miércoles, 4 de diciembre de 2013

José Hierro - El héroe

El héroe
por José Hierro






Oí latir el corazón del mar
unido al de otras músicas -el vals, la polka, el tango,
el chárleston, el pasodoble, la rumba, el twist, el mádison-,
lo eterno y la que pasa, mano a mano.
La vida. El mar. Y las ciudades: hermosa Viena,
desasosegadora Nueva York,
pasando por París y por Madrid.
Músicas muertas en los tocadiscos
de los muchachos, como antaño en pianolas y organillos.
Música viva, como un mar que transcurre para los soñadores
-Bach, Schumann, Brahms o Debussy-;
señales de otras músicas futuras, de otras vidas,
de otros tiempos -Boulez, Berio, Stockhausen, Luis de Pablo-,
viejos probablemente cuando leáis estas palabras
viejas también, que ahora arrojo al olvido.

Entonces lo vi allí, al héroe, indiferente,
con su uniforme de guardarropía,
anacrónico. El pecho cubierto de medallas y de nobles cintajos,
maravillas de seda y cobre.
Vi al héroe, descansando sobre el banco de piedra.

Los jóvenes que pasan, navegan por la música.
Otros, ya con arrugas, oyen el canto de las olas.
Yo sólo, aquí, entre ellos, el más viejo de todos,
oigo música y mar al mismo tiempo. Es la armonía
de quien nació y ha muerto muchas veces.
No es frecuente que sea así, pero sucede, como ahora:
de súbito se encienden mar y música;
estallan tiempo, espacio, fuera y dentro;
giran deslumbradores vida de ayer y sangre fresca:
es como un huracán irresistible.

Es como un fuego. Yo iba andando
con la felicidad de adentro
y la felicidad de afuera,
suma de aquella humanidad entre la que pasaba.
Y vi al hombre: «Qué harás aquí -le dije-,
descorazonadora criatura,
carcomiendo la plenitud. Qué se habrá muerto
dentro de ti».

Y yo, que oía
todos los sones, sólo oí el silencio, su silencio,
el silencio del héroe,
sordo al mar, a la música, a sus recuerdos y proyectos.

Nueve décimas partes de su vida
debieron de pasar sin acercarse al mar,
sin sospechar siquiera qué paciencia salada,
qué artesanía de olas y de días
son necesarias para producirse
el prodigio de un árbol de coral,
la fantasía helicoidal de un caracol.
Era un héroe deshabitado, sin corona de roble
que le ciña de días gloriosos.

Despojad un instante a esta palabra
-héroe- de tantas adherencias literarias. Borrad
las iconografías consabidas:
Grecia y piedra rosada, cara al mar,
héroes ecuestres del Renacimiento...
Era otra cosa el hombre que yo vi.
Nació en alguna aldea del interior de España-
La piel endurecida, impasibles los ojos
que nada vieron nunca si no fue la llanura
circundada de encinas, donde nació y vivió.

(Donde vivió esperando
su tren de muerte, como yo ahora espero,
mientras nerviosamente escribo estos recuerdos,
al tren que ha de llegar a Medina del Campo
casi al amanecer. Estos sucesos
ocurrieron lejos de aquí, y en mí vivían
solicitando forma, para no ser pura nostalgia.
Sólo esta noche pude hallarles la palabra.)

Allí vivió veinte años. Un día, le hizo hombre
la guerra: le dio fe, lejanías y llamas.
Llegó hasta el mar; el mar le hizo sentirse libre;
mojó en el mar su cuerpo,
conquistó tierras, hizo prisioneros,
bebió vino de muerte, sintió tristeza y sintió ira;
tal vez fuera marcado por la metralla. Estuvo vivo
como nunca lo estuvo ni volvería a estarlo.
Dio razón y entusiasmo a su vida:
se la jugó con alegría a una carta tapada.
Luego, volvió a su pueblo a ensartar días y cosechas,
a dorar con melancolías
su estatua coronada de olas.

Y he aquí que al cabo de los años
llega otra vez junto al mar luminoso.
Donde dejó entusiasmo, vida y fe,
ha encontrado el silencio,
el mismo de las eras de su aldea,
mas ya sin esperanza.
Ha desfilado entre banderas, entre cánticos;
resucitaron las palabras en la garganta joven;
ha bebido el vino de antaño
y paseado su embriaguez gloriosa.
Desde las doce a la una y media
ha durado el desfile de estos supervivientes,
nostálgicos representantes
de un drama, escrito hace quién sabe cuántos años.
Después de la comida y los discursos
cayó el telón. Y oyó el silencio de los espectadores.
Y el silencio del mar. Y el de su vida.
Dijeron: «A las nueve al autobús;
hay que llegar temprano a casa.»
Oyó el silencio de su vida.
Desconocido entre desconocidos,
anduvo por las calles, sin rumbo. Se sentó
enfrente de las olas. Volvió el naipe
y no había figura pintada en él. Y oyó el silencio.

¿Comprendéis? El nordeste cesa al atardecer.
Ya ni siquiera hace temblar la ropa de este hombre.
No le deja en la mano el aroma del arma
con que mató a la muerte hace ya tiempo.
Van los muchachos por su lado, destruyen
la muerte con la música, como ayer con la pólvora.
Destruyen con la música la vida.

Con la música crean un inmenso silencio.

lunes, 2 de diciembre de 2013

José Agustín Goytisolo - Esos locos furiosos increíbles

Esos locos furiosos increíbles
por José Agustín Goytisolo





Llegan apresurados y nunca dicen para qué
ni de dónde proceden
y enseguida te piden dos mil francos
que casi siempre te han de devolver
o te quitan la toalla sin respeto
cuando te estás duchando
se ponen la colonia los polvos el masaje
la loción de tu novio o de tu hija
te arrastran a lugares espantosos o bellos
y ni siquiera piden tu opinión
y beben prodigiosamente se ponen a cantar
en cualquier parte
o arman la del gran dios en un bar miserable
y por motivos nimios
siempre siempre avasallan te compran un sombrero
o unas flores
y un día salen al galope quizá hacia los infiernos
qué desastre.

Señora caballero muchachita asustada
militante de un partido ecologista:
si se tropieza usted con uno de esos
locos furiosos increíbles
no le deje escapar llévelo a casa
son tiernos como niños
a veces tienen frío quién sabe si es porque
les han pegado duro
duermen poco se lavan todo el rato y son muy
besucones y mirones
pero cuidan los libros sacan todas las noches
el cubo de basura a la escalera
y están sólo pendientes de tener siempre
un cenicero al lado.

Tienen por fin el gran inconveniente:
se van mas vuelven pronto
duran toda la vida.

sábado, 30 de noviembre de 2013

Honoré de Balzac - El elixir de la larga vida

El elixir de la larga vida
por Honoré de Balzac




En un suntuoso palacio de Ferrara agasajaba don Juan Belvídero una noche de invierno a un príncipe de la casa de Este. En aquella época, una fiesta era un maravilloso espectáculo de riquezas reales de que sólo un gran señor podía disponer. Sentadas en torno a una mesa iluminada con velas perfumadas conversaban suavemente siete alegres mujeres, en medio de obras de arte, cuyos blancos mármoles destacaban en las paredes de estuco rojo y contrastaban con las ricas alfombras de Turquía. Vestidas de satén, resplandecientes de oro y cargadas de piedras preciosas que brillaban menos que sus ojos, todas contaban pasiones enérgicas, pero tan diferentes unas de otras como lo eran sus bellezas. No diferían ni en las palabras ni en las ideas; el aire, una mirada; algún gesto, el tono, servían a sus palabras como comentarios libertinos, lascivos, melancólicos o burlones.

Una parecía decir:

-Mi belleza sabe reanimar el corazón helado de un hombre viejo.

Otra:

-Adoro estar recostada sobre los almohadones pensando con embriaguez en aquellos que me adoran.

Una tercera, debutante en aquel tipo de fiestas, parecía ruborizarse:

-En el fondo de mi corazón siento remordimientos -decía-. Soy católica, y temo al infierno. Pero te amo tanto ¡tanto! que podría sacrificarte la eternidad.

La cuarta, apurando una copa de vino de Quío, exclamaba:

-¡Viva la alegría! Con cada aurora tomo una nueva existencia. Olvidada del pasado, ebria aún del encuentro de la víspera, agoto todas las noches una vida de felicidad, una vida llena de amor.

La mujer sentada junto a Belvídero lo miraba con los ojos llameantes. Guardaba silencio.

-¡No me confiaría a unos espadachines para matar a mi amante, si me abandonara!- después había reído; pero su mano convulsa hacía añicos una bombonera de oro milagrosamente esculpida.

-¿Cuándo serás Gran Duque? -preguntó la sexta al Príncipe, con una expresión de alegría asesina en los dientes y de delirio báquico en los ojos.

-¿Y cuándo morirá tu padre? -dijo la séptima riendo y arrojando su ramillete de flores a don Juan con un gesto ebrio y alocado. Era una inocente jovencita acostumbrada a jugar con las cosas sagradas.

-¡Ah, no me hables de ello! -exclamó el joven y hermoso don Juan Belvídero-. ¡Sólo hay un padre eterno en el mundo, y la desgracia ha querido que sea yo quien lo tenga!

Las siete cortesanas de Ferrara, los amigos de don Juan y el mismo Príncipe lanzaron un grito de horror. Doscientos años más tarde y bajo Luis XV, las gentes de buen gusto hubieran reído ante esta ocurrencia. Pero, tal vez al comienzo de una orgía las almas tienen aún demasiada lucidez. A pesar de la luz de las velas, las voces de las pasiones, de los vasos de oro y de plata, el vapor de los vinos, a pesar de la contemplación de las mujeres más arrebatadoras, quizá había aún, en el fondo de los corazones, un poco de vergüenza ante las cosas humanas y divinas, que lucha hasta que la orgía la ahoga en las últimas ondas de un vino espumoso. Sin embargo, los corazones estaban ya marchitos, torpes los ojos, y la embriaguez llegaba, según la expresión de Rabelais, hasta las sandalias. En aquel momento de silencio se abrió una puerta, y, como en el festín de Balthazar, Dios hizo acto de presencia y apareció bajo la forma de un viejo sirviente, de pelo blanco, andar vacilante y de ceño contraído. Entró con una expresión triste; con una mirada marchitó las coronas, las copas bermejas, las torres de fruta, el brillo de la fiesta, el púrpura de los rostros sorprendidos, y los colores de los cojines arrugados por el blanco brazo de las mujeres; finalmente, puso un crespón de luto a toda aquella locura, diciendo con voz cavernosa estas sombrías palabras:

-Señor, su padre se está muriendo.

Don Juan se levantó haciendo a sus invitados un gesto que bien podría traducirse por un: «Lo siento, esto no pasa todos los días.»

¿Acaso la muerte de un padre no sorprende a menudo a los jóvenes en medio de los esplendores de la vida, en el seno de las locas ideas de una orgía? La muerte es tan repentina en sus caprichos como lo es una cortesana en sus desdenes; pero más fiel, pues nunca engañó a nadie.

Cuando don Juan cerró la puerta de la sala y enfiló una larga galería tan fría como oscura, se esforzó por adoptar una actitud teatral pues, al pensar en su papel de hijo, había arrojado su alegría junto con su servilleta. La noche era negra. El silencioso sirviente que conducía al joven hacia la cámara mortuoria alumbraba bastante mal a su amo, de modo que la Muerte, ayudada por el frío, el silencio, la oscuridad, y quizá por la embriaguez, pudo deslizar algunas reflexiones en el alma de este hombre disipado; examinó su vida y se quedó pensativo, como un procesado que se dirige al tribunal.

Bartolomé Belvídero, padre de don Juan, era un anciano nonagenario que había pasado la mayor parte de su vida dedicado al comercio. Como había atravesado con frecuencia las talismánicas regiones de Oriente, había adquirido inmensas riquezas y una sabiduría más valiosa -decía- que el oro y los diamantes, que ahora ya no le preocupaban lo más mínimo.

-Prefiero un diente a un rubí, y el poder al saber -exclamaba a veces sonriendo.

Aquel padre bondadoso gustaba de oír contar a don Juan alguna locura de su juventud y decía en tono jovial, prodigándole el oro:

-Querido hijo, haz sólo tonterías que te diviertan.

Era el único anciano que se complacía en ver a un hombre joven, el amor paterno engañaba a su avanzada edad en la contemplación de una vida tan brillante. A la edad de sesenta años Belvídero se había enamorado de un ángel de paz y de belleza. Don Juan había sido el único fruto de este amor tardío y pasajero. Desde hacía quince años este hombre lamentaba la pérdida de su amada Juana. Sus numerosos sirvientes y también su hijo atribuyeron a este dolor de anciano las extrañas costumbres que adoptó. Confinado en el ala más incómoda de su palacio, salía raramente, y ni el mismo don Juan podía entrar en las habitaciones de su padre sin haber obtenido permiso. Si aquel anacoreta voluntario iba y venía por el palacio, o por las calles de Ferrara, parecía buscar alguna cosa que le faltase; caminaba soñador, indeciso, preocupado como un hombre en conflicto con una idea o un recuerdo. Mientras el joven daba fiestas suntuosas y el palacio retumbaba con el estallido de su alegría, los caballos resoplaban en el patio y los pajes discutían jugando a los dados en las gradas, Bartolomé comía siete onzas de pan al día y bebía agua. Si tomaba algo de carne era para darle los huesos a un perro de aguas, su fiel compañero. Jamás se quejaba del ruido. Durante su enfermedad, si el sonido del cuerno de caza y los ladridos de los perros lo sorprendían, se limitaba a decir: ¡ah, es don Juan que vuelve! Nunca hubo en la tierra un padre tan indulgente. Por otra parte, el joven Belvídero, acostumbrado a tratarlo sin ceremonias, tenía todos los defectos de un niño mimado. Vivía con Bartolomé como vive una cortesana caprichosa con un viejo amante, disculpando sus impertinencias con una sonrisa, vendiendo su buen humor, y dejándose querer. Reconstruyendo con un solo pensamiento el cuadro de sus años jóvenes, don Juan se dio cuenta de que le sería difícil echar en falta la bondad de su padre. Y sintiendo nacer remordimientos en el fondo de su corazón mientras atravesaba la galería, estuvo próximo a perdonar a Belvídero por haber vivido tanto tiempo. Le venían sentimientos de piedad filial del mismo modo que un ladrón se convierte en un hombre honrado por el posible goce de un millón bien robado. Cruzó pronto las altas y frías salas que constituían los aposentos de su padre. Tras haber sentido los efectos de una atmósfera húmeda, respirado el aire denso, el rancio olor que exhalaban viejas tapicerías y armarios cubiertos de polvo, se encontró en la antigua habitación del anciano, ante un lecho nauseabundo junto a una chimenea casi apagada. Una lámpara, situada sobre una mesa de forma gótica, arrojaba sobre el lecho, en intervalos desiguales, capas de luz más o menos intensas, mostrando de este modo el rostro del anciano siempre bajo un aspecto diferente. Silbaba el frío a través de las ventanas mal cerradas; y la nieve, azorando las vidrieras, producía un ruido sordo. Aquella escena contrastaba de tal modo con la que don Juan acababa de abandonar, que no pudo evitar un estremecimiento. Después tuvo frío, cuando al acercarse al lecho un violento resplandor empujado por un golpe de viento iluminó la cabeza de su padre: sus rasgos estaban descompuestos, la piel pegada a los huesos tenía tintes verdosos que la blancura de la almohada sobre la que reposaba el anciano hacía aún más horribles. Contraída por el dolor, la boca entreabierta y desprovista de dientes dejaba pasar algunos suspiros cuya lúgubre energía era sostenida por los aullidos de la tempestad. A pesar de tales signos de destrucción brillaba en aquella cabeza un increíble carácter de poder. Un espíritu superior que combatía a la muerte. Los ojos hundidos por la enfermedad guardaban una singular fijeza. Parecía que Bartolomé buscaba con su mirada moribunda a un enemigo sentado al pie de su cama para matarlo. Aquella mirada, fija y fría, era más escalofriante por cuanto que la cabeza permanecía en una inmovilidad semejante a la de los cráneos situados sobre la mesa de los médicos. Su cuerpo, dibujado por completo por las sábanas del lecho, permitía ver que los miembros del anciano guardaban la misma rigidez. Todo estaba muerto menos los ojos. Los sonidos que salían de su boca tenían también algo de mecánico.

Don Juan sintió una cierta vergüenza al llegar junto al lecho de su padre moribundo conservando un ramillete de cortesana en el pecho, llevando el perfume de la fiesta y el olor del vino.

-¡Te divertías! -exclamó el anciano cuando vio a su hijo.

En el mismo momento, la voz fina y ligera de una cantante que hechizaba a los invitados, reforzada por los acordes de la viola con la que se acompañaba, dominó el bramido del huracán y resonó en la cámara fúnebre. Don Juan no quiso oír aquel salvaje asentimiento.

Bartolomé dijo:

-No te quiero aquí, hijo mío.

Aquella frase llena de dulzura lastimó a don Juan, que no perdonó a su padre semejante puñalada de bondad.

-¡Qué remordimientos, padre! -dijo hipócritamente.

-¡Pobre Juanito! -continuó el moribundo con voz sorda-, ¿tan bueno he sido para ti que no deseas mi muerte?

-¡Oh! -exclamó don Juan-, ¡si fuera posible devolverte a la vida dándote parte de la mía! (cosas así pueden decirse siempre, pensaba el vividor, ¡es como si ofreciera el mundo a mi amante!).

Apenas concluyó este pensamiento cuando ladró el viejo perro de aguas. Aquella voz inteligente hizo que don Juan se estremeciera, pues creyó haber sido comprendido por el perro.

-Ya sabía, hijo mío, que podía contar contigo -exclamó el moribundo-, viviré. Podrás estar contento. Viviré, pero sin quitarte un solo día que te pertenezca.

«Delira», se dijo a sí mismo don Juan. Luego añadió en voz alta:

-Sí, padre querido, vivirás ciertamente, porque tu imagen permanecerá en mi corazón.

-No se trata de esa vida -dijo el noble anciano, reuniendo todas sus fuerzas para incorporarse, porque lo sobrecogió una de esas sospechas que sólo nacen en la cabecera de los moribundos-. Escúchame, hijo -continuó con la voz debilitada por este último esfuerzo-, no tengo yo más ganas de morirme que tú de prescindir de amantes, vino, caballos, halcones, perros y oro.

«Estoy seguro de ello», pensó el hijo arrodillándose a la cabecera de la cama y besando una de las manos cadavéricas de Bartolomé.

-Pero -continuó en voz alta-, padre, padre querido, hay que someterse a la voluntad de Dios.

-Dios soy yo -replicó el anciano refunfuñando.

-No blasfemes -dijo el joven viendo el aire amenazador que tomaban los rasgos de su padre. Guárdate de hacerlo, has recibido la Extremaunción, y no podría hallar consuelo viéndote morir en pecado.

-¿Quieres escucharme? -exclamó el moribundo, cuya boca crujió.

Don Juan cedió. Reinó un horrible silencio. Entre los grandes silbidos de la nieve llegaron aún los acordes de la viola y la deliciosa voz, débiles como un día naciente. El moribundo sonrió.

-Te agradezco el haber invitado a cantantes, haber traído música. ¡Una fiesta! Mujeres jóvenes y bellas, blancas y de negros cabellos. Todos los placeres de la vida, haz que se queden. Voy a renacer.

-Es el colmo del delirio -dijo don Juan.

-He descubierto un medio de resucitar. Mira, busca en el cajón de la mesa; podrás abrirlo apretando un resorte que hay escondido por el Grifo.

-Ya está, padre.

-Bien, coge un pequeño frasco de cristal de roca.

-Aquí está.

-He empleado veinte años en... -en aquel instante, el anciano sintió próximo el final y reunió toda su energía para decir-: Tan pronto como haya exhalado el último suspiro, me frotarás todo el cuerpo con este agua, y renaceré.

-Pues hay bastante poco -replicó el joven.

Si bien Bartolomé ya no podía hablar, tenía aún la facultad de oír y de ver, y al oír esto, su cabeza se volvió hacia don Juan con un movimiento de escalofriante brusquedad, su cuello se quedó torcido como el de una estatua de mármol a quien el pensamiento del escultor ha condenado a mirar de lado, sus ojos, más grandes, adoptaron una espantosa inmovilidad. Estaba muerto, muerto perdiendo su única, su última ilusión. Buscando asilo en el corazón de su hijo encontró una tumba más honda que las que los hombres cavan habitualmente a sus muertos. Sus cabellos se habían erizado también por el horror, y su mirada convulsa hablaba aún. Era un padre saliendo con rabia de un sepulcro para pedir venganza a Dios.

-¡Vaya!, se acabó el buen hombre -exclamó don Juan.

Presuroso por acercar el misterioso cristal a la luz de la lámpara como un bebedor examina su botella al final de la comida, no había visto blanquear el ojo de su padre. El perro contemplaba con la boca abierta alternativamente a su amo muerto y el elixir, del mismo modo que don Juan miraba, ora a su padre, ora al frasco. La lámpara arrojaba ráfagas ondulantes. El silencio era profundo, la viola había enmudecido. Belvídero se estremeció creyendo ver moverse a su padre. Intimidado por la expresión rígida de sus ojos acusadores, los cerró del mismo modo que hubiera bajado una persiana abatida por el viento en una noche de otoño. Permaneció de pie, inmóvil, perdido en un mundo de pensamientos. De repente, un ruido agrio, semejante al grito de un resorte oxidado, rompió el silencio. Don Juan, sorprendido, estuvo a punto de dejar caer el frasco. De sus poros brotó un sudor más frío que el acero de un puñal. Un gallo de madera pintada surgió de lo alto de un reloj de pared, y cantó tres veces. Era una de esas máquinas ingeniosas, con la ayuda de las cuales se hacían despertar para sus trabajos a una hora fija los sabios de la época. El alba enrojecía ya las ventanas. Don Juan había pasado diez horas reflexionando. El viejo reloj de pared era más fiel a su servicio que él en el cumplimiento de sus deberes hacia Bartolomé. Aquel mecanismo estaba hecho de madera, poleas, cuerdas y engranajes, mientras que don Juan poseía uno particular al hombre, llamado corazón. Para no arriesgarse a perder el misterioso licor, el escéptico don Juan volvió a colocarlo en el cajón de la mesita gótica. En tan solemne momento oyó un tumulto sordo en la galería: eran voces confusas, risas ahogadas, pasos ligeros, el roce de las sedas, el ruido en fin de un alegre grupo que se recoge. La puerta se abrió y el Príncipe, los amigos de don Juan, las siete cortesanas y las cantantes aparecieron en el extraño desorden en que se encuentran las bailarinas sorprendidas por la luz de la mañana, cuando el sol lucha con el fuego palideciente de las velas. Todos iban a darle al joven heredero el pésame de costumbre.

-¡Oh, oh!, ¿se habrá tomado el pobre don Juan esta muerte en serio? -dijo el Príncipe al oído de la de Brambilla.

-Su padre era un buen hombre -le respondió ella.

Sin embargo, las meditaciones nocturnas de don Juan habían imprimido a sus rasgos una expresión tan extraña que impuso silencio a semejante grupo. Los hombres permanecieron inmóviles. Las mujeres, que tenían los labios secos por el vino y las mejillas cárdenas por los besos, se arrodillaron y comenzaron a rezar. Don Juan no pudo evitar estremecerse viendo cómo el esplendor, las alegrías, las risas, los cantos, la juventud, la belleza, el poder, todo lo que es vida, se postraba así ante la muerte. Pero, en aquella adorable Italia la vida disoluta y la religión se acoplaban por entonces tan bien, que la religión era un exceso, y los excesos una religión. El Príncipe estrechó afectuosamente la mano de don Juan, y después, todos los rostros adoptaron simultáneamente el mismo gesto, mitad de tristeza mitad de indiferencia, y aquella fantasmagoría desapareció, dejando la sala vacía. Ciertamente era una imagen de la vida. Mientras bajaban las escaleras le dijo el Príncipe a la Rivabarella:

-Y bien, ¿quién habría creído a don Juan un fanfarrón impío? ¡Ama a su padre!

-¿Se han fijado en el perro negro? -preguntó la Brambilla.

-Ya es inmensamente rico -dijo suspirando Blanca Cavatolino.

-¡Y eso qué importa! -exclamó la orgullosa Baronesa, aquella que había roto la bombonera.

-¿Cómo que qué importa? -exclamó el Duque-. ¡Con sus escudos él es tan príncipe como yo!

Don Juan, en un principio asediado por mil pensamientos, dudaba ante varias decisiones. Después de haber examinado el tesoro amasado por su padre, volvió a la cámara mortuoria con el alma llena de un tremendo egoísmo. Encontró allí a toda la servidumbre ocupada en adornar el lecho fúnebre en el cual iba a ser expuesto al día siguiente el difunto señor, en medio de una soberbia capilla ardiente, curioso espectáculo que toda Ferrara vendría a admirar. Don Juan hizo un gesto y sus gentes se detuvieron, sobrecogidos, temblorosos.

-Déjenme solo aquí -dijo con voz alterada- y no entren hasta que yo salga.

Cuando los pasos del anciano sirviente que salió el último sólo sonaron débilmente en las losas, cerró don Juan precipitadamente la puerta, y seguro de su soledad exclamó:

-¡Veamos!

El cuerpo de Bartolomé estaba acostado en una larga mesa. Con el fin de evitar a los ojos de todos el horrible espectáculo de un cadáver al que una decrepitud extrema y la debilidad asemejaban a un esqueleto, los embalsamadores habían colocado una sábana sobre el cuerpo, envolviéndole todo menos la cabeza. Aquella especie de momia yacía en el centro de la habitación, y la sábana, amplia, dibujaba vagamente las formas, aun así duras, rígidas y heladas. El rostro tenía ya amplias marcas violeta que mostraban la necesidad de terminar el embalsamamiento. A pesar del escepticismo que lo acompañaba, don Juan tembló al destapar el mágico frasco de cristal. Cuando se acercó a la cabecera un temblor estuvo a punto de obligarlo a detenerse. Pero aquel joven había sido sabiamente corrompido, desde muy pronto, por las costumbres de una corte disoluta; un pensamiento digno del duque de Urbino le otorgó el valor que aguijoneaba su viva curiosidad; pareció como si el diablo le hubiera susurrado estas palabras que resonaron en su corazón: «¡impregna un ojo!» Tomó un paño y, después de haberlo empapado con parsimonia en el precioso licor, lo pasó lentamente sobre el párpado derecho del cadáver. El ojo se abrió.

-¡Ah! ¡Ah! -dijo don Juan apretando el frasco en su mano como se agarra en sueños la rama de la que colgamos sobre un precipicio.

Veía un ojo lleno de vida, un ojo de niño en una cabeza de muerto, donde la luz temblaba en un joven fluido, y, protegida por hermosas pestañas negras, brillaba como ese único resplandor que el viajero percibe en un campo desierto en las noches de invierno. Aquel ojo resplandeciente parecía querer arrojarse sobre don Juan, pensaba, acusaba, condenaba, amenazaba, juzgaba, hablaba, gritaba, mordía. Todas las pasiones humanas se agitaban en él. Eran las más tiernas súplicas: la cólera de un rey, luego, el amor de una joven pidiendo gracia a sus verdugos; la mirada que lanza un hombre a los hombres al subir el último escalón del patíbulo. Tanta vida estallaba en aquel fragmento de vida, que don Juan retrocedió espantado, paseó por la habitación sin atreverse a mirar aquel ojo, que veía de nuevo en el suelo, en los tapices. La estancia estaba sembrada de puntos llenos de fuego, de vida, de inteligencia. Por todas partes brillaban ojos que ladraban a su alrededor.

-¡Bien podría haber vivido cien años! -exclamó sin querer cuando, llevado ante su padre por una fuerza diabólica, contemplaba aquella chispa luminosa.

De repente, aquel párpado inteligente se cerró y volvió a abrirse bruscamente, como el de una mujer que consiente. Si una voz hubiera gritado: «¡Sí!», don Juan no se hubiera asustado más.

«¿Qué hacer?», pensaba. Tuvo el valor de intentar cerrar aquel párpado blanco. Sus esfuerzos fueron vanos.

-¿Reventarlo? ¿Sería acaso un parricidio? -se preguntaba.

-Sí -dijo el ojo con un guiño de una sorprendente ironía.

-¡Ja! Ja! ¡Aquí hay brujería! -exclamó don Juan, y se acercó al ojo para reventarlo. Una lágrima rodó por las mejillas hundidas del cadáver, y cayó en la mano de Belvídero-. ¡Está ardiendo! -gritó sentándose.

Aquella lucha lo había fatigado como si hubiera combatido contra un ángel, como Jacob.

Finalmente se levantó diciendo para sí:

«¡Mientras no haya sangre...!» Luego, reuniendo todo el valor necesario para ser cobarde, reventó el ojo aplastándolo con un paño, pero sin mirar. Un gemido inesperado, pero terrible, se hizo oír. El pobre perro de aguas expiró aullando.

«¿Sabría él el secreto?», se preguntó don Juan mirando al fiel animal.

Don Juan Belvídero pasó por un hijo piadoso. Levantó sobre la tumba de su padre un monumento y confió la realización de las figuras a los artistas más célebres de su tiempo. Sólo estuvo completamente tranquilo el día en que la estatua paterna, arrodillada ante la Religión, impuso su enorme peso sobre aquella fosa, en el fondo de la cual enterró el único remordimiento que hubiera rozado su corazón en los momentos de cansancio físico. Haciendo inventario de las inmensas riquezas amasadas por el viejo orientalista, don Juan se hizo avaro. ¿Acaso no tenía dos vidas humanas para proveer de dinero? Su mirada, profunda y escrutadora, penetró en el principio de la vida social y abrazó mejor al mundo, puesto que lo veía a través de una tumba. Analizó a los hombres y las cosas para terminar de una vez con el Pasado, representado por la Historia; con el Presente, configurado por la Ley; con el Futuro, desvelado por las Religiones. Tomó el alma y la materia, las arrojó a un crisol, no encontró nada, y desde entonces se convirtió en DON JUAN.

Dueño de las ilusiones de la vida, se lanzó, joven y hermoso, a la vida, despreciando al mundo, pero apoderándose del mundo. Su felicidad no podía ser una felicidad burguesa que se alimenta con un hervido diario, con un agradable calentador de cama en invierno, una lámpara de noche y unas pantuflas nuevas cada trimestre. No; se asió a la existencia como un mono que coge una nuez y, sin entretenerse largo tiempo, despoja sabiamente las envolturas del fruto, para degustar la sabrosa pulpa. La poesía y los sublimes arrebatos de la pasión humana no le interesaban. No cometió el error de otros hombres poderosos que, imaginando que las almas pequeñas creen en las grandes almas, se dedican a intercambiar los más altos pensamientos del futuro con la moneda de nuestras ideas vitalicias. Bien podía, como ellos, caminar con los pies en la tierra y la cabeza en el cielo; pero prefería sentarse y secar bajo sus besos más de un labio de mujer joven, fresca y perfumada; porque, al igual que la Muerte, allí por donde pasaba devoraba todo sin pudor, queriendo un amor posesivo, un amor oriental de placeres largos y fáciles. Amando sólo a la mujer en las mujeres, hizo de la ironía un cariz natural de su alma. Cuando sus amantes se servían de un lecho para subir a los cielos donde iban a perderse en el seno de un éxtasis embriagador, don Juan las seguía, grave, expansivo, sincero, tanto como un estudiante alemán sabe serlo. Pero decía YO cuando su amante, loca, extasiada, decía NOSOTROS. Sabía dejarse llevar por una mujer de forma admirable. Siempre era lo bastante fuerte como para hacerla creer que era un joven colegial que dice a su primera compañera de baile: «¿Te gusta bailar?», también sabía enrojecer a propósito, y sacar su poderosa espada y derribar a los comendadores. Había burla en su simpleza y risa en sus lágrimas, pues siempre supo llorar como una mujer cuando le dice a su marido: «Dame un séquito o me moriré enferma del pecho.»

Para los negociantes, el mundo es un fardo o una mesa de billetes en circulación; para la mayoría de los jóvenes, es una mujer; para algunas mujeres, es un hombre; para ciertos espíritus es un salón, una camarilla, un barrio, una ciudad; para don Juan, el universo era él. Modelo de gracia y de belleza, con un espíritu seductor, amarró su barca en todas las orillas; pero, haciéndose llevar, sólo iba allí adonde quería ser llevado. Cuanto más vivió, más dudó. Examinando a los hombres, adivinó con frecuencia que el valor era temeridad; la prudencia, cobardía; la generosidad, finura; la justicia, un crimen; la delicadeza, una necedad; la honestidad, organización; y, gracias a una fatalidad singular, se dio cuenta de que las gentes honestas, delicadas, justas, generosas, prudentes y valerosas, no obtenían ninguna consideración entre los hombres: ¡Qué broma tan absurda! -se dijo-. No procede de un dios. Y entonces, renunciando a un mundo mejor, jamás se descubrió al oír pronunciar un nombre, y consideró a los santos de piedra de las iglesias como obras de arte. Pero también, comprendiendo el mecanismo de las sociedades humanas, no contradecía en exceso los prejuicios, puesto que no era tan poderoso como el verdugo, pero daba la vuelta a las leyes sociales con la gracia y el ingenio tan bien expresados en su escena con el Señor Dimanche. Fue, en efecto, el tipo de don Juan de Molière, del Fausto de Goethe, del Manfred de Byron y del Melmoth de Maturin. Grandes imágenes trazadas por los mayores genios de Europa, y a las que no faltarán quizá ni los acordes de Mozart ni la lira de Rossini. Terribles imágenes que el principio del mal, existente en el hombre, eterniza y del cual se encuentran copias cada siglo: bien porque este tipo entra en conversaciones humanas encarnándose en Mirabeau; bien porque se conforma con actuar en silencio como Bonaparte; o de comprimir el mundo en una ironía como el divino Rabelais; o, incluso, se ría de los seres en lugar de insultar a las cosas como el mariscal de Richelieu; o que se burle a la vez de los hombres y de las cosas como el más célebre de nuestros embajadores.

Pero la profunda jovialidad de don Juan Belvídero precedió a todos ellos. Se rió de todo. Su vida era una burla que abarcaba hombres, cosas, instituciones e ideas. En lo que respecta a la eternidad, había conversado familiarmente media hora con el papa Julio II, y al final de la charla le había dicho riendo:

-Si es absolutamente preciso elegir prefiero creer en Dios a creer en el diablo; el poder unido a la bondad ofrece siempre más recursos que el genio del mal.

-Sí, pero Dios quiere que se haga penitencia en este mundo.

-¿Siempre piensa en sus indulgencias? -respondió Belvídero-. ¡Pues bien! tengo reservada toda una existencia para arrepentirme de las faltas de mi primera vida.

-¡Ah!, si es así como entiendes la vejez -exclamó el Papa- corres el riesgo de ser canonizado.

-Después de su ascensión al papado, puede creerse todo.

Fueron entonces a ver a los obreros que construían la inmensa basílica consagrada a san Pedro.

-San Pedro es el hombre de genio que dejó constituido nuestro doble poder -dijo el Papa a don Juan-, merece este monumento. Pero, a veces, por la noche, pienso que un silencio borrará todo esto y habrá que volver a empezar...

Don Juan y el Papa se echaron a reír, se habían entendido bien. Un necio habría ido a la mañana siguiente a divertirse con Julio II a casa de Rafael o a la deliciosa Villa Madame, pero Belvídero acudió a verlo oficiar pontificalmente para convencerse de todas sus dudas. En un momento libertino, la Rovere hubiera podido desdecirse y comentar el Apocalipsis.

Sin embargo, esta leyenda no tiene por objeto el proporcionar material a aquellos que deseen escribir sobre la vida de don Juan, sino que está destinada a probar a las gentes honestas que Belvídero no murió en un duelo con una piedra como algunos litógrafos quieren hacer creer.

Cuando don Juan Belvídero alcanzó la edad de sesenta años, se instaló en España. Allí, ya anciano, se casó con una joven y encantadora andaluza. Pero, tal y como lo había calculado, no fue ni buen padre ni buen esposo. Había observado que no somos tan tiernamente amados como por las mujeres en las que nunca pensamos. Doña Elvira, educada santamente por una anciana tía en lo más profundo de Andalucía, en un castillo a pocas leguas de Sanlúcar, era toda gracia y devoción. Don Juan adivinó que aquella joven sería del tipo de mujer que combate largamente una pasión antes de ceder, y por ello pensó poder conservarla virtuosa hasta su muerte. Fue una broma seria, un jaque que se quiso reservar para jugarlo en sus días de vejez. Fortalecido con los errores cometidos por su padre Bartolomé, don Juan decidió utilizar los actos más insignificantes de su vejez para el éxito del drama que debía consumarse en su lecho de muerte. De este modo, la mayor parte de su riqueza permaneció oculta en los sótanos de su palacio de Ferrara, donde raramente iba. Con la otra mitad de su fortuna estableció una renta vitalicia para que le produjera intereses durante su vida, la de su mujer y la de sus hijos, astucia que su padre debiera haber practicado. Pero semejante maquiavélica especulación no le fue muy necesaria. El joven Felipe Belvídero, su hijo, se convirtió en un español tan concienzudamente religioso como impío era su padre, quizá en virtud del proverbio: a padre avaro, hijo pródigo.

El abad de Sanlúcar fue elegido por don Juan para dirigir la conciencia de la duquesa de Belvídero y de Felipe. Aquel eclesiástico era un hombre santo, admirablemente bien proporcionado, alto, de bellos ojos negros y una cabeza al estilo de Tiberio, cansada por el ayuno, blanca por la mortificación y diariamente tentada como son tentados todos los solitarios. Quizá esperaba el anciano señor matar a algún monje antes de terminar su primer siglo de vida. Pero, bien porque el abad fuera tan fuerte como podía serlo el mismo don Juan, bien porque doña Elvira tuviera más prudencia o virtud de la que España le otorga a las mujeres, don Juan fue obligado a pasar sus últimos días como un viejo cura rural, sin escándalos en su casa. A veces, sentía placer si encontraba a su mujer o a su hijo faltando a sus deberes religiosos, y les exigía realizar todas las obligaciones impuestas a los fieles por el tribunal de Roma. En fin, nunca se sentía tan feliz como cuando oía al galante abad de Sanlúcar, a doña Elvira y a Felipe discutir sobre un caso de conciencia. Sin embargo, a pesar de los cuidados que don Juan Belvídero prodigaba a su persona, llegaron los días de decrepitud; con la edad del dolor llegaron los gritos de impotencia, gritos tanto más desgarradores cuanto más ricos eran los recuerdos de su ardiente juventud y de su voluptuosa madurez. Aquel hombre, cuyo grado más alto de burla era inducir a los otros a creer en las leyes y principios de los que él se mofaba, se dormía por las noches pensando en un quizá. Aquel modelo de elegancia, aquel duque, vigoroso en las orgías, soberbio en la corte, gentil para con las mujeres cuyos corazones había retorcido como un campesino retuerce una vara de mimbre, aquel hombre ingenio, tenía una pituita pertinaz, una molesta ciática y una gota brutal. Veía cómo sus dientes lo abandonaban, al igual que se van, una a una, las más blancas damas, las más engalanadas, dejando el salón desierto. Finalmente, sus atrevidas manos temblaron, sus esbeltas piernas se tambalearon, y una noche la apoplejía aprisionó sus manos corvas y heladas. Desde aquel fatal día se volvió taciturno y duro. Acusaba la dedicación de su mujer y de su hijo, pretendiendo en ocasiones que sus emotivos cuidados y delicadezas le eran así prodigados porque había puesto su fortuna en rentas vitalicias. Elvira y Felipe derramaban entonces lágrimas amargas y doblaban sus caricias al malicioso viejo, cuya voz cascada se volvía afectuosa para decirles: «Queridos míos, querida esposa, ¿me perdonan, verdad? Los atormento un poco. ¡Ay, gran Dios! ¿cómo te sirves de mí para poner a prueba a estas dos celestes criaturas? Yo, que debiera ser su alegría, soy su calamidad.» De este modo los encadenó a la cabecera de su cama, haciéndoles olvidar meses enteros de impaciencia y crueldad por una hora en que les prodigaba los tesoros, siempre nuevos, de su gracia y de una falsa ternura. Paternal sistema que resultó infinitamente mejor que el que su padre había utilizado en otro tiempo para con él.

Por fin llegó a un grado tal de enfermedad en que, para acostarlo, había que manejarlo como una falúa que entra en un canal peligroso. Luego, llegó el día de la muerte. Aquel brillante y escéptico personaje de quien sólo el entendimiento sobrevivía a la más espantosa de las destrucciones, se vio entre un médico y un confesor, los dos seres que le eran más antipáticos. Pero estuvo jovial con ellos. ¿Acaso no había para él una luz brillante tras el velo del porvenir? Sobre aquella tela, para unos de plomo, diáfana para él, jugaban como sombras las arrebatadoras delicias de la juventud.

Era una hermosa tarde cuando don Juan sintió la proximidad de la muerte. El cielo de España era de una pureza admirable, los naranjos perfumaban el aire, las estrellas destilaban luces vivas y frescas, parecía que la naturaleza le daba pruebas ciertas de su resurrección; un hijo piadoso y obediente lo contemplaba con amor y respeto. Hacia las once, quiso quedarse solo con aquel cándido ser.

-Felipe -le dijo con una voz tan tierna y afectuosa que hizo estremecerse y llorar de felicidad al joven. Jamás había pronunciado así «Felipe», aquel padre inflexible.

-Escúchame, hijo mío -continuó el moribundo-. Soy un gran pecador. Durante mi vida también he pensado en mi muerte. En otro tiempo fui amigo del gran papa Julio II. El ilustre pontífice temió que la excesiva exaltación de mis sentidos me hiciese cometer algún pecado mortal entre el momento de expirar y de recibir los santos óleos; me regaló un frasco con el agua bendita que mana entre las rocas, en el desierto. He mantenido el secreto de este despilfarro del tesoro de la Iglesia, pero estoy autorizado a revelar el misterio a mi hijo, in articulo mortis. Encontrarás el frasco en el cajón de esa mesa gótica que siempre ha estado en la cabecera de mi cama... El precioso cristal podrá servirte aún, querido Felipe. Júrame, por tu salvación eterna, que ejecutarás puntualmente mis órdenes.

Felipe miró a su padre. Don Juan conocía demasiado la expresión de los sentimientos humanos como para no morir en paz bajo el testimonio de aquella mirada, como su padre había muerto en la desesperanza de su propia mirada.

-Tú merecías otro padre -continuó don Juan-. Me atrevo a confesarte, hijo mío, que en el momento en que el venerable abad de Sanlúcar me administraba el viático, pensaba en la incompatibilidad de los dos poderes, el del diablo y el de Dios.

-¡Oh, padre!

-Y me decía a mí mismo que, cuando Satán haga su paz, tendrá que acordar el perdón de sus partidarios, para no ser un gran miserable. Esta idea me persigue. Iré, pues, al infierno, hijo mío, si no cumples mi voluntad.

-¡Oh, dímela pronto, padre!

-Tan pronto como haya cerrado los ojos -continuó don Juan-, unos minutos después, cogerás mi cuerpo, aún caliente, y lo extenderás sobre una mesa, en medio de la habitación. Después apagarás la luz. El resplandor de las estrellas deberá ser suficiente. Me despojarás de mis ropas, rezarás padrenuestros y avemarías elevando tu alma a Dios y humedecerás cuidadosamente con este agua santa mis ojos, mis labios, toda mi cabeza primero, y luego sucesivamente los miembros y el cuerpo; pero, hijo mío, el poder de Dios es tan grande, que no deberás asombrarte de nada.

Entonces, don Juan, que sintió llegar la muerte, añadió con voz terrible:

-Coge bien el frasco -y expiró dulcemente en los brazos de su hijo, cuyas abundantes lágrimas bañaron su rostro irónico y pálido.

Era cerca de la medianoche cuando don Felipe Belvídero colocó el cadáver de su padre sobre la mesa. Después de haber besado su frente amenazadora y sus grises cabellos, apagó la lámpara. La suave luz producida por la claridad de la luna cuyos extraños reflejos iluminaban el campo, permitió al piadoso Felipe entrever indistintamente el cuerpo de su padre como algo blanco en medio de la sombra. El joven impregnó un paño en el licor que, sumido en la oración, ungió fielmente aquella cabeza sagrada en un profundo silencio. Oía estremecimientos indescriptibles, pero los atribuía a los juegos de la brisa en la cima de los árboles. Cuando humedeció el brazo derecho sintió que un brazo fuerte y vigoroso le cogía el cuello, ¡el brazo de su padre! Profirió un grito desgarrador y dejó caer el frasco, que se rompió. El licor se evaporó. Las gentes del castillo acudieron, provistos de candelabros, como si la trompeta del juicio final hubiera sacudido el universo. En un instante la habitación estuvo llena de gente. La multitud temblorosa vio a don Felipe desvanecido, pero retenido por el poderoso brazo de su padre, que le apretaba el cuello. Después, cosa sobrenatural, los asistentes contemplaron la cabeza de don Juan tan joven y tan bella como la de Antínoo; una cabeza con cabellos negros, ojos brillantes, boca bermeja y que se agitaba de forma escalofriante, sin poder mover el esqueleto al que pertenecía. Un anciano servidor gritó:

-¡Milagro! -y todos los españoles repitieron-: ¡Milagro!

Doña Elvira, demasiado piadosa como para admitir los misterios de la magia, mandó buscar al abad de Sanlúcar. Cuando el prior contempló con sus propios ojos el milagro, decidió aprovecharlo, como hombre inteligente y como abad, para aumentar sus ingresos. Declarando enseguida que don Juan sería canonizado sin ninguna duda, fijó la apoteósica ceremonia en su convento que en lo sucesivo se llamaría, dijo, San Juan-de-Lúcar. Ante estas palabras, la cabeza hizo un gesto jocoso.

El gusto de los españoles por este tipo de solemnidades es tan conocido que no resultan difíciles de creer las hechicerías religiosas con que el abad de Sanlúcar celebró el traslado del bienaventurado don Juan Belvídero a su iglesia. Días después de la muerte del ilustre noble, el milagro de su imperfecta resurrección era tan comentado de un pueblo a otro, en un radio de más de cincuenta leguas alrededor de Sanlúcar, que resultaba cómico ver a los curiosos en los caminos; vinieron de todas partes, engolosinados por un Te Deum con antorchas. La antigua mezquita del convento de Sanlúcar, una maravillosa edificación construida por los moros, cuyas bóvedas escuchaban desde hacía tres siglos el nombre de Jesucristo sustituyendo al de Alá, no pudo contener a la multitud que acudía a ver la ceremonia. Apretados como hormigas, los hidalgos con capas de terciopelo y armados con sus espadas, estaban de pie alrededor de las columnas, sin encontrar sitio para doblar sus rodillas, que sólo se doblaban allí. Encantadoras campesinas, cuyas basquiñas dibujaban las amorosas formas, daban su brazo a ancianos de blancos cabellos. Jóvenes con ojos de fuego se encontraban junto a ancianas mujeres adornadas. Había, además, parejas estremecidas de placer, novias curiosas acompañadas por sus bienamados; recién casados; niños que se cogían de la mano, temerosos. Allí estaba aquella multitud, llena de colorido, brillante en sus contrastes, cargada de flores, formando un suave tumulto en el silencio de la noche. Las amplias puertas de la iglesia se abrieron. Aquellos que, retardados, se quedaron fuera, veían de lejos, por las tres puertas abiertas, una escena tan pavorosa de decoración a la que nuestras modernas óperas sólo podrían aproximarse débilmente. Devotos y pecadores, presurosos por alcanzar la gracia del nuevo santo, encendieron en su honor millares de velas en aquella amplia iglesia, resplandores interesados que concedieron un mágico aspecto al monumento. Las negras arcadas, las columnas y sus capiteles, las capillas profundas y brillantes de oro y plata, las galerías, las figuras sarracenas recortadas, los más delicados trazos de tan delicada escultura se dibujaban en aquella luz excesiva, como caprichosas figuras que se forman en un brasero al rojo.

Era un océano de fuego, dominado al fondo de la iglesia por un coro dorado, donde se levantaba el altar mayor, cuya gloria habría podido rivalizar con la de un sol naciente. En efecto, el esplendor de las lámparas de oro, de los candelabros de plata, de los estandartes, de las borlas, de los santos y de los ex votos palidecía ante el relicario en que se encontraba don Juan. El cuerpo del impío resplandecía de pedrería, de flores, cristales, diamantes, oro y plumas tan blancas como las alas de un serafín, y sustituía en el altar a un retablo de Cristo. A su alrededor brillaban numerosos cirios que lanzaban al aire ondas llameantes. El abad de Sanlúcar, adornado con los hábitos pontificios, con su mitra enriquecida de piedras preciosas, su roqueta, su báculo de oro, estaba sentado, rey del coro, en un sillón de lujo imperial, en medio del clero compuesto por impasibles ancianos de cabellos plateados, revestidos de albas finas y que lo rodeaban semejantes a los santos confesores que los pintores agrupan alrededor del Eterno. El gran chantre y los dignatarios del cabildo, adornados con las brillantes insignias de sus vanidades eclesiásticas, iban y venían en el seno de las nubes formadas por el incienso, semejantes a los astros que ruedan en el firmamento. Cuando llegó la hora del triunfo, las campanas despertaron los ecos del campo, y aquella inmensa asamblea lanzó a Dios el primer grito de alabanza con que comienza el Te Deum. ¡Sublime grito! Eran voces puras y ligeras, voces de mujeres en éxtasis unidas a las voces graves y fuertes de los hombres, de millares de voces tan poderosas, que el órgano no dominó el conjunto, a pesar del mugir de sus tubos. Sólo las agudas notas de la voz joven de los niños del coro y los amplios acentos de algunos bajos, suscitaron ideas graciosas, dibujaron la infancia y la fuerza en este arrebatador concierto de voces humanas confundidas en un sentimiento de amor.

-¡Te Deum laudamus!

Aquel canto salía del seno de la catedral negra de mujeres y hombres arrodillados, semejante a una luz que brilla de pronto en la noche; y se rompió el silencio como por el estallido de un trueno. Las voces ascendieron con nubes de incienso que arrojaban entonces velos diáfanos y azulados sobre las fantasías maravillosas de la arquitectura. Todo era riqueza, perfume, luz y melodía. En el instante en que aquella música de amor y de reconocimiento se concentró en el altar, don Juan, demasiado educado como para no dar las gracias, demasiado espiritual, por no decir burlón, respondió con una espantosa carcajada y se acomodó en su relicario. Pero el diablo le hizo pensar en el riesgo que corría de ser tomado por un hombre ordinario, un santo, un Bonifacio, un Pantaleón. Turbó aquella melodía de amor con un aullido al que se unieron las mil voces del inferno. La tierra bendecía, el cielo maldecía. La iglesia tembló en sus antiguos cimientos.

-¡Te Deum laudamus! -decía la asamblea.

-¡Al diablo todos!, ¡son unas bestias! ¡Dios! ¡Dios!, ¡carajos demonios!, ¡animales, son unos estúpidos con su viejo Dios!

Y un torrente de imprecaciones discurrió como un río de lava ardiente en una erupción del Vesubio.

-¡Deus sabaoth, sabaoth! -gritaron los cristianos.

-¡Insultan la majestad del infierno! -contestó don Juan con un rechinar de dientes.

Pronto pudo el brazo viviente salir por encima del relicario y amenazó a la asamblea con gestos de desesperación e ironía.

-El santo nos bendice -dijeron las viejas mujeres, los niños y los novios, gentes crédulas.

Así somos frecuentemente engañados en nuestras adoraciones. El hombre superior se burla de los que lo elogian y elogia en ocasiones a aquellos de los que se burla en el fondo de su corazón.

Cuando el abad arrodillado ante el altar cantaba:

-Sancte Johannes ora pro nobis -entendió claramente-: -¡Oh, coglione!

»-¿Qué pasa ahí arriba? -exclamó el deán al ver moverse el relicario.

-El santo hace diabluras -respondió el abad.

Entonces, aquella cabeza viviente se separó violentamente del cuerpo que ya no vivía y cayó sobre el cráneo amarillo del oficiante.

-¡Acuérdate de doña Elvira! -gritó la cabeza devorando la del abad.

Éste profirió un horrible grito que turbó la ceremonia.

Todos los sacerdotes corrieron y rodearon a su soberano.

-¡Imbécil! ¿y dices que hay un Dios? -gritó la voz en el momento en que el abad, mordido en su cerebro, expiraba.

viernes, 4 de octubre de 2013

Dino Buzzati - Siete mensajeros

Los siete mensajeros
por Dino Buzzati



Habiendo salido a explorar el reino de mi padre, día a día voy alejándome de la ciudad y las noticias que me llegan son cada vez más raras.

Comencé el viaje cuando tenía poco más de treinta años y han pasado ya más de ocho años, seis meses y quince días de ininterrumpido camino.

Creía, en el momento de partir, que en pocas semanas habría alcanzado los confines del reino; por el contrario, seguí encontrando nuevas gentes y países y en todas partes hombres que hablaban mi mismo idioma y que decían ser mis súbditos. A veces pienso que la brújula de mi geógrafo se ha enloquecido y que, creyendo avanzar siempre hacia el sur, en realidad damos vueltas sobre nuestros propios pasos sin aumentar jamás la distancia que nos separa de la capital; esto podría explicar por qué no estamos ahora junto a la extrema frontera.

Pero más frecuentemente me atormenta la duda de que este confín no existía, que el reino se extienda sin límite alguno y que, por más que yo avance, jamás podré arribar a la frontera. Empecé el viaje cuando tenía más de treinta años, demasiado tarde, quizás. Los amigos, los mismos familiares, se burlaban de mi proyecto, opinando que iba a despilfarrar los mejores años de mi vida. Pocos de mis leales, en realidad, aceptaron partir.

Si bien era algo descuidado -mucho más que ahora- me preocupé de poder comunicarme, durante el viaje, con mis seres queridos; entre los caballeros de la escolta elegí los siete mejores para que me sirvieran de mensajeros. Creí, ignorante de mí, que tener siete mensajeros era una verdadera exageración.

Con el transcurso del tiempo advertí, por el contrario, que eran ridículamente pocos, a pesar de que ninguno de ellos fue asaltado por los bandidos ni malogró su cabalgadura. Los siete me han servido con una tenacidad y una devoción que difícilmente podré recompensar.

Para distinguirlos con facilidad les puse nombres cuyas iniciales eran alfabéticamente progresivas: Alejandro, Benito, Carlos, Daniel, Eduardo, Federico, Gregorio.

Poco acostumbrado a estar lejos de mi casa, envié al primero, Alejandro, al caer la noche del segundo día de viaje, cuando habíamos recorrido ya unas ochenta leguas. A la noche siguiente, para asegurarme la continuidad de las comunicaciones, envié al segundo, después al tercero, después al cuarto, consecutivamente, hasta la octava tarde del viaje en que partió Gregorio. El primero todavía no había regresado.

Llegó la décima noche mientras acampábamos en un valle deshabitado. Supe por Alejandro que su rapidez había sido menor a la prevista; había pensado que, yendo separado y en un corcel inmejorable, podría recorrer en el mismo tiempo el doble de distancia que nosotros, pero no había recorrido el doble, sino sólo una vez y media; en unas jornadas, mientras nosotros avanzábamos cuarenta leguas, él avanzaba sesenta, pero no más.

Lo mismo pasó con los otros. Benito, que partió la tercera noche del viaje, retornó recién a la décima quinta; Carlos, que partió a la cuarta noche, nos alcanzó en la vigésima. Muy pronto comprendí que bastaba multiplicar por cinco los días que llevábamos viajando para saber cuándo volvería el mensajero.

Al alejarnos constantemente de la capital, el itinerario de los mensajeros se hacía cada vez más largo. Después de cincuenta días de camino el intervalo entre un arribo u otro comenzó a espaciarse sensiblemente; mientras antes veía llegar al campamento un mensajero cada cinco días, el intervalo llegó a hacerse de veinticinco días; la voz de mi ciudad, de esa manera, se volvía cada vez más apagada: pasábamos semanas enteras sin tener ninguna noticia.

Una vez que transcurrieron seis meses -ya habíamos atravesado los montes Fasani- el intervalo entre uno y otro arribo de los mensajeros aumentó a cuatro meses. Ahora ellos me traían noticias lejanas; el sobre me llegaba ajado, muchas veces con manchas de humedad, debido a las noches que el portador se había visto obligado a pasar al sereno.

Avanzábamos aún. En vano buscaba persuadirme de que las nubes que se deslizaban rápidamente sobre mí eran iguales a las de mi niñez, que el cielo de la ciudad lejana no era diferente de la cúpula azul que tenía sobre mí, que el aire era el mismo, igual el soplo del viento, idénticas las voces de los pájaros. Las nubes, el cielo, el aire, los vientos, los pájaros se me aparecían en verdad, como cosas nuevas y diversas; y yo me sentía extranjero.

¡Adelante! ¡Adelante! Vagabundos encontrados por la llanura me decían que los confines no estaban lejos. Yo incitaba a mis hombres a no descansar, borraba las palabras descorazonadoras que se formaban sobre sus labios.

Ya habían pasado cuatro años de mi partida. ¡Qué larga fatiga! La capital, mi casa, mi padre, se habían vuelto extrañamente remotos, casi no me parecían reales. Ahora pasaban fácilmente veinte meses entre las sucesivas apariciones de los mensajeros. Me traían curiosas misivas amarillentas por el tiempo y en ella encontraba nombres olvidados, modos de decir insólitos para mí, sentimientos que no lograba comprender. A la mañana siguiente, después de una sola noche de reposo, mientras nosotros nos poníamos en camino, el mensajero partía en dirección opuesta, llevando a la ciudad las cartas que yo había preparado en ese mismo tiempo.

Pero ya han transcurrido ocho años y medio. Esta noche cenaba solo en mi tienda cuando entró Daniel, que aún lograba sonreír, aunque estaba muerto de cansancio. Hace casi siete años que no lo veía. Durante todo este período larguísimo no ha hecho más que correr, atravesando praderas, bosques y desiertos, cambiando quién sabe cuántas veces de cabalgadura, para traerme el paquete de sobres que hasta ahora no he tenido deseos de abrir. Ya se fue a dormir y volverá a partir mañana mismo, al amanecer.

Partirá por última vez. Consultando el calendario calculé que, aunque todo salga bien, yo continuando mi camino como lo he hecho hasta ahora y él el suyo, no podré volver a ver a Daniel hasta dentro de treinta y cuatro años. Entonces tendré setenta y dos.

Pero comienzo a sentirme cansado y es probable que me muera antes. No lo volveré a ver. Dentro de treinta y cuatro años (quizás antes, mucho antes) Daniel descubrirá, inesperadamente, los fuegos de mi campamento y se preguntará por qué nunca antes le resultó el trayecto tan corto.

Como esta noche, el buen mensajero entrará en mi tienda con las cartas amarillas, llenas de absurdas noticias de un tiempo ya sepultado; pero se detendrá en el umbral y me verá inmóvil tendido sobre el camastro, flanqueado por dos soldados con antorchas, muerto.

¡Anda, pues, Daniel, y no me digas que soy cruel! Lleva mi último saludo a la ciudad donde nací. Tú eres la última ligazón con el mundo que en un tiempo fue también mío. Los mensajes recientes me han hecho saber que han cambiado muchas cosas, que mi padre ha muerto, que la corona pasó a mi hermano mayor, que me consideran perdido, que han construido altos palacios de piedra, allá, donde estaban las encinas a cuya sombra solíamos jugar. De cualquier manera, siempre seguirá siendo mi vieja patria. Tú eres la última atadura con ella, Daniel.

El quinto mensajero, Eduardo, que me alcanzará, si dios quiere, dentro de un año y ocho meses, no podrá volver a partir porque no tendrá tiempo de regresar. Después de ti, el silencio, ¡oh, dios mío!, a menos que encuentre los anhelados confines. Pero cuanto más avanzo, más me convenzo de que no existe frontera. No existe, sospecho, frontera alguna, por lo menos en el sentido que habitualmente le damos. No hay muralla de separación, ni ríos divisorios, ni montañas que cierran el paso. Probablemente atravesaré el límite sin ni siquiera advertirlo e, ignorante de mí, continuaré mi camino. Por eso he decidido que cuando Eduardo y los demás mensajeros, después de él, me alcancen nuevamente, en vez de volver a tomar el camino de la capital, se me adelante, para que yo pueda saber con anterioridad lo que me espera.

Desde hace un tiempo una ansiedad inusitada se apodera de mí por las noches y ya no se trata de la añoranza de las alegrías pasadas, como en los primeros tiempos del viaje; más bien es la impaciencia de conocer la tierra ignota a la que me dirijo.

Advierto -y no se lo he confiado hasta ahora a nadie- cómo de día en día, a medida que avanzo hacia la improbable meta, el cielo irradia una luz insólita como jamás había visto, ni siquiera en sueños. Ha quedado definitivamente atrás el último cielo azul.

Las plantas, los montes, los ríos que atravesamos, parecen hechos de una esencia diferente de lo ya conocido y el aire me acerca presagios que no sé transmitir.

Una nueva esperanza me llevará mañana por la mañana aun más adelante, en dirección a aquella montaña inexplorada que ahora ocultan las sombras de la noche. Una vez más levantaré el campamento, y Daniel desaparecerá en el horizonte en dirección opuesta, para llevar a la ciudad remota mi inútil mensaje.

lunes, 30 de septiembre de 2013

Samuel Beckett - Compañía

Compañía
por Samuel Beckett





Una voz alcanza a alguien en la obscuridad. Imaginar. 

Una voz alcanza a alguien de espaldas en la obscuridad. La espalda para no nombrarlo sino a él el ya mencionado y la manera en que cambia la obscuridad cuando él abre los ojos y también cuando los cierra. Sólo puede verificarse una mínima parte de lo que se dice. Como por ejemplo cuando él escucha, Tú estás de espaldas en la obscuridad. En éste caso él no puede sino admitir lo que se dice. Pero de lejos la mayor parte de lo que se dice no puede verificarse. Como por ejemplo cuando escucha, Tú naciste tal y tal día. A veces sucede que las dos se combinan como por ejemplo, Tú naciste tal y tal día y ahora estás de espaldas en la obscuridad. Truco que tal vez intenta hacer repercutir sobre la irrefutabilidad de la otra. Esa es entonces la proposición. A alguien de espaldas en la obscuridad una voz desmenuza un pasado. Cuestión también por momentos de un presente y rara vez de un futuro. Como por ejemplo, Tú acabarás tal como eres. En otra obscuridad o en la misma otra. Imaginando todo para acompañarse. Silencio de inmediato. 

El empleo de la segunda persona es obra de la voz. El de la tercera la del otro. Si él pudiera hablar a quien y de quien habla la voz habría una tercera. Pero él no puede. Él no lo hará. Tú no puedes. Tú no lo harás. 

Aparte de la voz y del débil rumor de su respiración ningún ruido. Por lo menos que él pueda escuchar. El débil rumor de su respiración se lo dice. 

Aunque ahora menos que nunca interesado en las preguntas él no puede a veces sino preguntarse si es a él y de él que habla la voz. ¿No habría sorprendido una comunicación destinada a otro? Si está sólo de espaldas en la obscuridad ¿por qué la voz no lo dice? ¿Por qué no dice nunca por ejemplo, Tú naciste tal y tal día y ahora estás sólo de espaldas en la obscuridad? ¿Por qué? Tal vez con el único fin de provocar en su interior ese vago sentimiento de incertidumbre y malestar. 

Tu ánimo siempre poco activo lo es ahora más que nunca. Ese es el tipo de afirmación que él admite de buen grado. Tú naciste tal y tal día y tu ánimo siempre poco activo lo es ahora menos que nunca. Es necesaria sin embargo como ayuda para la compañía una cierta actividad de espíritu por débil que sea. Es por lo que la voz no dice, Tú estás de espaldas en la obscuridad y tu espíritu no tiene ninguna actividad de ninguna clase. La voz por sí sola acompaña pero insuficientemente. Su efecto sobre el auditor es un complemento necesario. No fuera sino bajo la forma del vago sentimiento de incertidumbre y malestar antes mencionado. Pero incluso puesta aparte la cuestión de la compañía es evidente que un efecto así se impone. Porque si él sólo debiera escuchar la voz y ésta no tuviera más efecto sobre él que una palabra en bantú o en erso ¿no haría mejor en callarse? A menos que ella se proponga en tanto que ruido en estado puro torturar a un ansioso de silencio. O evidentemente como antes se había conjeturado que ella no estuviera destinada a otro. 

Niño sales de la carnicería-salchichonería Connolly de la mano de tu madre. Dan la vuelta a la derecha y avanzan en silencio sobre la carretera hacia el sur. Cien pasos más allá giran al interior y emprenden la larga subida que lleva a la casa. Caminan en silencio en el aire tibio y dulce del verano. Está avanzada la tarde y al cabo de un rato el sol aparece encima de la montaña. Levantando los ojos al azul del cielo y enseguida a la cara de tu madre rompes el silencio preguntándole si en realidad no está mucho más alejado de lo que parece. El cielo se entiende. El cielo azul. Al no recibir respuesta reformulas mentalmente tu pregunta y algunos pasos más lejos de nuevo levantas los ojos hasta su rostro y le preguntas si no parece mucho menos lejano de lo que está en realidad. Por alguna razón que jamás has podido explicarte esa pregunta debió exasperarla. Porque dejó colgando tu mano y te hizo una respuesta hiriente inolvidable. 

Si no es a él al que habla la voz es forzosamente a otro. Así con lo que le queda de razón razona. A otro distinto de este otro. O de él. O de otro incluso. A otro distinto de este otro o de él o de otro incluso. A alguien de espaldas en la obscuridad en todo caso. De alguien de espaldas en la obscuridad ya sea el mismo u otro. Así con lo que le queda de razón razona y razona equivocadamente. Porque si no es a él al que habla la voz sino a otro es forzosamente de ese otro del que habla y no de él ni de ningún otro. Porque habla en segunda persona. Si no es de él a quien habla que habla no hablaría en segunda persona sino en tercera. Por ejemplo, Él nació tal y tal día y ahora está de espaldas en la obscuridad. Es entonces evidente que si no es a él al que habla la voz sino a otro tampoco es de él sino de ese otro y de ningún otro. Así con lo que le queda de razón razona equivocadamente. Para acompañarse debe mostrar una cierta actividad mental. Pero no necesita brillar. Incluso se podría adelantar que mientras menos brilla mejor resulta. Hasta cierto punto. Mientras menos brilla le es más fácil tener compañía. Hasta cierto punto. 

Tú naciste en la recámara donde probablemente fuiste concebido. El gran ventanal daba al oeste y a la montaña. Sobre todo al oeste. Ya que como era curvo daba también un poco hacia el norte y hacia el sur. Necesariamente. Un poco hacia el sur con la montaña todavía y un poco hacia el norte donde se perdía en la llanura. El partero no era otro que el internista Haddon o Hadden. Bigote gris fibroso y con el aire acorralado. Como era día de fiesta tan pronto había terminado su desayuno tu padre salió de la casa provisto de un cuarto de scotch y un paquete de sus sandwiches preferidos de yema de huevo para un paseo en la montaña. No había en esto nada extraño. Pero esa mañana el único incentivo no era su amor por los paseos a pie y la naturaleza salvaje. Porque se añadía la aversión que le inspiraban los dolores y otros aspectos poco agradables del parto. En consecuencia los sandwiches que hacia el mediodía al haber alcanzado la primera cima saboreó a la sombra de una gran roca frente al mar. Tú puedes imaginarte sus pensamientos antes y después mientras se abría paso entre brezales y retamas. Regresó a casa a la caída de la noche y prefiriendo entrar por la puerta de servicio se enteró con asombro por boca de la criada que el parto estaba en su apogeo. El mismo que llevaba buen paso mucho antes de su salida unas diez horas antes. Sin vacilar corrió al garage al fondo del jardín donde guardaba su De Dion Bouton. Cerró la puerta tras él y saltó al lugar del conductor. Tú puedes imaginarte sus pensamientos mientras estaba ahí al volante en la obscuridad no sabiendo qué pensar. A pesar de su fatiga y de sus pies adoloridos estaba a punto de salir otra vez por el campo bajo la joven luna cuando la criada llegó corriendo para anunciarle que por fin todo había terminado. ¡Terminado! 

Viejo avanzas con pequeños pasos lentos por un angosto camino de pueblo. Saliste al alba y ahora es de tarde. Único ruido en el silencio el de tus pasos. Oyes cada uno y mentalmente lo añades a la suma siempre creciente de los anteriores. Te detienes con la cabeza baja al borde de la cuneta y conviertes en metros. A razón en la actualidad de dos pesos por metro. Tantos desde el alba para añadir a los del día anterior. A los del año anterior. A los de los años anteriores. Tiempos tan distintos del presente y tan semejantes. El enorme total en kilómetros. En leguas. ¿Cuántas veces ya la vuelta al mundo? Inmóvil también a tu lado durante estos cálculos la sombra de tu padre. En sus viejas ropas de vagabundo. En fin juntos adelante de cero otra vez. 

La voz lo alcanza tanto de un lado como de otro. Ya mitigada por la lejanía ya susurrada al oído. En el curso de una sola y misma frase puede cambiar de lugar y de volumen. Así por ejemplo con claridad de arriba de la cara volteada, Tú naciste un día de Pascua y ahora. Después susurrado al oído, Tú estás de espaldas en la obscuridad. O evidentemente al contrario. Otra característica sus largos silencios donde él casi se atreve a esperar que ella haya dicho su última palabra. Asimismo ejemplo con claridad de arriba de la cara volteada, Tú naciste el día en que el Salvador murió y ahora. Luego mucho tiempo después sobre su nueva esperanza el murmullo, Tú estás de espaldas en la obscuridad. O evidentemente al contrario. 

Otra característica la repetición. Eternamente apenas cambiada la misma hace tanto. Como para inducirlo a como dé lugar a hacerlo suyo. Para confesar, Sí yo recuerdo. Incluso tal vez para tener una voz. Para murmurar, Sí yo recuerdo. Qué ayuda para la compañía sería esto. Una voz en primera persona del singular murmurando de tarde en tarde, Sí yo recuerdo. 

Una vieja mendiga medio ciega lucha con una entrada de jardín. Tú conoces bien el lugar. Sorda como una tapia y con la cabeza perdida el ama de casa está lo mejor posible con tu madre. Estaba segura de poder volar alguna vez por los aires. Tanto que un día se lanzó por una ventana del primer piso. Es de regreso del jardín de niños sobre tu triciclo que ves a la pobre vieja luchando con la entrada. Bajas y le abres. Ella te bendice. ¿Cuáles eran sus palabras? Que Dios te lo pague m’hijito. En ese estilo. Que Dios te cuide m’hijito. 

Voz débil aun al máximo de su fuerza. Refluye lentamente hasta los límites de lo audible. Después lentamente regresa a su débil máximo. Con cada lento reflujo nace lentamente la esperanza de que muera. Él debe saber que ella regresará. Lo que no impide que con cada lento reflujo nazca lentamente la esperanza de que muera. 

Él ganó poco a poco la obscuridad y el silencio y se tendió. Al cabo de un tiempo muy largo así con lo que le quedaba de razón los juzgó definitivamente. Y entonces un día la voz. ¡Un día! En fin. Y entonces en fin la voz diciendo, Tú estás de espaldas en la obscuridad. Esas sus primeras palabras. Larga pausa para que él pueda creerle a sus oídos y de nuevo las mismas. Enseguida la promesa de ya no acabar hasta que el oído. Tú estás de espaldas en la obscuridad y esa voz no desaparecerá hasta que desaparezca el oído. O quizás mejor cuando él estaba tirado en la penumbra y los ruidos se hacían raros eso fue poco a poco el silencio y la obscuridad. Tal vez la compañía ganara algo con eso. Porque ¿qué ruidos de tarde en tarde? ¿De dónde la claridad? 

Tú estás parado en el borde de un trampolín alto. Lejos por encima del mar. En éste el rostro volteado de tu padre. Volteado hacia ti. Tú vez abajo el querido rostro amigo. Él te grita que saltes. Grita, ¡Valor! La cara redonda y roja. El grueso bigote. Los cabellos grises. El oleaje la sumerge y la regresa a flote. Todavía el lejano llamado, ¡Valor! El mundo te mira. Desde el agua lejana. Desde la tierra firme. 

Un ruido de cuando en cuando. Qué bendición un recurso así. En el silencio y la obscuridad cerrar los ojos y escuchar un ruido. Un objeto cualquiera que deja su lugar por su último lugar. Una cosa blanda que blandamente se mueve para ya no tener que moverse. Cerrar los ojos a la obscuridad visible y no escuchar sino eso. Una cosa blanda que blandamente se mueve para ya no tener que moverse. 

La voz despide una luz. La obscuridad se aclara el tiempo que ella habla. Se condensa cuando refluye. Se aclara cuando regresa a su débil máximo. Se restablece cuando se calla. Tú estás de espaldas en la obscuridad. Ahí si tus ojos hubieran estado abiertos habrían visto un cambio. 

¿De dónde claridad? Qué compañía en la obscuridad. Cerrar los ojos y tratar de imaginarlo. ¿De dónde hace tanto tiempo la claridad? Ningún origen en apariencia. Como si apenas luminiscente todo su pequeño vacío. ¿Qué podía ver él entonces arriba de su rostro volteado? Cerrar los ojos en la obscuridad y tratar de imaginarlo. 

Otra característica el tono apagado. Sin vida. Mismo tono apagado siempre. Para sus afirmaciones. Para sus negaciones. Para sus interrogaciones. Para sus exclamaciones. Para sus exhortaciones. Tú fuiste hace tanto. Tú nunca fuiste. ¿Fuiste alguna vez? ¡Oh no haber sido nunca! Sé de nuevo. Mismo tono apagado. 

¿Puede moverse? ¿Se mueve? ¿Debe moverse? Cómo ayudaría eso. Cuando la voz desfallece. Un movimiento cualquiera por pequeño que fuera. Aunque no fuera sino una mano que se cierra. O que se abre si cerrada al principio. Cómo ayudaría eso en la obscuridad. Cerrar los ojos y ver esta mano. Cierra ofrecido llenando todo el horizonte. Las líneas. Los dedos que lentamente se doblan. O se extienden si doblados al principio. Las líneas de ese viejo hueco. 

Claro que está el ojo. Ocupando todo el horizonte. El velo que lentamente baja. O sube si bajado al principio. El globo. Sólo pupila. Dilatada verticalmente. Oculta. Descubierta. Oculta de nuevo. Descubierta de nuevo. 

Y si después de todo él hablara. Por débil que fuera. Qué ayuda sería eso para la compañía. Tú estás de espaldas en la obscuridad y algún día volverás a hablar. ¡Algún día! En fin. En fin hablarás de nuevo. Sí yo recuerdo. Ese fui yo. Ese fui yo entonces. 

Tú estás solo en el jardín. Tu madre está en la cocina preparándose para merendar con Madame Coote. Haciendo las tartas con mantequilla del grueso de una lámina. Atrás de un matorral observas la llegada de Madame Coote. Mujercita enjuta y agria. Tu madre le responde diciendo, Juega en el jardín. Subes hasta lo alto de un gran abeto. Te quedas allá arriba escuchando todos los ruidos. Luego te tiras. Las grandes ramas rompen tu caída. Las agujas. Permaneces un instante de cara a la tierra. Luego vuelves a subir al árbol. Tu madre responde a Madame Coote diciendo, Ha estado odioso. 

¿Qué siente él con lo que le resta de sentimiento a propósito de ahora con relación a antes? Cuando con lo que le restaba de razón juzgó su estado definitivo. Lo mismo que preguntar lo que entonces con relación a antes sentía a propósito de entonces. Como entonces no había antes del mismo modo que no hay ahora. 

En la misma obscuridad o en otra otro imaginando todo para acompañarse. Voz aparentemente clara a primera vista. Pero bajo el ojo que la observa se enreda. Incluso más se detiene el ojo más ella se enreda. Hasta que el ojo se cierra y libre otro tanto la cabeza puede preguntarse, ¿Qué quiere decir eso? ¿Qué quiere decir eso que a primera vista parecía claro? Hasta que ella también se cierra para decirlo de ese modo. Como se cerraría la ventana de una pieza obscura y vacía. La única ventana sobre el obscuro exterior. Después nada más. No. Desgraciadamente no. Resplandores agonizantes todavía y sobresaltos. Informulables sobresaltos del espíritu. Inextinguibles. 

Ningún lugar en particular sobre el camino de A a Z. O para mayor verosimilitud el camino de Ballyogan. Cabeza sumida en tus cuentas al borde de la cuneta. A la izquierda las primeras pendientes. Frente a los pastos. A la derecha y un poco hacia atrás la sombra de tu padre. Tantas veces ya la vuelta al mundo. Abrigo hace mucho verde gastado de arriba a abajo de vejez y mugre. Bombín abollado hace tanto amarillo y botines todavía buenos. En camino desde el alba y ya la tarde. Terminado el cálculo los dos adelante de cero otra vez. Derecho por Stepaside. Pero bruscamente corren a través del seto y desaparecen cojeando hacia el este a través de los campos. 

Ya que ¿por qué o? ¿Por qué en otra obscuridad o en la misma? ¿Y quién lo pregunta? ¿Y quién pregunta, Quién lo pregunta? Y responde, Aquél que él sea el que imagina todo. En la misma obscuridad que su criatura o en otra. Para tener compañía. ¿Quién pregunta a fin de cuentas, Quién pregunta? Y a fin de cuentas responde como aquí arriba. Añadiendo muy quedo mucho tiempo después, A menos que ese no sea otro de nuevo. Ningún sitio qué encontrar. Ningún sitio qué buscar. Lo impensable último. Innombrable. Toda última persona. Yo Silencio de inmediato. 

La luz que había entonces. Sobre tu espalda en la obscuridad la luz que había entonces Claridad sin nubes ni sol. Tú te eclipsas al levantar el día y trepas a tu escondite al lado de la colina. Un nido en la retama. Por el este más allá del mar el contorno apenas de altas montañas. Una distancia de setenta millas según tu manual de geografía. Por tercera o cuarta vez en tu vida. La primera vez las incluiste y te alegraste. Tú no habrías visto sino nubes. Tanto que desde entonces lo guardas en el corazón con lo demás. Regreso a la caída de la noche y a la cama sin cenar. Estás en la obscuridad en medio de esa luz de nuevo. Desde tu nido en la retama fijas los ojos por encima del mar hasta que te duelen. Los cierras el tiempo que dura contar hasta cien luego los abres y los fijas de nuevo. Hasta que al fin aparecen allá. Azul pálido eternamente contra el cielo pálido. Tú estás en la obscuridad en medio de esa luz de nuevo. Te adormeces en esa luz sin nubes ni sol. Duermes hasta la luz del día. 

Inventor de la voz y del auditor y de sí mismo. Inventor de sí mismo para tener compañía. Quedarse ahí. Él habla de sí como si se tratara de otro. Él dice hablando de sí, Él habla de sí como si se tratara de otro. Él también se imagina a sí mismo para acompañarse. Quedarse ahí. La confusión también acompaña. Hasta cierto punto. Más vale la falsa esperanza que ninguna. Hasta cierto punto. Hasta que el corazón se fatiga. De la compañía también hasta cierto punto. Más vale un corazón fatigado que ninguno. Hasta que comienza a podrirse. De este modo hablando de sí él concluye por el momento, Por el momento quedarse ahí. 

En la misma obscuridad que su criatura o en otra. Todavía por imaginar. Así como su postura. Parado o sentado o acostado o en cualquier otra postura en la obscuridad. Respuestas entre otras todavía por imaginar. Entre otras a otras preguntas también. Tomando en cuenta a la que acompaña. ¿Cuál de las dos obscuridades es la más apta para tener compañía? ¿Cuál de todas las posturas imaginables tiene más que ofrecer en materia de compañía? Y lo mismo para las demás preguntas todavía por imaginar. Como la de saber si tales decisiones son definitivas. Que él se decida por ejemplo después de detenida imaginación a favor de extenderse ya sobre la espalda ya sobre el vientre y que a la larga esta postura decepcione en cuanto a compañía. Es posible en ese caso sí o no substituirla por otra. Como por ejemplo acuclillarse con las piernas encerradas en el semicírculo de los brazos y la cabeza sobre las rodillas. Aun el movimiento. No fuera sino en cuatro patas. Otro en la misma obscuridad o en otra echado en cuatro patas imaginando todo para tener compañía. O alguna otra forma de locomoción. Las posibilidades de la casualidad. Una rata muerta. Qué ayuda para la compañía sería eso. Una rata muerta desde mucho tiempo atrás. 

¿No habría modo de beneficiar al auditor? De proporcionarle un trato más agradable si no francamente humano. Aspecto mental tal vez lugar para un poco más de animación. Un esfuerzo de reflexión al menos. De memoria. Incluso de articulación. De rastros de emoción. Algunos signos de angustia. Una sensación de pérdida. Sin salir del personaje. Trabajo espinoso. Pero aspecto físico. ¿Tiene que yacer inerte hasta el final? Sólo los párpados que de vez en vez se mueven porque técnicamente es necesario. Con el fin de admitir o rechazar a la obscuridad. ¿No podría cruzar los pies? De tarde en tarde. Tanto el izquierdo sobre el derecho como cuando se quiera al revés. No. Absolutamente incompatible. ¿El yacer con los pies cruzados? Descartado al primer vistazo. ¿Un movimiento cualquiera de una mano? Una contracción. Una relajación. Difícilmente defendible. O levantada para matar a una mosca. Pero no hay moscas. Entonces que haya. ¿Por qué no? La tentación es fuerte. Que haya una mosca. Una mosca viva que lo crea muerto. Advertida de su error y reemplazándola inmediatamente. Qué ayuda para la compañía sería eso. Una mosca viva que lo crea muerto. Pero no. Él no mataría a una mosca. 

Te da lástima un puerco espín afuera en el frío y lo metes en una vieja caja de sombreros con una provisión de gusanos. Tú colocas enseguida la caja con el vermívoro adentro de una jaula para conejos vacía a la que le dejas la puerta abierta para que la pobre bestia pueda ir y venir a su antojo. Ir en busca de su comida y habiendo comido volver al calor y a la seguridad de su caja en la jaula. He ahí entonces el puerco espín en la caja con suficientes gusanos para poder sobrevivir. Un último vistazo para asegurarte que todo está como se debe antes de irte a buscar otra cosa para matar el tiempo de una mortal lentitud ya a esta joven edad. El pequeño entusiasmo encendido por esta buena acción es más largo que de costumbre para debilitarse y ceder. Tú te entusiasmabas de buena gana durante esa época pero jamás durante mucho tiempo. Apenas encendido el entusiasmo por alguna buena acción de tu parte o por algún pequeño triunfo sobre tus rivales o por alguna palabra de elogio de tus padres o de tus maestros se debilitaba y cedía dejándote en muy poco tiempo tan frío y melancólico como antes. Aun en esa época. Pero no ese día. Eso fue para concluir en el pasado con una tarde de otoño en que encontraste al puerco espín y tuviste lástima de él de esa manera y sentías todavía la satisfacción llegada la hora de acostarte. Y de rodillas sobre el tapete añadiste al puerco espín a la lista de los seres queridos que todas las noches había que recomendar a Dios. Y dando una y otra vuelta en el calor de las frazadas en espera del sueño sentías todavía una tibieza en el corazón pensando en la suerte que había tenido ese puerco espín de atravesarse en tu camino como lo había hecho. En este caso un sendero de tierra bordeado de boj marchito. Mientras tú estabas ahí interrogándote sobre la mejor manera de matar el tiempo hasta la hora de acostarte él atravesó uno de los bordes y se encaminó derecho hacia el otro cuando tú entraste en su vida. Ahora a la mañana siguiente no sólo el entusiasmo se había apagado sino que un gran malestar había tomado su lugar. La obscura sensación de que tal vez no todo estaba como debiera. Y que en vez de haber hecho lo que tú habías hecho habrías hecho quizá mejor en dejar hacer a la naturaleza y en dejar al puerco espín seguir su camino. Pasaron días enteros si no semanas antes de que tuvieras el valor de regresar a la jaula. Tú nunca has olvidado lo que encontraste entonces. Tú estás de espaldas en la obscuridad y nunca has olvidado lo que encontraste entonces. Esa gelatina. Esa infección. 

Amenaza desde hace un momento lo que sigue. La discontinua necesidad de compañía. Momentos en que la suya sin mezcla un alivio. Entonces la voz una intrusa. Igual que la imagen del auditor. Igual que la suya. Queja al mismo tiempo de haberlos provocado y problema cómo terminarlos. En fin ¿qué significa la suya sin mezcla? ¿Qué alivio posible? Quedarse ahí por el momento. 

Que el auditor se llame H. No muda. Hache. Tú Hache tú estás de espaldas en la obscuridad. Y que él sepa su nombre. Ya no se trata de descubrir cosas no para él. De no ser tomado en cuenta. Aunque por toda evidencia lógicamente ninguna. De un susurro en el pabellón de la oreja ¡preguntarse si es para él! Así es él. Pérdida entonces de esa vaga incertidumbre. Esa débil esperanza. Para él tan privado de ocasiones para sentir. Tan poco apto para sentir. No aspirando sino en la medida en que él solo puede aspirar a no sentir nada. ¿Es eso deseable? No. ¿Ganaría él algo en cuanto a compañía? No. Entonces que ya no se llame H. Qué él sea de nuevo tal como siempre. Sin nombre. Tú. 

Imaginar más de cerca el sitio donde él yace. Sin exagerar nada. Un indicio en cuanto a su forma y su extensión es proporcionado por la voz a lo lejos. Alcanzándolo de lejos al cabo de un lento reflujo o soltada de un solo golpe o recuperada a lo lejos después de un largo silencio. Y eso tanto de arriba como de todas partes y a todos los niveles al mismo grado de debilitamiento máximo debido al máximo de alejamiento. Jamás de abajo. Hasta ahora. De donde lógicamente el sujeto de espaldas en una rotonda de ancho diámetro de tal suerte que su cabeza ocupa el centro ¿Ancho de cuánto? Vista la debilidad de la voz a su débil máximo unos veinte metros deben bastar sean diez desde la oreja hasta cualquier punto de la superficie envolvente. Esto para la forma y la extensión. ¿Y la materia? ¿Qué indicio suponiendo que existe en cuanto a ella y de dónde? No decidir nada por el momento. El basalto llama. Basalto negro. Pero no decidir nada por el momento. Así cansado de la voz y de su auditor él por su parre imagina. Pero con un poco más de imaginación él se da cuenta haber imaginado equivocadamente. Porque ¿con qué derecho afirme de un sonido débil que se trata de uno menos débil por la distancia y no simplemente de uno más débil soltado a quemarropa? ¿O de uno débil haciéndose más débil mientras se aleja en lugar de adelgazarse partiendo de un mismo lugar? Sin duda de ninguno. De la voz entonces ninguna luz qué esperar sobre la naturaleza del sitio donde yace nuestro viejo auditor. En la penumbra inconmensurable. Sin límites. Quedarse ahí por el momento. Añadiendo tan sólo, ¿Qué clase de imaginación es ésta tan herida de razón? Una especie aparte. 

Otro imaginando todo para tener compañía. En la misma obscuridad que su criatura o en otra. Imaginar rápido. En la misma. 

¿No habría modo de beneficiar a la voz? ¿De proporcionarle un comercio más agradable? Suposición de que desde hace algún tiempo ella vaya modificándose. A pesar de que ningún tiempo de ningún verbo en esa conciencia obscura. Todo en todo momento terminado y en curso y sin fin. Pero suposición de que para el otro desde hace algún tiempo ella vaya mejorándose. Mismo tono apagado siempre tal como fue imaginado al principio y misma repetición. Por ahí nada que agregar. Pero menos movilidad. Menos variedad en la debilidad. Como en la búsqueda del sitio óptimo. De dónde soltar con el máximo de efecto. La amplitud ideal para una cómoda audición. Con la preocupación de no ofender al oído por demasiado volumen ni por el exceso contrario obligarlo a forzarse. Cuánto más apto para acompañar sería un órgano así en comparación con aquél apresuradamente imaginado al comienzo. Cuánto mejor en la medida de lograr su objetivo. Reconstruir un pasado al auditor y que él lo reconozca. Tú naciste un viernes santo al final de un largo parto. Sí yo recuerdo. Del mismo modo en que la gota para destruir mejor debe caer sin desviarse sobre el subyacente. 

Cuando saliste por última vez la tierra estaba cubierta de nieve. Ahora de espaldas en la obscuridad estás esa mañana en el umbral de la puerta cerrada tras de ti. Recargado en la puerta cabeza baja tú te dispones a partir. Cuando vuelves a abrir los ojos tus pies han desaparecido y los faldones de tu abrigo descansan sobre la nieve. La obscura escena parece iluminada desde abajo. Tú te ves en el momento de esa última salida recargado en la puerta con los ojos cerrados en espera de la partida. Fuera de ahí. Enseguida el cuadro a la luz de la nieve. Tú yaces en la obscuridad con los ojos cerrados y te ves entonces como acabas de ser descrito disponiéndote a lanzarte a través de ese manto de luz. Tú escuchas de nuevo la caída del cerrojo lentamente girando y el silencio antes de que pueda darse el primer paso. En fin vete partir ahí por los blancos pastos alegrados con borregos durante la primavera y cubiertos de placentas rojas. Te diriges como siempre derecho por el sendero en el seto de espinos que marca el límite al oeste. Hasta allá desde el comienzo de los pastos necesitas normalmente de mil ochocientos a dos mil pasos según tu humor y el estado del terreno. Pero esa última mañana necesitarás mucho más. Muchos muchos más. La línea recta es tan común para tus pies que podrían en caso necesario mantenerse tus ojos cerrados sin equivocación al cabo de varios pasos costado norte o sur. Por lo demás ninguna otra necesidad que interna lo que normalmente hacen y no solamente aquí. Ya que tú caminas si no con los ojos cerrados aunque eso también la mitad del tiempo al menos manteniéndolos fijos en el suelo momentáneo delante de tus pies. De la naturaleza eso es todo lo que habrás visto. Desde el día en que bajaste la cabeza para siempre. El sol fugitivo delante de tus pies. No cuentas tus pasos. Por la sencilla razón de que todos los días es la misma cifra. El promedio de un día al otro es el mismo. Porque el camino es siempre el mismo. Llevas cuentas de los días y cada diez días multiplicas. Y sumas. La sombra de tu padre ya no está contigo. Ella falló hace mucho tiempo. Tú ya no escuchas tus pasos. Sin ver ni oír tú sigues tu camino. Día tras día. El mismo camino. Como si ya no hubiera otro. Para ti ya no hay otro. Otras veces no te detenías sino para llevar bien tu cálculo. Con el fin de poder volver a partir de cero otra vez. Esa necesidad suprimida como lo hemos visto la de detenerte también lo es en teoría. Con excepción quizás al final del camino para disponerte a regresar. No obstante tú lo haces. Como nunca antes. No por causa de fatiga. No estás más fatigado en el presente que de costumbre. No por causa de vejez. No estás más viejo en el presente que de costumbre. Y sin embargo tú te detienes como nunca antes. Tanto que para los mismos cien metros que otras veces hacías en un tiempo de tres a cuatro minutos necesitas ahora entre quince y veinte. El pie cae por sí solo en medio del paso o cuando le toca despegarse permanece clavado en el piso con estancamiento del cuerpo. Entonces informulable angustia de la que lo esencial, ¿Podrán ellos ir más lejos?, O mejor, ¿Van a ir ellos más lejos? Lo esencialmente estricto. Tú yaces en la obscuridad con los ojos cerrados y ves la escena. Como no podías en ese entonces. La obscura bóveda del cielo. La tierra resplandeciente. Tú detenido en el medio. Los botines hundidos hasta los tobillos. Los faldones del abrigo descansando en la nieve. En el viejo bombín la vieja cabeza baja muda de angustia. En medio de los pastos a la mitad del sendero. Esa línea recta. Ves para atrás como no podías entonces y ves tus huellas. Una gran parábola. En sentido contrario al de las manecillas. Como en el infierno. Como sí de pronto el corazón demasiado pesado. Al final demasiado pesado. 

La flor de la edad. Imaginar un aroma de muestra. De espaldas en la obscuridad recuerdas. Día de abril sin nubes. Ella te alcanza en la cabaña. Rústico hexaedro. Hecho por completo con trozos de abeto y de alerce. Diámetro dos metros. Altura tres. Superficie del suelo alrededor de los tres metros cuadrados. Dos pequeñas ventanas abigarradas frente a frente. Pequeños cristales de colores biselados. Bajo cada una un reborde. Aquí en el verano el domingo después de la comida de mediodía a tu padre le gustaba retirarse acompañado de Punch y de un cojín. Sentado sobre un reborde la cintura de su pantalón desabotonada él pasaba las páginas. Tú enfrente sobre el otro los pies colgando. Cada vez que él reía tú intentabas reír también. Cuando su risa se apagaba la tuya también. Eso le gustaba y le divertía mucho que tú quisieras imitar su risa y a veces le sucedía reír sin motivo con el único fin de escucharte tratar de reír también. De cuando en cuando te volteas y miras por un cristal rosa. Pegas tu nariz al vidrio y ves todo el exterior color de rosa. Los años han pasado y estás ahí en el mismo lugar que entonces bañado de luz irisada los ojos fijos en el vacío. Ella tarda. Cierras los ojos y emprendes el cálculo del volumen. En los momentos difíciles te vuelves de buena gana hacia las simples operaciones de aritmética. Como hacia una ensenada. Llegas finalmente a más o menos siete metros cúbicos. Todavía ahora en la obscuridad fuera del tiempo las cifras te reconfortan. Supones cierto ritmo cardíaco y calculas cuántas palpitaciones por día. Por semana. Por mes. Por año. Y suponiendo un cierto lapso de vida por vida. Pero por el momento como no tienes en tu pasivo sino una decena de billones norteamericanos estás otra vez sentado en la cabaña tratando de calcular su volumen. Siete metros cúbicos más o menos. Por misteriosas razones esa cifra te parece improbable y vuelves a comenzar tu cálculo desde cero. Pero apenas empezado su paso ligero se hace escuchar. Ligero para una mujer de su corpulencia. Con el corazón acelerado abres los ojos y al cabo de un instante su rostro aparece en la ventana. Azul casi por completo vista desde tu lugar la palidez natural que tú admiras tanto como sin duda vista desde el suyo por completo azul la tuya. Porque la palidez natural es una característica que les es común. Los labios violetas no devuelven tu sonrisa. Ahora tomando en cuenta que esa ventana vista desde tu sitio se encuentra al nivel de tus ojos y por otra parte que el piso está casi al ras del suelo exterior no puedes dejar de preguntarte si ella no está de rodillas. Sabiendo por experiencia que la estatura o tamaño que les es común es la suma de segmentos iguales. Porque cuando derechos de pie o acostados completamente extendidos ustedes se colocan frente a frente el uno pegado al otro entonces sus rodillas se tocan así como sus pubis y sus cabellos se enmarañan. ¿Habría que concluir que la pérdida de estatura para el cuerpo sentado es la misma que para el que está de rodillas? Aquí tú cierras los ojos con el fin de medir mejor y comparar mentalmente los primeros y segundos segmentos de la planta a la rótula y de ahí a la cintura pélvica. ¡Cómo te entregabas completamente despierto al ojo cerrado! De día y de noche. A esa obscuridad perfecta. Esa luz sin sombra. Tan sólo por ausentarte. O por motivos como éste. Aparece una sola pierna. Tú separas tus segmentos y los extiendes uno junto al otro. Es como lo sospechabas. El superior es el más largo y por consecuencia más grande la pérdida del sentado cuando el sitio está a la altura de la rodilla. Dejas ahí los pedazos y al volver a abrir los ojos la encuentras sentada frente a ti. Silencio. Los labios rojos no devuelven tu sonrisa. Tus ojos bajan hasta su pecho. No recuerdas haberla visto tan llena. A su vientre. Misma impresión. Se confunde con el de tu padre desbordando la cintura desabotonada. ¿Estará embarazada sin que tú ni siquiera hayas pedido su mano? Te abstraes. Ella también sin que tú lo sepas ha cerrado los ojos. Ahí están sentados de esa forma en la cabaña. En esa luz irisada. Ese silencio. 

Agotado por ese derroche de imaginación él se detiene y todo se detiene. Hasta el momento en que invadido de nuevo por la necesidad de compañía comienza a llamar al auditor M por lo menos. Para facilitar la localización. Él mismo con otro carácter. W. Imaginando todo él mismo incluido para tener compañía. En la misma obscuridad que M según los últimos informes. En qué postura y si fijo o móvil todavía no imaginado. Él dice también hablando de sí, La última vez que él habló de sí fue para decirse en la misma obscuridad que su criatura. No en otra como anteriormente considerado. En la misma. En tanto que más apta para acompañar. Y que faltaba por imaginar su postura. Y si fija o móvil. ¿Cuál de todas las posturas imaginables podría a la larga cansar menos? Entre el movimiento y el reposo ¿cuál se revelaría a largo plazo más entretenido? Y al mismo tiempo de un solo impulso demasiado pronto para saber y por qué después de todo no decir sin esperar más lo que más tarde puede ser desmentido y si por casualidad eso no se podía. ¿Entonces? ¿Podría él ahora si lo juzgaba preferible retirarse de la obscuridad que según los últimos informes tuvo su preferencia e ir a otra completamente distinta lejos de su criatura? Si él se decidiera ahora por seguir ahí y más adelante lo lamentara ¿podría él entonces ponerse de pie por ejemplo y recargarse en un muro o caminar un momento? ¿Se dejaría M reimaginar en una mecedora? ¿Libres las manos de ir en su ayuda? Ahí en la misma obscuridad que su criatura él se marcha por las buenas expuesto a esas perplejidades preguntándose al mismo tiempo en lo más profundo de su espíritu como le sucede algunas veces si los males del mundo serían siempre lo que eran. De su tiempo. 

M hasta ahora como sigue. De espaldas en un sitio obscuro de formas y dimensiones todavía por imaginar. Auditor intermitente de una voz de la que a veces se pregunta si está destinada para él en lugar de para otro que esté en el mismo caso. Porque nada impide cuando ella describe correctamente su estado que la descripción no sea en beneficio de otro en la misma situación. Dudas poco a poco defraudadas a medida que la voz en lugar de diseminarse por todas partes se concentra en él. Cuando ella para el único sonido la respiración de él. Cuando ella para mucho tiempo débil esperanza en vano. Actividad mental de las más mediocres. Ocasionales chispas de razonamiento inmediatamente extinguidas. Esperanza y desesperanza para no nombrar sino a ese viejo tandem apenas resentidas. Sobre los orígenes de su estado actual ninguna aclaración. Nada de ahí que relacionar con aquí ni de entonces con ahora. Sólo los párpados se mueven. Cuando el ojo harto de la obscuridad de afuera y de adentro se cierran y abren respectivamente. Esperanza no muerta de otros pequeños movimientos limitados. Pero ninguna mejoría que señalar por ese lado hasta el momento. O sobre un plano más elevado en provecho de la compañía por un movimiento de tristeza mantenida por ejemplo o de apetito o de remordimiento o de curiosidad o de cólera y así por el estilo. O por un acto cualquiera de inteligencia suficientemente satisfactorio para que él pueda decirse por ejemplo hablando de sí, Ya que él no sabe pensar que no lo intente. Queda por añadir a este croquis. Su indesignabilidad. Aun M debe saltar. Así W recuerda a su criatura tal como fue creada hasta ahora. ¿W? Pero él también es criatura. Quimera. 

Luego otro todavía. De quien nada. Creándose quimeras para atenuar su nada. Silencio de inmediato. Un instante y de nuevo enloquecido para sus adentros, De inmediato silencio de inmediato. 

Imaginando imaginado imaginando todo para tener compañía. En la misma obscuridad quimérica de sus otras quimeras. En qué postura y si sí o no tal como el auditor en la suya de una vez por todas todavía no determinada. ¿No basta con un solo inmóvil? ¿De qué sirve repetir ese factor de consuelo? Entonces que se mueva. Con moderación. En cuatro patas. Un arrastre moderado. El torso bien separado del suelo y el ojo atento en la dirección del camino. Si eso no vale más la pena que nada anular si es posible. Y en el vacío recuperado otra moción. O ninguna. Entonces tampoco imaginar la postura más benéfica. Pero por el momento que se arrastre. Se arrastre y caiga. Se arrastre de nuevo y vuelva a caer. En la misma obscuridad quimérica de sus otras quimeras. 

Habiendo errado durante mucho tiempo como extraviada la voz encuentra su lugar y su debilidad final. ¿Su lugar dónde? Imaginar con circunspección. 

Por arriba del rostro volteado. En la vertical del occipucio. De tal forma que con la débil luz que ella despide si hubiera una boca que ver él no la vería. Por más desesperadamente que él mueva los ojos. ¿Altura del suelo? Al alcance del brazo. ¿Fuerza? Débil. Como la de una madre que se inclina por detrás sobre la cabecera de la cuna. Ella se aparta para que el padre pueda ver. Él por su parte murmura al recién nacido. Tono apagado sin cambios. Ningún indicio de amor. 

Tú estás de espaldas al pie de un álamo. Bajo su vacilante sombra. Ella recostada en ángulo recto apoyada sobre los codos. Tus ojos cerrados acaban de hundirse en los suyos. En la penumbra tú vuelves a sumergirte en ellos. Todavía. Sientes en la cara la punta de sus largos cabellos negros moverse en el aire inmóvil. Bajo la maraña de los cabellos se ocultan sus rostros. Ella susurra, Escucha las hojas. Mirándose a los ojos ustedes escuchan las hojas. Bajo su vacilante sombra. 

Arrastrándose entonces y cayendo. Arrastrándose de nuevo y de nuevo cayendo. Si a fin de cuentas eso no ayuda en nada él siempre puede caer de una buena vez por todas. O nunca haberse puesto de rodillas. Imaginar en qué forma un arrastre tal podría servir al contrario de la voz para levantar un plano del lugar. De entrada ¿cuál es la unidad reptil? Correspondiente a la zancada del vagabundo. Él se pone en cuatro patas y se prepara para comenzar. Manos y rodillas en los ángulos de un rectángulo con un largo de dos pies y un ancho a discreción. Finalmente digamos que la rodilla derecha avanza seis pulgadas reduciendo así un cuarto la distancia entre ella y la mano homóloga. La que por su parte cuando se desea avanza otro tanto. Y ahí está nuestro rectángulo transformado en rombo. Pero sólo el tiempo necesario para que la rodilla y la mamo izquierda hagan otro tanto. Con lo que se regresa al rectángulo. Así ininterrumpidamente hasta que él cae. Es ésa la ambladura del rastrero y de todas sus formas de andar sin duda la menos corriente. Por lo tanto sin duda la más divertida. 

Mientras él se arrastra el cálculo mental. Grano a grano en la cabeza. Uno dos tres cuatro uno. Rodilla mano rodilla mano dos. Un pie. Hasta que al cabo digamos de cinco él cae. Luego tarde o temprano delante de cero otra vez. Uno dos tres cuatro uno. Rodilla mano rodilla mano dos. Seis. Así sigue. En línea recta en la medida de lo posible. Hasta el momento en que no habiendo encontrado obstáculo avergonzado él vuelve sobre sus pasos. Desde cero de nuevo. O se va en otra dirección completamente distinta. En línea recta de la mejor manera que puede. E incluso ahí sin el menor descanso para su pena termina por desistir y por cambiar una vez más de rumbo. De nuevo desde cero. Sabiendo oportunamente o dudando poco de hasta qué grado la penumbra puede desviar. Hacia la izquierda a causa del corazón. Como en el infierno. O por el contrario convertir en rectilínea la elipse deliberada. Cualesquiera que sea se arrastra alegremente ningún límite hasta el momento. Rodilla mano rodilla mano. Penumbra sin límites. 

¿Es razonable imaginar al auditor en estado de perfecta inercia mental? Salvo en los momentos en que él escucha. Es decir en los momentos en que la voz se hace escuchar. Porque ¿qué es lo que le está permitido escuchar aparte de la voz y de su respiración? Mmh. El arrastre. ¿Escucha el arrastre? ¿La caída? Qué ayuda para la compañía sería que él pudiera escuchar el arrastre. La caída. La vuelta a cuatro patas. La continuación del arrastre. Preguntándose lo que mi Dios tales ruidos pueden significar. Reservar para un más tarde más vacío. Y aparte del sonido ¿qué es lo que podría animar a su espíritu? ¿La vista? ¿Cómo no declarar que no hay nada que ver? Pero demasiado tarde por el momento. Porque él percibe un cambio de obscuridad cuando cierra o abre los ojos. Y que en principio él percibe la débil luz que desprende la voz tal como fue imaginada. Apresuradamente imaginada. Luz infinitamente débil de acuerdo porque apenas más que un susurro. Ahora observado de repente cómo los ojos se cierran desde la primera sílaba enunciada. Suponiéndolos abiertos en ese momento. De manera que esa luz del modo en que termina por ser apenas es apenas percibida a la mitad de un parpadeo. ¿El sabor? ¿El sabor de su boca? Aceptado desde mucho tiempo atrás. ¿El empuje del suelo contra su esqueleto? De una extremidad a la otra desde el calcáneo hasta la protuberancia de filogenitividad. ¿Un gusto por moverse no podría atenuar su apatía? ¿A voltearse de lado? O sobre el vientre. Para cambiar. Que le sea concebido ese mínimo de necesidad. Y al mismo tiempo la felicidad de saber superada la época en que era libre de retorcerse en vano. ¿El olfato? ¿Su propio olor? Aceptado desde mucho tiempo atrás. Y obstáculos a otros si es que hay. Por ejemplo en un momento dado una rata muerta desde hace mucho tiempo. O de alguna otra carroña. Todavía por imaginar. A menos que el rastrero no huela. Mmh. El creador rastrero. ¿Sería razonable imaginar que al mismo tiempo que se arrastra el creador huele? Todavía más fuerte que su criatura. Y que llegue así a asombrarse ese espíritu tan negado al asombro. A asombrarse de ese extraño olor. ¿De quién o de qué mi Dios ese tufo nauseabundo? Cómo ganaría él como compañero si tan sólo su creador pudiera oler. Si tan sólo él pudiera oler a su creador. ¿Un sexto sentido cualquiera? ¿Inexplicable premonición de una desgracia inminente? ¿Sí o no? No. ¿De la razón pura? De este lado de la experiencia. Dios es amor ¿Sí o no? No. 

El creador rastrero es la misma obscuridad creada que su criatura ¿puede crear mientras se arrastra? Pregunta que entre otros se hacía estirado entre dos paseos. Y si la respuesta evidente se imponía al espíritu no era tan evidente saber la más ventajosa. Y necesitó muchos y muchos viajes y al mismo número de postraciones antes de poder hacerse finalmente una imaginación al respecto. Añadiendo simultáneamente de un solo tirón para él solo sin convicción que ninguna respuesta de su parte era sagrada. Pase lo que pase la que él aventuró para concluir era negativa. No él no podía. Asunto demasiado serio el de arrastrarse en la obscuridad de la manera antes imaginada y demasiado absorbente para no excluir cualquier otra actividad no fuera sino la de cosificar una parcela de la nada. Ya que él debía pasearse no sólo de esa manera especial demasiado apresuradamente imaginada sino también en línea recta por encima de lo andado en la medida de lo posible. Y por lo demás contar mientras se va añadiendo medio paso a medio paso y retener en la memoria la suma siempre variable de los ya contabilizados. Y en fin mantener alertas los ojos y las orejas para descubrir el mínimo indicio respecto a la naturaleza del lugar donde su imaginación lo había sin duda atropelladamente consignado. Deplorando entonces una imaginación tan herida de razón sin olvidar al mismo tiempo cuán revocables sus exaltaciones no pudo al fin sino responder que él no podía. No podía crear razonablemente mientras se arrastraba en la misma obscuridad creada que su criatura. 

Una playa. El atardecer. La luz agoniza. Ninguna pronto ella ya no agonizará. No. Nada de eso porque ninguna luz. Ella agonizaba hasta el alba y jamás moría. Tú estás parado de espaldas al mar. Único ruido el suyo. Siempre más débil a medida que suavemente se aleja. Hasta el momento en que suavemente regresa. Tú te apoyas en un alto bastón. Tus manos descansan en el puño y sobre ellas tu cabeza. Si llegaran a abrirse tus ojos verían primero a lo lejos en los últimos resplandores los faldones de tu abrigo y los tobillos de tus botines sumidos en la arena. Que desaparezca de tu vista. Noche sin luna ni estrellas. Si tus ojos llegaran a abrirse la penumbra se aclararía. 

Se arrastra y cae. Yace. Respira con los ojos cerrados en la obscuridad. Se incorpora. Físicamente decepción de haberse arrastrado otra vez para nada. Diciéndose quizás. A fin de cuentas ¿para qué arrastrarse? Por qué no simplemente yacer con los ojos cerrados en la obscuridad y renunciar a todo. Y terminar con todo. Con el insignificante arrastre y las quimeras inútiles. Pero si le ocurre perder ánimos en esa forma nunca es por largo tiempo. Porque poco a poco en su corazón de desilusionado la necesidad de compañía renace. O escapar de la suya. La necesidad de escuchar esa voz de nuevo. No fuera sino diciendo de nuevo, Tú estás de espaldas en la obscuridad. O incluso, Tú naciste en la tarde del día en que bajo el cielo obscuro en la novena hora Cristo gritó y murió. La necesidad los ojos cerrados para comprender mejor de ver esa luz esparcida. O con añadidura de alguna humana debilidad por mejorar al auditor. Como por ejemplo una comezón fuera del alcance de su mano o mejor al alcance de su mano inerte. Una comezón que no se puede rascar. Qué ayuda para la compañía sería eso. O en última instancia para mejor final la cuestión de saber qué es lo que él entiende exactamente al hablar de sí por la vaga indicación de que él yace. ¿Cuál en otras palabras de todas las innumerables maneras de yacer tiene más posibilidades de gustar a la larga? Si habiéndose arrastrado de la manera especificada él cae normalmente sería de frente. Dado su grado de fatiga y de desaliento en ese momento le sería difícil hacerlo de otro modo. Pero una vez bien tendido nada le impide girar sobre uno u otro de sus dos costados o sobre su única espalda y permanecer así si alguna de estas tres posturas se revela más entretenida que alguna de las otra tres. Esa de espaldas a pesar de su encanto debe ser descartada finalmente por haber sido ya proporcionada por el auditor. En cuanto a las laterales un solo vistazo las elimina. No queda entonces sino la postración. ¿Pero de qué modo? ¿Postrado de qué modo? ¿Cómo poner las piernas? ¿Los brazos? ¿La cabeza? Tirado en la obscuridad él se empeña en querer ver cómo puede estar mejor tirado. De qué modo lo mejor tirado posible hacerse compañía. 

Precisar la imagen del auditor. De todas las maneras de mantenerse de espaldas ¿cuál será a la larga menos cansada? Tirado los ojos cerrados abiertos en la obscuridad él termina por comenzar a entrever. Pero de entrada ¿desnudo o vestido? Aunque sólo fuera con una sábana. Desnudo. Espectral a la luz de la voz esa carne de una blancura de hueso como compañía. La cabeza reposando en lo esencial sobre la protuberancia occipital antes citada. Las piernas juntas en posición de firmes. Los pies separados en ángulo recto. Las manos con esposas invisibles juntas sobre el pubis. Otros detalles según las urgencias. Dejarlo así por el momento. 

Abatido por los males de tu especie levantas sin embargo la cabeza del apoyo de las manos y abres los ojos. Te unes sin moverte de tu sitio con la luz de arriba de tu cabeza. Tus ojos caen sobre el reloj bajo tus ojos. Pero en lugar de ver la hora de la noche siguen los giros del segundero al que su sombra a veces precede y a veces sigue. Horas más tarde te parece de la siguiente forma. A los 60 segundos y a los 30 la sombra desaparece bajo la aguja. De 60 a 30 la sombra precede a la manecilla a una distancia que va aumentando de cero a 60 hasta su máximo en 15 y de ahí disminuyendo hasta el nuevo cero a 30. De 30 a 60 la sombra sigue a la aguja a una distancia que va creciendo de cero a 30 hasta su máximo en 45 y de ahí decreciendo hasta el nuevo cero a 60. Que ahora tú hagas caer de lado la luz sobre el reloj desplazando una u otro de un lado o del otro y entonces la sombra desaparece bajo la manecilla en dos puntos distintos como por ejemplo en 50 y en 20. En dos puntos distintos según el grado de inclinación. Pero cualquiera que sea éste y partiendo de la diferencia entre los primeros y los nuevos puntos de sombra cero la distancia de uno a otro es siempre de 30 segundos. La sombra surge de abajo de la aguja en no importa qué punto de su circuito para seguirla o precederla el espacio de 30 segundos. Luego desaparece otra vez durante una fracción incalculable de segundo antes de salir de nuevo para precederla o seguirla una vez más. Y así sin descanso. Esa es aparentemente la única constante. Porque la propia distancia entre la aguja y su sombra varía también según el grado de inclinación. Pero cualquiera que sea la distancia va creciendo y decreciendo invariablemente de cero hasta su máximo 15 segundos más tarde y otros 15 segundos después a cero incluso respectivamente. Y así sin descanso. Esa sería una segunda constante. Tú habrías podido observar mucho más con relación a ese segundero y su sombra en su recorrido paralelo aparentemente sin descanso alrededor de la esfera y tal vez desprender otras variables y constantes y corregir eventuales errores en lo que te había parecido hasta entonces. Pero no aguantando más tú dejas caer la cabeza ahí donde estaba y con los ojos cerrados regresas a los males de tu especie. El alba te sorprende en esa misma postura. Por la ventana del lado al mar el sol bajo te ilumina y proyecta en el suelo tu sombra y la de la lámpara iluminada arriba de tu cabeza y también las de otros objetos. 

¡Qué visiones en la penumbra de luz! ¿Quién dice eso? El que pregunta quién dice, ¡Qué visiones en la penumbra sin sombra de luz y de sombra! ¿Todavía otro de nuevo? Imaginando todo para acompañarse. Qué ayuda para la compañía sería esto. Todavía otro imaginando todo de nuevo para acompañarse. De inmediato silencio de inmediato. 

Para terminar a cualquier precio bien o mal cuando tú ya no podías salir te quedabas en cuclillas en la obscuridad. Habiendo recorrido desde tus primeros pasos alrededor de treinta mil leguas o sea unas tres veces la vuelta al mundo. Sin alejarte nunca de la claridad de tu casa. ¡Tu casa! Así estaba esperando poder purgarse el viejo laudista que arrancó a Dante su primera sonrisa y tal vez ya por fin en algún rincón perdido del paraíso. A quien aquí en todos los casos adiós. El lugar no tiene ventana. Cuando vuelves a abrir los ojos la obscuridad se aclara. Tú por lo tanto ahora de espaldas en la obscuridad estabas antes en cuclillas. Tu cuerpo habiéndote enterado que ya no podía salir. Ya no andar los rincones de los pequeños caminos de pueblo y pastos alternos ya alegrados con rebaños ya desiertos. Teniendo a tu lado durante largos años la sombra de tu padre en tus viejos andrajos de vagabundo luego durante largos años solo. Añadiendo paso a paso tus pasos a la suma siempre en aumento de los ya recorridos. Deteniéndote de vez en cuando con la cabeza baja para determinar el último total. Luego otra vez adelante de cero. Acuclillado así te imaginas que ya no estás solo sabiendo muy bien que no ha pasado nada que pueda volver posible eso. El proceso continúa sin embargo rodeado por decirlo así de su absurdo. Tú no te murmuras palabra por palabra, yo sé condenado al fracaso lo que hago y no obstante persisto. No. Porque la primera persona del singular e incidentalmente con mayor razón del plural nunca ha figurado en tu vocabulario. Pero es así que mudo tú te observas del mismo modo en que a un desconocido contagiado digamos de la enfermedad de Hodgkin o si se prefiere de Percival Pott sorprendido mientras reza. De tarde en tarde con una gracia inesperada te tiendes. Simultáneamente las distintas partes se trastornan. Los brazos sueltan a las rodillas. La cabeza se incorpora. Las piernas se despliegan. El tronco se inclina para atrás. Y junto con otros incontables prosiguen sus respectivos caminos hasta ya no poder más y todos se detienen. Ahora de espaldas retomas tu fábula en el punto en que el acto de estiramiento acaba de terminar. Y persistes hasta que la operación inversa se vuelve a parar en seco. Así en la penumbra ya en cuclillas ya de espaldas sufres en vano. Y así como de la primera postura a la segunda el paso se hace más fácilmente con el tiempo y de más buena gana asimismo es lo contrario para lo contrario. Tanto que de postura ocasional el estiramiento se vuelve habitual y para terminar la regla. Ahora tú de espaldas en la obscuridad no te volverás a sentar para rodear las piernas con tus brazos y bajar la cabeza hasta ya no poder más. Pero con el rostro volteado sufrirás en vano por tu fábula. Hasta que al fin escuches y concluyas que las palabras llegan a su fin. Con cada palabra inútil más cerca de la última. Y con ellas la fábula. La fábula de otro contigo en la obscuridad. La fábula de ti fabulando a otro contigo en la obscuridad. Y de lo que se deduce más vale finalmente tiempo perdido y tú tal como siempre. 

Solo.