo tengo la culpa: siempre he sido tan orgulloso que por nada del mundo reconocérselo jamás a nadie. Ese orgullo crecía en mi interior a medida que pasaban los años, y si me hubiera permitido reconocerme como ridículo, ante cualquier persona, creo que al instante me habría volado la tapa de los sesos. ¡Oh, cómo sufría en mi adolescencia pensando que no aguantaría más y que en cualquier momento lo confesaría a mis compañeros! Pero desde que me hice joven, y a pesar de ir tomando lentamente conciencia de mi horrible cualidad, no sé por qué, me sentí más aliviado. Y digo que no sé por qué, pues hasta hoy día no he encontrado la razón. Puede que fuera por aquello de que en mi alma crecía una terrible melancolía debido a un hecho, que era infinitamente superior a mí; para ser más exactos, se había apoderado de mí la única convicción de que en el mundo todo daba igual. Lo venía presintiendo desde hacía ya tiempo, pero la convicción completa se me presentó de pronto el último año. De repente sentí que me daba igual que existiera el mundo o que no existiera en absoluto. Comencé a percibir con todo mi ser que nada existía a mi alrededor. Al principio creí que, a pesar de todo, en otros tiempos hubo muchas cosas, pero más tarde llegué a la conclusión de que tampoco antes las hubo, de que todo era una ilusión. Poco a poco me fui convenciendo de que jamás existiría nada. Entonces de pronto dejé de enfadarme con la gente, y apenas me percataba de ellos. La verdad es que eso afloraba incluso en las nimiedades más insignificantes; por ejemplo, iba por la calle y me chocaba con la gente. Y no era porque fuera ensimismado y pensativo: no tenía nada en que pensar; por aquel entonces dejé de pensar completamente: todo me daba igual. Si al menos hubiera resuelto algún problema; pero no resolví ninguno. ¡Y cuántos había! Pero todo me daba igual, y todos los problemas se apartaban de mí por sí solos.

Fue después cuando conocí la verdad. La conocí en noviembre del año pasado; concretamente, el tres de noviembre, y desde aquel momento recuerdo cada instante de mi vida. Ocurrió en un anochecer lúgubre, el más lóbrego que puede haber. Iba de regreso a casa, alrededor de las once de la noche, y recuerdo haber pensado exactamente que no podía hacer un tiempo más funesto. Incluso en el aspecto físico. Durante todo el día había estado lloviendo a cántaros una lluvia fría, siniestra y terrible; recuerdo que incluso resultaba hostil a la gente; y de pronto, a las once de la noche, dejó de llover y se empezó a sentir una humedad espantosa, más pegajosa y fría que cuando llovía, todo ello desprendía una especie de vapor, que salía de todos los empedrados de la calle y los callejones cuando se mira en su interior desde una cierta distancia. Y de repente, se me figuró que, de haberse apagado todas las farolas de gas, sería menos espeluznante, ya que con el gas alumbrando y proporcionando luz hacía que el corazón se sintiera más triste, porque alumbraba todo eso. Ese día apenas comí, y desde la primera hora de la tarde estuve en casa de un ingeniero, junto a otros dos compañeros suyos. Estuve completamente callado y creo que les aburrí. Hablaban sobre un tema apasionante, y en un momento incluso llegaron a acalorarse. Pero el tema les resultaba indiferente, yo ya me había percatado de ello, y se enzarzaron en vano. De pronto les dije: “Señores, si a ustedes les da igual todo”. Ellos no se ofendieron, pero se rieron de mí. Debe ser porque lo que dije fue sin intención alguna, sino únicamente porque a mí todo me daba igual. Se percataron de que a mí todo me daba igual, y eso les hizo gracia.

Cuando de regreso a casa, en la calle, pensé en las farolas de gas, miré hacia el cielo. Hacía una noche terriblemente oscura, pero en algunos trozos se podían distinguir con claridad las nubes despedazadas, y entre ellas unas insondables manchas negras, De golpe, en una de esas manchas, reparé una estrellita, y la miré fijamente. Sucedió porque la estrellita me había insinuado una idea: me había propuesto suicidarme aquella noche. Desde hacía dos meses me rondaba la cabeza aquella idea fija, y, a pesar de mi penosa situación económica, me compré un espléndido revólver y lo cargué aquel mismo día. Desde entonces ya habían transcurrido dos meses, y el revólver todavía permanecía en el cajón; y tanta era mi indiferencia que se me ocurrió posponerlo hasta encontrar el momento en que no todo me diera igual; no sé por qué razón. Y de ese modo, durante esos dos meses, cada noche cuando regresaba a casa, pensaba que iba a suicidarme. No hacía más que esperar el momento oportuno. Y he aquí que esa estrellita me dio la idea, y me propuse que eso debía suceder irremisiblemente aquella noche. Sin embargo, ignoro la razón por la que la estrella me dio la idea.

Y justo cuando estaba mirando al cielo, de repente una niña me agarró por el codo. La calle estaba prácticamente desierta y apenas había transeúntes. A lo lejos, sobre el pescante, dormitaba un cochero. La niña tendría unos ocho años. Llevaba un pañuelo en la cabeza y un vestidito. Estaba completamente empapada, y se me quedaron especialmente grabadas sus botas mojadas y rotas, que aún recuerdo: me llamaron la atención especialmente. La niña comenzó a tirarme del codo y a llamarme. No lloraba, pronunciaba entrecortadamente algunas palabras, que no lograba articular bien, porque tiritaba y tenía escalofríos y convulsiones. Estaba horrorizada por algo y gritaba desesperadamente: “¡Mamita, mamita!”. Yo giré la cabeza hacia ella, y sin decirle palabra continué andando; pero la niña siguió corriendo detrás de mí tirándome del brazo. Su voz tenía el tono de desesperación de los niños cuando están muy asustados. Conozco ese tono. Y aunque no llegara a articular y terminar las palabras, comprendí que su madre se estaba muriendo en algún lugar, o que algo por el estilo estaría sucediendo para que la niña saliera corriendo a llamar a alguien, o encontrar algo, con tal de ayudar a su madre. Pero yo no fui tras ella; antes al contrario, de pronto se me pasó por la cabeza la idea de espantarla y echarla. Al principio le dije que buscara al guardia municipal. Pero ella juntó las manitas y, sollozando y ahogándose, continuó corriendo a mi lado sin apartarse de mí. Fue entonces cuando di una patada en el suelo y lancé un grito. La niña sólo exclamó: “¡Señor, señor...!”; pero de repente me dejó, y al momento cruzó la calle: en la otra acera había un transeúnte, y al parecer la niña me había dejado para salir corriendo tras él.

Subí al quinto piso en el que vivo. Vivo en una habitación de alquiler. Es mísera y pequeña, con un ventanuco semicircular, de desván. Tengo un sofá cubierto con un hule, una mesa llena de libros, dos sillas y un sillón, viejo a más no poder; pero eso sí, de estilo volteriano. Me senté, encendí una vela y me puse a meditar. Al lado, en otra habitación, detrás del tabique, continuaba la juerga. Llevaban así ya tres días. Allí vivía un capitán retirado, que tenía invitados –unos seis troneras– que bebían vodka y jugaban a las cartas con unos viejos naipes. La noche anterior hubo pelea, y sé que dos de ellos se habían tirado de los pelos durante un buen rato. La casera quiso presentar una denuncia, pero le tiene mucho miedo al capitán. Aparte de nosotros, en otra habitación, vive de alquiler una señora muy bajita y delgada, mujer de un militar, que había venido a la pensión con tres niños que enfermaron allí. Tanto ella como los niños temían al capitán hasta más no poder, y se pasaban la noche tiritando y santiguándose; el más pequeño hasta tuvo una especie de ataque por el miedo que le daba el capitán. Sé que ese tal capitán para a la gente en la avenida Nevski para pedir limosna. No le admiten para prestar servicio, pero es cosa extraña (y por eso lo cuento), pues durante todo el mes, desde que él se alojó aquí, no me contrarió en absoluto. Desde el principio rehuí cualquier contacto amistoso con él, y, además, desde el primer día él mismo se aburrió conmigo, y por más que puedan gritar al otro lado del tabique, y por más gente que pueda haber allí, a mí siempre me resulta indiferente. Permanezco toda la noche sentado, y la verdad es que ni los oigo, hasta tal punto me abstraigo y me olvido de que están allí. No me duerno en toda la noche hasta el amanecer; y así ha transcurrido ya un año. Durante la noche entera estoy sentado en el sillón, delante de la mesa sin hacer nada. Los libros los leo sólo durante el día. Permanezco sentado y ni siquiera pienso, sino que dejo que algunas ideas me ronden, y yo las dejo vagar a su libertad. Durante la noche se gasta toda la vela.

Me senté despacio junto a la mesa, saqué el revólver y lo puse delante de mí. Cuando lo coloqué, recuerdo que me hice una pregunta a mí mismo: “¿Ha de ser así?”, y completamente convencido me dije: “Así ha de ser”. Es decir, me suicidaré. Sabía que probablemente me suicidaría aquella noche, pero ignoraba cuánto tiempo permanecería así sentado junto a la mesa. Y sin duda alguna me habría dado un tiro en la cabeza, de no ser por aquella niña.



II

Ya lo ven: aunque todo me daba igual, yo –por poner un ejemplo- sentía dolor. De haberme dado alguien un golpe, habría sentido dolor. Y lo mismo sucedía en el sentido moral: si hubiera ocurrido algo muy penoso, habría sentido la pena de igual modo que entonces, cuando todavía no todo en la vida me resultaba indiferente. Hacía un rato había sentido compasión: podía haber ayudado a la niña. ¿Y por qué no la ayudé? Pues por una idea que me asaltó: cuando ella me estaba tirando del brazo y me llamaba, se me planteó una cuestión que no pude resolver. La pregunta era ociosa, y eso me enfureció. Me enfadé porque si ya había tomado la decisión de acabar con mi vida aquella misma noche, entonces todo cuanto ahora me rodeara debía serme más indiferente que nunca. ¿Por qué razón sentí de pronto que no todo me resultaba indiferente, y que sentía compasión hacia aquella niña? Recuerdo que me provocó mucha lástima; incluso, hasta producirme un dolor extraño, absolutamente inverosímil dada mi situación. Es cierto que no sé expresar aquel sentimiento mío pasajero, pero éste continuó cuando me encontré ya en casa y me hube sentado a la mesa completamente alterado como hacía tiempo que no lo estaba. Una reflexión sucedía a otra. Se me presentaba con toda claridad que si yo era una persona, y aún no me había convertido en un cero, y hasta que ello sucediera, en tal caso, estaba vivo, y por consiguiente era capaz de sufrir, enfadarme y experimentar la vergüenza por mis actos. Que así fuera. Pero si me suicidara, por ejemplo, al cabo de dos horas, ¿qué importancia tendrían para mí la niña, la vergüenza, y todo cuanto hubiera en el mundo? Si yo iba a convertirme en un cero, en un cero absoluto, ¿acaso la conciencia de que dejaría totalmente de existir, y de que, por consiguiente, tampoco nada existiría, no influiría mínimamente en el sentimiento de compasión hacia aquella niña, ni en el de la vergüenza tras haber cometido aquel acto vil? Porque si le lancé aquel salvaje grito a esa infeliz criatura dando una patada al suelo, fue porque pensé que no sólo no sentía lástima por ella, sino que si cometía aquella inhumana bajeza era porque podía hacerlo en aquel momento, ya que pasadas dos horas todo se acabaría. ¿Pueden creerme que por eso lancé el grito? Ahora estoy casi convencido de ello. Se me presentaba con claridad la idea de que la vida y el mundo parecían ahora depender de mí. Incluso podría decir que el mundo, en aquel momento, estaba hecho únicamente para mí: si me suicidaba, el mundo desaparecería, al menos para mí. Por no hablar de que en realidad era probable que ya nada existiera tras mi desaparición, y que cuando se apagara mi conciencia, se apagaría y desaparecería al instante todo el mundo, como si fuera una aparición de mi conciencia, pues tal vez todo ese mundo, y toda esa gente, no eran únicamente más que yo. Recuerdo cómo, cuando estaba sentado y reflexionando, les daba vueltas a todas estas nuevas interrogantes, que se apretujaban las unas contra las otras, orientándose incluso en otra dirección y ocurriéndoseme cosas completamente nuevas. Por ejemplo, se me figuró una idea extraña: si yo hubiera vivido antes en la Luna o en Marte, y hubiera cometido allí un acto de lo más atroz y deshonesto que el hombre pueda imaginar, y se me hubiera reprendido y deshonrado allí por él, de modo tal que un acaso sólo pudiera sentirlo e imaginarlo en un sueño, viviendo el horror; y después, ya en la Tierra, continuara yo conservando la conciencia de lo que había cometido en el otro planeta, y al margen de ello supiera que ya jamás podría regresar a aquel lugar; en tal caso, si mirara la Luna desde la Tierra ¿me daría todo igual o no? ¿Habría sentido vergüenza, o no, por aquel acto? Las preguntas eran ociosas, y estaban de más, puesto que el revólver yacía sobre la mesa frente a mí, y yo estaba completamente convencido de que aquello ocurriría sin lugar a dudas, pero las preguntas no dejaban de acalorarme y me enfurecían. Parecía que no me podía morir ahora sin haber resuelto algo previamente. En una palabra, la niña me salvó, porque al hacerme todas esas preguntas aplacé la idea del disparo. Entre tanto, en la habitación del capitán también empezó a cesar el ruido; dejaron de jugar a las cartas, se disponían para irse a dormir, y mientras tanto gruñían y reñían entre sí perezosamente. Y he aquí que en aquel momento me quedé dormido, cosa que jamás me había ocurrido antes, sentado y en el sillón. Me dormí sin haberme dado cuenta. Los sueños, como es bien sabido, son algo extraordinariamente extraño: algunas cosas se te presentan con una claridad pasmosa, con unos detalles minúsculos, similares a la orfebrería, y otras transcurren como si estuvieras sobrevolando el tiempo y el espacio, sin darte cuenta en absoluto. Parece que los sueños no los dirige la razón, sino el deseo; que no es la cabeza, sino el corazón, y mientras tanto, ¡qué cosas más astutas se le antojaban a mi razón durante el sueño! Además, durante el sueño suceden cosas absolutamente inconcebibles para la razón. Mi hermano, por ejemplo, había fallecido hacía cinco años. A veces lo veo en sueños: participa de mis cosas, tenemos intereses en común, y, mientras dura el sueño, yo sé perfectamente, y lo recuerdo, que mi hermano está muerto y enterrado. ¿Cómo es que no me resulta extraño que, a pesar de estar muerto, esté aquí, junto a mí, haciendo cosas? ¿Por qué mi razón permite que eso ocurra? Pero dejémoslo aquí. Voy a contar mi sueño. ¡Sí, entonces yo tuve un sueño, mi sueño del tres de noviembre! Ellos ahora se burlan de mí diciendo que sólo se trataba de un sueño. Pero ¿acaso no da igual que fuera o no un sueño? ¡Si ese sueño me ha aportado la Verdad! Ya que una vez que has conocido y visto la verdad, es cuando reconoces que no hay otra, ni puede haberla, bien esté uno dormido o despierto. ¡Qué más da que sea un sueño, pues esta vida, que ustedes tanto ensalzan, quise apagarla yo con un suicido! ¡Mientras que mi sueño, mi sueño! ¡Oh! ¡Me ha revelado una vida nueva, grandiosa, renovada y fuerte!



III

Ya he dicho que me dormí sin darme cuenta e incluso continué reflexionando sobre las mismas materias. Y soñé que cogía el revólver, y sentado lo dirigía directamente al corazón... al corazón, y no a la cabeza; puesto que, cuando me lo propuse, tenía pensado dispararme precisamente en la sien derecha. Lo dirigí hacia el pecho, esperé un par de segundos, y tanto mi vela como la mesa y la pared de enfrente se movieron y se sacudieron de repente. Me disparé lo más aprisa que pude.

A veces, cuando uno sueña, cae desde una gran altura, o le están dando un navajazo, o le pegan, pero en ningún momento siente dolor, al margen, claro está, de que realmente se dé un golpe desde la cama hasta despertarse a causa del dolor. Del mismo modo me sucedió a mí: yo no sentí dolor, pero se me figuró que con mi disparo todo en mi interior se sacudió; todo se había apagado y alrededor de mí oscureció terriblemente. Pareció que me había quedado ciego y mudo; y he aquí que permanezco tumbado sobre algo duro, completamente estirado y boca arriba, sin ver nada y sin poder moverme en absoluto. Alrededor de mí va y viene gente gritando; se oye tronar la voz de un capitán, grita la casera; y de pronto otra pausa, y ya me están llevando metido en un ataúd cerrado. Puedo sentir cómo se mueve el ataúd, pienso en ello, y, por primera vez, me impresiona la idea de estar muerto, de estar completamente muerto, de saber y no dudarlo; no veo y no me muevo, mientras que siento y pienso. Pero pronto me conformo con ello, y con normalidad, igual que en el sueño, acepto la realidad sin rechistar.

Y ya me están enterrando. Todos se van y me quedo solo, completamente solo. No me muevo. Antes, cuando me figuraba el día de mi entierro, imaginaba siempre que lo único que me relacionaría con la tumba sería la sensación de la humedad y el frío. El mismo frío que sentí también en ese momento, especialmente en la punta de los dedos de los pies; y nada más.

Estaba tumbado y, cosa extraña, ya nada esperaba, aceptando sin discusión alguna que un muerto nada podía esperar. Pero había humedad. No sé cuánto tiempo transcurrió, si una hora, si algunos días o si muchos. Sobre mi ojo izquierdo, que estaba cerrado, cayó una gota de agua que había calado la tapa del ataúd; a continuación de ésta, otra, al cabo de un minuto, una tercera, y así sucesivamente, con el intervalo de un minuto. Una profunda indignación prendió de repente en mi corazón, y pude sentir dolor físico en su interior: “Es mi herida”, pensé, “es el tiro; ahí está depositada la bala...”. Mientras, la gota no cesaba de caer a cada minuto en mi ojo cerrado. De repente llamé, y no ya con la voz, puesto que estaba inmóvil, sino con todo mi ser, al artífice de todo cuanto me estaba sucediendo.

-Seas quien fueres, pero si existes y hay algo más racional que cuanto ahora me está sucediendo, en tal caso, permítele que también se persone aquí. Si, por el contrario, te estás vengando de mí por mi irracional suicido con el horror y el absurdo de una existencia ulterior, has de saber que ¡jamás me perseguirá sufrimiento comparable con el desprecio que sentiré en silencio, aunque mi martirio se prolongue millones de años...!

Imploré y me quedé callado. Un silencio profundo se prolongó durante casi un minuto, e incluso cayó otra gota más; pero estaba completa e irremisiblemente seguro de que ahora todo cambiaría inmediatamente. Y he aquí que mi tumba se removió. Es decir, no sé si fue abierta o desenterrada, pero fui tomado por un ser oscuro y desconocido, y ambos nos encontramos en el espacio. De golpe recuperé la vista: hacía una noche profunda, y yo jamás había visto una oscuridad igual. Nos trasladábamos por el espacio ya muy alejados de la Tierra. Yo no le hacía ninguna pregunta al que me transportaba; sólo esperaba y estaba orgulloso. Me convencía a mí mismo de que no tenía miedo, y me sentía petrificado al fascinarme con la idea de no tenerlo. No recuerdo cuánto tiempo estuvimos volando y no me lo imagino: todo transcurrió del mismo modo como sucede en los sueños, dando saltos, dejando atrás el tiempo, el espacio y las leyes de la existencia y la razón para detenerse únicamente sobre algunos puntos que anhela el corazón. Recuerdo que de pronto vi en la oscuridad una estrellita.

-¿Es Sirio? –pregunté yo, ya sin poderme contener, pues no quería preguntar nada.

-No, es la misma estrella que viste entre las nubes, cuando estabas de regreso a casa –me respondió aquel ser que me transportaba.

Yo sabía que él parecía tener un aspecto similar al humano. Cosa extraña, yo no quería a ese ser, e incluso sentía hacia él una profunda aversión. Esperaba una inexistencia absoluta, y con aquella idea me disparé al corazón. Y he aquí que estaba en manos de un ser, aunque no humano, pero que indudablemente existía: “¡Ah! ¡Debe ser que también hay vida de ultratumba!”, pensé, con la extraña ligereza del sueño; pero la esencia de mi corazón continuaba conmigo en su profundidad: “¡Y si he de vivir de nuevo...!”, pensé, “¡... haciéndolo, otra vez, conforme a la ineludible voluntad de alguien! ¡En tal caso no quiero que me dobleguen y humillen!”.

-¿Sabes que te temo, y por eso me desprecias? –le dije a mi acompañante sideral, sin poderme contener la humillante pregunta, que incluía reconocimiento, y sintiendo a la vez, en mi humillado corazón, el pinchazo de un alfiler. Él no respondió a mi pregunta, pero percibí que no me despreciaba ni se burlaba de mí; que tampoco me compadecía, y que nuestro viaje tenía un sentido, desconocido y secreto, que sólo me atañía a mí. El miedo crecía dentro de mi corazón. Algo sordo, pero torturador, me llegaba desde mi silencioso acompañante y parecía penetrarme. Nos trasladábamos por espacios oscuros y desconocidos. Llevaba ya un buen rato sin ver las estrellas que me eran conocidas. Sabía que existían estrellas de ese tipo en los espacios siderales y que sus haces de luz llegaban a la tierra al cabo de miles y millones de años. Puede que ya hubiéramos sobrevolado esos espacios. Estaba a la espera de algo terrible en el interior de mi angustiado corazón. Y, de repente, me estremeció un sentimiento familiar y sugestivo en grado sumo. ¡Acababa de ver nuestro sol! Yo sabía que eso no podía ser nuestro sol, él que había dado a nuestra Tierra, y que estábamos a una infinita distancia de él, pero no sé por qué reconocí, con todo mi ser, que se trataba de un sol exactamente igual que el nuestro, su repetición y su doble. Un sentimiento dulce calmó con asombro en mi interior: la fuerza familiar de la luz, la misma que me dio vida, resonó dentro de mi corazón, al que resucitó, y me sentí vivo, igual que antes y por vez primera después de ser enterrado.

-Pero si esto es el solo, si éste es exactamente el mismo sol que el nuestro –exclamé-, entonces ¿dónde está la Tierra? –y mi acompañante me indicó la estrellita que brillaba en la oscuridad con un brillo de color verde esmeralda. Nos dirigíamos directamente hacia ella.

-¿Acaso son posibles repeticiones de este tipo en el universo? ¿Son así las leyes de la naturaleza...? Y si aquello de allí es una Tierra, ¿acaso es igual que la nuestra...?, ¿exactamente igual, infeliz, pobre, pero querida y eternamente amada, que engendra el mismo amor torturador incluso en sus hijos más desagradecidos, contenible y asombroso amor hacia aquella querida Tierra de antes que había abandonado. La imagen de la pobre niña que había ofendido pasó fugazmente delante de mí.

-Lo verás todo –respondió mi acompañante, y un tono triste resonó en aquellas palabras.

Pero enseguida nos aproximamos al planeta. Éste crecía ante mi vista, podía ya diferenciar el océano, los contornos de Europa, cuando un sentimiento extraño, de enorme y sacro celo, prendió en mi corazón: “¿Cómo es posible una repetición así? ¿Y con qué finalidad? Yo amo, y todavía puedo amar, aquella Tierra que abandoné, sobre la que quedó salpicada mi sangre, cuando el desagradecido de mí terminó con su vida de un disparo en el corazón. Pero jamás dejé de amar yo aquella Tierra, incluso durante aquella noche en que me despedí de ella; es posible que la amara de un modo más torturador que nunca. ¿Y en esta nueva Tierra existe el sufrimiento? ¡En la nuestra, amar de verdad es sólo posible con el sufrimiento y a través de él! No sabemos amar de otro modo y desconocemos otro tipo de amor. Yo necesito el sufrimiento para amar. Deseo, ansío, en este instante, besar y regar de lágrimas sólo aquella otra Tierra que abandoné; ¡y no quiero, no me haré a vivir en ninguna otra!...”

Pero mi acompañante ya me había dejado. De pronto, sin darme cuenta, me encontré en esa otra Tierra sumergido en un día claro, tan maravilloso como el paraíso, bañado en la luz de sol. Creo que me encontré en una de esas islas que componen el archipiélago griego en nuestra Tierra, o en algún punto del litoral del continente cercano al archipiélago. ¡Oh! Todo era igual que en nuestra Tierra, pero por todas partes parecía irradiar festividad y la consecución finalmente alcanzada de un grandioso y santo triunfo. El plácido mar, de color esmeralda, salpicaba suavemente la orilla, la acariciaba cariñosa, visible y casi conscientemente. Los altos y maravillosos árboles crecían en todo el lujo y esplendor de la luz, y estoy convencido de que sus innumerables hojas me saludaban con su suave rumor acariciador que parecía pronunciar palabras de amor. La hierba ardía desprendiendo luz de aromáticas flores. Los pajarillos revoloteaban por el cielo en bandadas, y sin temor se posaban sobre mis hombros y mis manos, aleteando alegremente con sus tiernas y trémulas alitas. Finalmente vi y conocí a la gente que habitaba esta feliz Tierra. Se acercaron a mí. Me rodearon y empezaron a besarme. ¡Hijos del sol! ¡Eran los hijos de su sol! ¡Oh! ¡Qué maravillosos eran! Jamás había visto en nuestra Tierra hombres tan bellos. Quizás pudiera encontrarse algún reflejo de aquella belleza, aunque lejano y algo debilitado, entre nuestros sueños en su más tierna infancia. Los ojos de esta gente feliz brillaban con un esplendor claro. Sus rostros irradiaban raciocinio y algún grado de conciencia reconciliadora; pero a su vez caras eran alegres; en las palabras y las voces de aquella gente se percibía una alegría infantil. ¡Oh! Al instante de ver aquellos rostros, lo comprendí todo. Era una Tierra que no estaba mancillada por el pecado original, y donde vivía gente que no había caído; vivían en el mismo paraíso en que, según la tradición, también habitaron nuestros procreadores, con la única diferencia de que toda la Tierra aquí era el mismo paraíso. Esas personas, sonriendo alegremente, se acercaban a mí y me acariciaban; me condujeron consigo, y cada uno de ellos deseaba tranquilizarme. ¡Oh! No me hacían ningún tipo de preguntas, pero parecían saberlo todo, o eso es lo que me parecía a mí; deseaban borrar cuanto antes el sufrimiento de mi rostro.



IV

Volvemos a lo mismo: ¡pues que ha sido sólo un sueño! Pero el sentimiento de amor de aquellas inocentes y maravillosas personas se me quedó grabado para siempre, y aún ahora puedo sentir cómo, desde aquel lugar, se derrama amor sobre mi persona. Los vi con mis propios ojos; los conocí y me convencí de que los amaba, y después sufrí por ellos. ¡Oh! Ya entonces me di cuenta al instante de que en absoluto lograría comprenderlos en muchos aspectos; a mí, como ruso contemporáneo y progresista, como triste petersburgués, me parecía inconcebible, por ejemplo, que ellos, sabiendo tanto, no tuvieran nuestra ciencia. Pero enseguida comprendí que sus conocimientos se llenaban y alimentaban de pretensiones distintas de las que nosotros teníamos en la Tierra, y que sus aspiraciones también eran completamente diferentes. No deseaban nada y estaban tranquilos, no ansiaban conocer la vida como lo hacemos nosotros, porque su vida había alcanzado toda la plenitud. Sin embargo, sus conocimientos eran más profundos y elevados que los de nuestra ciencia, pues ésta busca explicar la vida, tendiendo a su vez a adquirir conciencia de ella con el fin de enseñar a vivir a otros; ellos, por el contrario, sabían cómo habían de vivir incluso sin la ciencia, y yo lo entendí, pero no conseguí comprender sus conocimientos. Me mostraban sus árboles, y yo no conseguía comprender el grado de amor con que los contemplaban: parecía enteramente que hablaban con seres semejantes. Y ¿saben?: probablemente no me equivocaría si dijera que hablaban con ellos. Sí, habían encontrado su idioma y estoy convencido de que los árboles no entendían. Del mismo modo contemplaban toda la naturaleza: a los animales que vivían en armonía con ellos, sin atacarlos y amándolos, subyugados por su amor. Me indicaban las estrellas y me decían algo sobre ellas que no conseguía entender, pero estoy convencido de que, de alguna manera, estaban en contacto con aquellos cuerpos celestes, y ya no sólo con la idea, sino de un modo vivo. ¡Oh! Aquella gente ni siquiera se esforzaba para que la entendiese, pues me amaban sin necesidad de ello; pero, a pesar de todo, yo sabía que ni siquiera ellos llegarían jamás a entenderme, y por eso apenas les hablaba de nuestra Tierra. Yo me limitaba a besar en su presencia la Tierra en que vivían y, sin decir palabra, los adoraba, y ellos lo percibían y se dejaban amar, pero intimidándose a su vez porque les adorara, ya que ellos mismo amaban mucho. No sufrían por mí cuando, empapado en lágrimas, a veces besada sus pies, reconociendo felizmente en mi corazón con qué gran amor me responderían. A veces me preguntaba con asombro: ¿cómo durante tanto tiempo podían no ofender a alguien como yo, ni suscitar una sola vez en mí el sentimiento de celos o envidia? Muchas veces me preguntaba cómo podía un ser tan petulante y mentiroso como yo no hablarles de mis conocimientos, que ellos, claro está, ignoraban, al igual que tampoco desear asombrarles con ellos, aunque sólo fuera por amor a ellos. Ellos eran tan veloces y alegres como los niños. Paseaban por sus maravillosos sotos y bosques, cantando sus bellas canciones, se alimentaban de un modo frugal, con los frutos de los árboles, la miel de sus bosques y la leche de sus queridos animales. Le dedicaban muy poco tiempo a conseguir comida y confeccionar la ropa. Entre ellos había amor y nacían los niños, pero jamás observé entre ellos crueles arrebatos de la lujuria que se apodera de casi todo el mundo en nuestra Tierra, y que es la fuente de la mayoría de los pecados de nuestra humanidad. Se alegraban cuando nacían sus hijos por ser nuevos partícipes de su dicha. No había disputas entre ellos, ni celos, y ni siquiera comprendían lo que eso significaba. Sus hijos eran de todos, porque todos componían una familia. Apenas tenían enfermedades, aunque existía la muerte; sus ancianos morían despacio, como si se quedaran dormidos, rodeados de gente que se despedía de ellos, bendiciéndolos, y despidiéndose con alegres sonrisas. No se veían ni el dolor ni las lágrimas cuando esto sucedía, sino un amor que parecía multiplicado hasta el éxtasis, pero un éxtasis tranquilo, completo y contemplativo. Hasta cabía pensar que se comunicaban con sus difuntos aun después de la muerte y que con la muerte no se interrumpía entre ellos la unión terrenal. Apenas me comprendían cuando les preguntaba acerca de la vida eterna, pero al parecer estaban tan convencidos de su existencia que eso no provocaba en ellos inquietud alguna. No tenían templos, pero sí un contacto vital e ininterrumpido con el Todo universal; no practicaban la religión, pero estaban firmemente convencidos de que, cuando su alegría alcanzase los límites naturales de la Tierra, llegaría para todos, los vivos y los muertos, una unión aún más estrecha con el Universo. Esperaban con alegría ese instante, pero sin prisas ni sufrimiento, como si ya lo presintieran en sus corazones, y se lo comunicaban los unos a los otros. Por las tardes, antes de dormir, les gustaba reunirse para cantar en cordiales y armoniosos coros. Con esas canciones comunicaban las sensaciones que les había deparado el día, que bendecían y del que se despedían. Alababan la naturaleza, la tierra, el mar, los bosques. Gustaban de componer canciones los unos de los otros halagándose, como los niños; eran canciones muy sencillas, pero fluían del corazón y lo penetraban. Y ya no sólo en las canciones, sino que parecía que toda su vida se la pasaban ellos adorándose los unos a los otros. Era lo suyo una especie de enamoramiento mutuo, general y completo. Yo apenas entendía algunas de sus canciones triunfales y solemnes. Comprendiendo las palabras, jamás conseguí entender todo su significado. Permanecían inaccesibles a mi entendimiento y, sin embargo, parecían penetrar cada vez más en mi corazón. A menudo les decía que ya había presentido aquello antes, que todas aquellas alegrías y glorias las intuía yo cuando vivía en nuestra Tierra, pero en forma de evocadora melancolía, rayana, a veces, en un terrible dolor; que ene los sueños de mi corazón y las ilusiones de mi inteligencia, los presentía a todos ellos junto a su gloria; que estando en la Tierra, a menudo no podía mirar la puesta del sol sin que me brotaran lágrimas... Que mi odio hacia la gente de nuestra Tierra siempre conllevaba tristeza: ¿por qué no podía odiarlos sin amarlos? ¿por qué no podía perdonarles? ¿por qué en mi amor hacia ellos siempre había angustia? ¿por qué no podía amarlos sin dejar de odiarlos? Ellos me escuchaban, y yo veía que advertían que no podían imaginarse lo que les decía, pero no me arrepentía de decírselo: sabía que entendían el gran pesar que me producían aquellos a los que abandoné. Sí, cuando me miraban con sus maravillosos ojos repletos de amor, cuando sentía que, en su presencia, también mi corazón se tornaba igual de inocente y veraz que el de ellos, no sentía lastima por no comprenderlos. Al experimentar la totalidad de la vida me quedaba sin aliento, y en silencio rezaba por ellos.

¡Oh! Todos se ríen ahora mirándome a los ojos y me intentan persuadir de que durante el sueño es imposible los detalles que yo les transmito ahora; de que en mi sueño había visto o tenido sólo una sensación, nacida de mi propio corazón delirante, y de que los detalles los había añadido yo mismo al despertarme. Y cuando les confesé que probablemente así es como sucedió en realidad...¡Dios mío, qué carcajadas soltaron así en mi cara! ¡Y cuánta gracia les hizo aquello! ¡Oh! Claro que únicamente yo estaba convencido del sentimiento de aquel sueño y de que tan sólo había sobrevivido en mi profundamente herido corazón, es decir, aquellas que vi durante el tiempo que duró, estaban tan henchidas de armonía, y hasta tal punto eran fascinantes, maravillosas y verdaderas, que al despertarme no tuve fuerzas para encarnarlas en nuestras palabras, de modo que parecieron esfumarse de mi cabeza, y puede que realmente fuera así; que, inconscientemente, yo mismo me viera obligado después a inventar detalles, desfigurándolos, sobre todo teniendo en cuenta mi apasionado deseo de trasladarlos lo antes posible, aunque sólo fueran algunos de ellos. Sin embargo, ¿cómo no voy a creer que todo ello fue realidad? ¿Puede que haya sido mil veces mejor, más claro y alegre de lo que yo haya contado? Que sea un sueño, pero aquello no pudo no haber sucedido. ¿Saben una cosa? Les confiaré un secreto: es posible que todo aquello no haya sido un sueño, puesto que sucedió algo tan terriblemente real que era imposible que se presentara en forma de sueño; vale que mi sueño fuera engendrado por mi corazón, pero ¿acaso mi corazón, solo, estaba en condiciones de engendrar aquella terrible verdad que me sucedió después? ¿Cómo podía inventarla yo solo? ¿Acaso mi pequeño y caprichoso corazón y mi insignificante inteligencia podían alzarse con semejante revelación de la verdad? Júzguenlo ustedes mismos: hasta hoy día lo he estado ocultando, pero ahora también declararé esta verdad. ¡La cuestión estriba en que yo... los pervertí a todos!



V

¡Sí, sí, la cosa terminó con que yo los pervertí a todos! Ignoro cómo pudo haber sucedido aquello, no lo sé, no lo recuerdo con claridad. El sueño sobrevoló milenios, dejando en mí únicamente la sensación de totalidad. Sólo sé que la causa del pecado fui yo. Igual que la espantosa triquina, como el átomo de la peste que contagia a países enteros, del mismo modo también yo contagié aquella Tierra, feliz y sin pecado antes de mi llegada. Aprendieron a mentir y les gustó, hasta ver belleza en ello. ¡Oh! Eso puede que ocurriera de un modo inocente, como una broma, una coquetería, o un juego amoroso, de veras, puede que se iniciara como un átomo, pero ese átomo de la mentira penetró en sus corazones y les gustó. A continuación nació rápidamente la lujuria, ésta engendró los celos, y los celos la crueldad... ¡Oh! No lo sé, no lo recuerdo, pero pronto, muy pronto, brotaron las primeras gotas de sangre: ellos se asombraron y se horrorizaron y comenzaron a dispersarse y a separarse. Comenzaron a crearse las alianzas, pero ya de los unos en contra de los otros. Aparecieron los reproches, las recriminaciones. Conocieron la vergüenza y la convirtieron en virtud. Nació el conocimiento del honor, y en cada agrupación apareció su bandera. Empezaron a torturar a los animales y éstos se alejaron de ellos penetrando en el bosque y se convirtieron en sus enemigos. Comenzó la lucha por la separación, el aislamiento, la individualidad, y la propiedad privada. Empezaron a hablar diferentes lenguas. Conocieron el dolor y lo amaron, ansiaron el sufrimiento. Fue entonces cuando surgió entre ellos la ciencia. Cuando se hicieron malvados, empezaron a hablar de la hermandad y la humanidad, y comprendieron esas ideas. Cuando se hicieron criminales, inventaron la justicia, prescribiéndose a sí mismos códigos enteros para custodiarla; y con el fin de salvaguardar su vigencia, impusieron la guillotina. Apenas se acordaban de lo que habían perdido y no querían creer que hubo un tiempo en que fueron inocentes y felices. Se reían incluso de la posibilidad de su felicidad pasada, denominándola sueño. No podían darle forma en su imaginación pero, cosa rara y curiosa: una vez perdida la fe en la felicidad pasada, a la que llamaron cuento, sintieron tantas ganas de ser nuevamente inocentes y felices que, como niños, cayeron ante el deseo de su corazón, lo divinizaron y construyeron templos y empezaron a rezar a su misma idea, a su mismos “deseos”, creyendo plenamente a su vez en la imposibilidad de su cumplimiento y su realización, pero adorándolo y venerándolo con lágrimas. Y, sin embargo, si se les hubiera dado la posibilidad de retornar a aquel estado de felicidad e inocencia que perdieron, y si alguien se lo hubiera mostrado de nuevo preguntándoles si deseaban regresar a ese estado, probablemente se habrían negado. Me respondieron: “Sabemos que somos falsos, malos e injustos, pero lo sabemos y lloramos por ello; nosotros mismos nos torturamos por ello, y probablemente nos castigamos más que aquel misericordioso Juez que nos juzgará y cuyo nombre desconocemos. Pero tenemos la ciencia, y por medio de ella buscaremos nuevamente la verdad, aunque la acogeremos ya más conscientemente. El conocimiento está por encima del sentimiento, la conciencia de la vida está por encima de la vida misma. La ciencia nos proporcionará sabiduría, y ésta nos descubrirá leyes, y el conocimiento de las leyes, la felicidad que está por encima de la felicidad”. Esto fue lo que dijeron y, después de esas palabras, empezaron a quererse más a sí mismos que a sus prójimos, y les resultó imposible obrar de otro modo. Todos empezaron a ser tan celosos de su persona que procuraban, por todos los medios, humillar y menoscabar a los demás, convirtiendo esto en la finalidad de su vida. Surgió la esclavitud, incluso voluntaria: los débiles, de buena voluntad, se supeditaron a los más fuertes, con la finalidad de ayudarles a oprimir a los más débiles que ellos mismos. Surgieron los defensores de la justicia que, con lágrimas en los ojos, veían a ver esa gente y le hablaban de su orgullo, de la pérdida del equilibrio, la armonía y el pudor. La gente se reía de ellos o los apedreaba. A las puertas de los templos se derramaba sangre santa. Y, a pesar de todo, empezó a surgir gente que se planteó la forma de volver a unir a todos de nuevo, con el fin de que cada cual, sin dejar de amarse a sí mismo más que a sus prójimos, nos molestara a su vez a nadie, y se pudiera continuar viviendo de ese modo juntos, como si se tratara de una sociedad conforme consigo misma. A causa de esta idea se desencadenaron guerras enteras. Todos cuantos luchaban creían fielmente que la ciencia, la sabiduría y el sentimiento de autoprotección obligarían finalmente al hombre a reunirse en una sociedad de concordia y racionalidad, y mientras tanto, para acelerar su llegada, los “más sabios”, ansiosos de ver triunfar su idea, aniquilaban a los “menos sabios” que no la entendían. Pero el sentimiento de autoprotección comenzó pronto a debilitarse; aparecieron los orgullosos y los voluptuosos que exigían directamente todo o nada. Para obtenerlo recurrían al crimen, y de no conseguirlo, al suicidio. Surgieron religiones de culto al no ser y a la destrucción, con el único placer de la eterna futilidad. Finalmente esa gente se cansó del absurdo esfuerzo, y en sus rostros se dibujó el sufrimiento, y proclamaron que el sufrimiento era la belleza, ya que únicamente éste tenía sentido. Dedicaban canciones a sus sufrimientos. Yo daba vueltas sin saber qué hacer, y lloraba por ellos, pero los amaba probablemente más que antes, cuando en sus rostros aún no había sufrimiento y eran tan inocentes y maravillosos. Llegué a amar su mancillada Tierra más que antes, cuando aún era paraíso, sólo porque en ella había aparecido el dolor. ¡Ay! Siempre amé el dolor y la pena, pero única y exclusivamente para mí, mientras que ahora lloraba por ellos, y me compadecía de ellos. Les tendí las manos desesperado, culpándome, maldiciéndome y despreciándome a mí mismo. Les decía que todo aquello lo había hecho yo, y sólo yo, que yo les había llevado la perversión, el contagio y la mentira. Les rogué que me crucificaran, les enseñé cómo se hacía la cruz. No podía ni tenía fuerzas para quitarme la vida yo mismo, pero deseaba cargar con sus penas, ansiaba las penas, ansiaba que sobre esas penas se derramara hasta la última gota de mi sangre. Pero ellos se limitaban a burlarse de mí y a tomarme por un chiflado. Me disculpaban, diciendo que recibieron aquello que ellos mismos habían deseado, y que todo cuanto entonces sucedía no podía no haber sucedido. Finalmente me hicieron saber que yo comenzaba a ser un peligro para ellos, y que sí, si no me callaba, me encerrarían en un psiquiátrico. Entonces el dolor penetró con tanta fuerza en mi alma que mi corazón se estremeció y me sentí morir; en ese instante... bueno en ese instante, me desperté.

Ya había amanecido o, mejor dicho, aún no había luz pero eran cerca de las seis. Me desperté sentando en el mismo sillón, mi vela se había consumido; en la habitación del capitán todos estaban durmiendo, y alrededor reinaba un silencio como en pocas ocasiones se daba en nuestra pensión. Lo primero que hice fue pegar un salto, extraordinariamente asombrado; jamás me había ocurrido nada semejante, ni siquiera en los detalles más absurdos e insignificantes: por ejemplo, jamás me había quedado dormido en el sillón, como me acababa de suceder. He aquí que, mientras permanecía de pie recobrando el sentido, de pronto centelleó ante mí el revólver, preparado y cargado; pero al instante lo aparté. ¡Oh! ¡Ahora sólo quería vivir y vivir! Alcé las manos y clamé por la Verdad eterna. No clamé, sino que lloré; el asombro, el incalculable asombro, elevaba mi ser. ¡Sí! ¡Quería vivir y predicar! Decidí dedicarme a la predicación en aquel mismo instante y, lógicamente, para el resto de mi vida. Quería predicar, lo quería. ¿Y qué iba a predicar! ¡Pues la Verdad, ya que la había visto con mis propios ojos y había descubierto toda su gloria!

Y desde entonces predico. A parte de ello, amo a todo el mundo, y más aún a los que se burlan de mí. Ignoro por qué sucedió de ese modo, no sé ni puedo explicarlo, pero que así sea. Ellos dicen que ahora me embrollo, es decir, que si ya ahora me embrollo, entonces ¿qué será más adelante? La verdad es inapelable: me confundo, y más adelante probablemente me confundiré aún más. Y claro que me confundiré hasta que encuentre el modo de más. Y claro que me confundiré hasta que encuentre el modo de predicar mejor, es decir, hasta dar con las palabras adecuadas y los hechos que vaya a exponer, pues es sumamente difícil de llevar a cabo. Sí, todo ello lo estoy viendo ahora tan claro como el día, pero atiéndame: ¿quién no se embrolla? Y mientras tanto, todos tienen la misma finalidad, o al menos tienden hacia ello, desde el más sabio hasta el último bandido, sólo que por distintos caminos. Ésta es una verdad antigua, pero he aquí que hay algo nuevo en ella: no debo desviarme, puesto que yo vi la verdad; yo vi y sé, que la gente puede ser maravillosa y feliz, sin perder la cualidad de vivir en la Tierra. No quiero ni puedo creer que el mal sea una condición normal en las personas. Y, sin embargo, ellos no paran de burlarse de esa fe mía. Pero ¿cómo podría no creer? Si yo vi la verdad; y no es que la haya inventado en mi cabeza, sino que la vi; la vi, y su viva imagen llenó mi alma para toda la eternidad. La vi con tanta plenitud e integridad que no puedo admitir que no exista entre los hombres. ¿Además, cómo voy a embrollarme? Claro que es posible que me confunda unas cuantas veces, pero seguiré hablando incluso con otras palabras, aunque no por mucho tiempo: la viva imagen de lo que vi siempre estará a mi lado y me corregirá y orientará. ¡Oh! Estoy optimista y lleno de lozanía, e iré siguiendo mi propósito aunque necesite mil años. ¿Saben una cosa? Al principio incluso quise ocultar que los había pervertido a todos, pero fue un error. ¡He aquí el primer error! Sin embargo, la verdad me susurró que estaba mintiendo, me protegió y me dirigió. Pero ignoro cómo se construye el paraíso, porque no sé transmitirlo con palabras. Después de mi sueño, perdí las palabras. O al menos los vocablos más importantes, los más necesarios. Que más da: yo marcharé y predicaré sin descanso, porque, a pesar de todo, lo vi con mis ojos, aunque no sepa transmitirlo. Pero esto es algo que no entienden aquellos que se burlan de mí, que dicen: “¡Fue un sueño, un delirio, una alucinación!”. ¡Oh! ¿Acaso eso es de sabios? ¡Y están tan orgullosos! ¿El sueño? ¿Qué es el sueño? ¿Acaso nuestra vida no es un sueño? Diré algo más: ¡que sea cierto que nunca se cumpla y que no exista nuestro paraíso (eso ya lo entendí yo), pero, a pesar de todo, predicaré! No obstante, sería tan sencillo: en un día, en tan sólo una hora, todo podría hacerse realidad. Lo más importante es que ames a tus semejantes como a ti mismo, y eso es lo fundamental; creo que no se necesita nada más: al instante encontrarías cómo ordenar tu existencia. ¡Además, sólo se trata de una verdad antiquísima, leída y repetida billones de veces, pero que no terminó de arraigar! Porque “la conciencia de la vida está por encima de la vida misma, el conocimiento de las leyes de la felicidad excede a la propia felicidad”. ¡Contra eso es contra lo que hay que luchar! Y yo lo haré. Si todos lo desearan, las cosas cambiarían al instante. Por fin encontré aquella pequeña... ¡Y seguiré adelante, seguiré!