viernes, 28 de diciembre de 2012

Voltaire - Micromegas

Micromegas
por Voltaire



Capítulo 1
- Viaje de un habitante de la estrella Sirio al planeta Saturno -

Había en uno de los planetas que giran en torno de la estrella llamada Sirio, un mozo de mucho talento, a quien tuve la honra de conocer en el postrer viaje que hizo a nuestro mezquino hormiguero. Era su nombre Micromegas. Tenía ocho leguas de alto, quiero decir, veinticuatro mil pasos geométricos de cinco pies cada uno. 

Algún matemático, casta de gente muy útil al público, tomará la pluma en este trance de mi historia y calculará que teniendo el señor Micromegas, morador del país de Sirio, veinticuatro mil pasos, desde la cabeza a los pies, que hacen ciento veinte mil pies, y nosotros, ciudadanos de la Tierra, no más por lo común de cinco pies, y midiendo la circunferencia de nuestro globo nueve mil leguas, es absolutamente preciso que el planeta donde nació nuestro héroe tenga cabalmente veintiún millones y seiscientas mil veces más de circunferencia que nuestra minúscula Tierra. Nada más natural. Los Estados de ciertos príncipes de Alemania o de Italia, que pueden andarse en media hora, comparados con Turquía, Rusia o China, son un ejemplo muy pálido de las diferencias que la naturaleza ha establecido en todas las cosas. 

Siendo la estatura de Su Excelencia la que llevamos dicha, convendrán todos nuestros pintores y escultores que su cintura podría medir unos cincuenta mil pies de circunferencia, lo que revela una bella figura. Su entendimiento era de los más perspicaces; sabía muchas cosas y otras las inventaba; apenas frisaba en los trescientos cincuenta años y siendo estudiante de un colegio de jesuitas de su planeta, descubrió a fuerza de inteligencia más de cincuenta proposiciones de Euclides, dieciocho más que Blas Pascal el cual, luego de adivinar como quien juega (según dijo su hermana), treinta y dos, llegó a ser, andando los años, un geómetra muy mediocre y un pésimo metafísico. 

A la edad de cuatrocientos años, o sea al salir de la infancia, disecó unos insectos diminutos de apenas cien pies de grosor. Publicó un libro muy interesante acerca de esos insectos, lo que le proporcionó bastantes disgustos. El muftí de su país, tan receloso como ignorante, advirtió en su libro proposiciones sospechosas, blasfemas, temerarias, heréticas, o que "olían" a herejía, y le persiguió de muerte. Hubo que discutir si la sustancia formal de las pulgas de Sirio era de la misma naturaleza que la de los caracoles. Se defendió con mucho ingenio Micromegas; se declararon las mujeres en su favor, y después de doscientos veinte años que duró el pleito, hizo el muftí condenar el libro por jueces que no le habían leído, ni sabían leer. En cuanto al autor, fue desterrado de la Corte ochocientos años.

No le afligió mucho abandonar una Corte llena de enredos y chismes. Escribió unas décimas muy graciosas contra el muftí, que a éste le tuvieron sin cuidado, y se dedicó a viajar de planeta en planeta para, como dicen, perfeccionar el juicio y el corazón. Quienes viajamos en diligencias o sillas de posta nos pasmarían los vehículos que allá arriba usan. Nosotros, en la bola de cieno en que vivimos no comprendemos otros procedimientos. Micromegas, conocedor de las leyes de la gravitación y de las fuerzas atractivas y repulsivas, se valía de ellas con tanto acierto que, ora montado en un rayo de sol, ora cabalgando en un cometa, o saltando de globo en globo, lo mismo que revolotea un pajarito de rama en rama, él y sus sirvientes hacían su camino. 

En poco tiempo recorrió la vía láctea. Debo confesar, y lo siento, que nunca logró ver, entre las estrellas que la pueblan, el empírico cielo que vio el ilustre Derhan con su catalejo. No niego que Derhan lo viese, ¡Dios me libre de tamaño error!, pero también Micromegas estaba allí y no tenía mala vista. En fin, yo no quiero contradecir a nadie. 

Después de largo viaje, Micromegas llegó un día a Saturno, y aun cuando estaba acostumbrado a contemplar cosas nuevas, le sorprendió la pequeñez de aquel planeta y de sus habitantes. No pudo menos que sonreír con ese aire de superioridad que los más discretos no pueden contener a veces. Verdad es que Saturno no es más que novecientas veces mayor que la Tierra, y sus habitantes pobres enanos de unas dos mil varas de estatura, más o menos. Se rio al principio de ellos con sus criados, como se ríe cuando viene a Francia cualquier músico italiano, de la música de Lulli. Pero el siriano era razonable y pronto se dio cuenta de que ningún ser que piensa es ridículo, aunque su estatura no pase de seis mil pies. Se acostumbró a los saturninos, después de haber causado su asombro, y se hizo íntimo amigo del secretario de la Academia de Saturno, hombre de mucho talento. No había inventado nada, pero explicaba muy bien los inventos de los demás, y sabía componer coplas chicas y hacer cálculos grandes. He aquí expuesta, para satisfacción de mis lectores, una extraña conversación que con el señor secretario, tuvo cierto día Micromegas.



Capítulo 2
- Conversación del habitante de Sirio con el de Saturno -

Se sentó Su Excelencia, se acercó a él el secretario de la Academia, y dijo Micromegas: 

-Confesemos que es muy varia la naturaleza. 
-Verdad es -dijo el saturnino-. La naturaleza es como un jardín, cuyas flores... 
-¡Ah! -dijo el otro-. Terminen con las floriculturas. 
-Pues es -siguió el secretario- como una reunión de rubias y morenas, cuyos encantos... 
-¡Dejen a sus morenas y a sus rubias! -interrumpió el otro. 
-O bien como una galería de cuadros cuyas imágenes... 
-¡No! No señor, no -replicó el forastero-. Diganme lo primero ¿cuántos sentidos tienen los hombres en su país? 
-Nada más que setenta y dos -contestó el académico-. Créame que todos los días nos lamentamos de esta limitación. Nuestra imaginación va más allá de nuestras posibilidades, por lo que nos parece que con nuestros setenta y dos sentidos, nuestro anillo y nuestras cinco lunas, no tenemos bastante; en realidad nos aburrimos mucho a pesar de nuestros setenta y dos sentidos y de las pasiones que de ellos se derivan. 
-Lo creo -dijo Micromegas-, porque nosotros tenemos cerca de mil sentidos y todavía nos quedan no sé qué vagos deseos, no sé qué inquietud, que sin cesar nos advierte que somos muy poca cosa y que hay seres mucho más perfectos. En mis viajes he visto gentes muy inferiores a nosotros, y otras muy superiores; pero no he hallado ninguna que no tenga más deseos que necesidades y más necesidades que satisfacciones. Acaso llegue algún día a un país donde no haya necesidades, pero hasta ahora no tengo la menor noticia de semejante país.

El saturnino y el siriano quedaron meditabundos. Luego se entregaron a ingeniosas reflexiones tan agudas como inconsistentes, hasta que les fue forzoso atenerse a los hechos. 

-¿Es muy larga su vida? -preguntó el siriano. 
-¡Ah! No. Muy corta -replicó el hombrecito de Saturno. 
-Lo mismo sucede en nuestro país, siempre nos estamos quejando de la brevedad de la vida. Debe ser una ley universal de la naturaleza. 
-¡Ay! Nuestra vida -dijo el saturnino- se limita a quinientas revoluciones solares, que vienen a ser unos quince mil años según nuestra aritmética. Esto es casi nacer y morir en un momento. Así, nuestra existencia es un punto, nuestra vida un instante, y el globo en que habitamos un átomo. Apenas empieza uno a saber algo, a instruirse, cuando llega la muerte. Por mi parte no me atrevo a formar proyecto alguno; me siento como una gota de agua en el océano inmenso. Ahora estoy avergonzado en su presencia al considerar lo ridículo de mi figura.

Le replicó Micromegas: 

-Si no fueras filósofo, temería desconsolarte diciéndote que nuestra vida es setecientas veces más larga que la de ustedes; pero ya se sabe que cuando llega el momento de reintegrarse a la naturaleza, para reanimarla bajo distinta forma -que es a lo que llaman morir-, cuando llega ese instante de metamorfosis, lo mismo da haber vivido una eternidad o sólo un día. He conocido países donde viven las gentes mil veces más que en el mío, y he visto que, sin embargo, se quejaban; pero en todas partes hay gentes razonables, que saben resignarse y dar gracias al autor de la naturaleza, que con maravillosa profusión ha esparcido en el universo las variedades más distintas sin olvidar la uniformidad. Así, por ejemplo, todos los seres que piensan son diferentes, y sin embargo, todos se parecen en el don de pensar y desear. La materia es la misma en todas partes, pero en cada mundo manifiesta propiedades distintas. ¿Cuántas propiedades tiene su materia? 
-Si se refiere a las propiedades fundamentales, sin las cuales nuestro planeta no podría existir tal como es -dijo el saturnino-, pasan de trescientas; conviene saber: la extensión, la impenetrabilidad, la movilidad, la gravitación, la divisibilidad, etc. 
-Sin duda -replicó el viajero-, que es bastante con eso, con arreglo al plan del Creador para el reducido planeta en que vivís. En todas sus cosas adoro la sabiduría, porque si en todas advierto diferencia, advierto también proporción. Saturno es pequeño y lo son sus moradores; tienen pocas sensaciones y goza su materia de pocas propiedades. Todo ello lo dispuso así la Providencia. ¿De qué color es su sol? 
-Blancuzco, ceniciento -dijo el saturnino-. Al dividir uno de sus rayos, observamos que tiene siete colores. 
-El nuestro tira a encarnado -dijo el siriano-, y tenemos treinta y nueve colores fundamentales. He podido estudiar muchos soles y no he hallado dos que se parezcan, de la misma manera que en nuestro planeta no se ve una cara que no se diferencie de las demás. 

Tras de hablar de muchas cuestiones análogas, se informó de cuántas sustancias distintas en esencia se conocían en Saturno y se le respondió que unas treinta: Dios, el espacio, la materia, los seres extensos que sienten, los seres extensos que sienten y piensan, los seres que piensan y no son muy extensos, los que se penetran, y los que no se penetran, etc. El siriano, en cuyo planeta había trescientas, y que había descubierto en sus viajes hasta tres mil, dejó asombrado al filósofo de Saturno. 

Finalmente, habiéndose comunicado mutuamente casi todo cuanto sabían, y muchas cosas que no sabían, y después de discutir por espacio de toda una revolución solar, acordaron realizar juntos un corto viaje filosófico.


Capítulo 3
- Viaje de los dos habitantes de Sirio y Saturno -

Ya estaban para embarcar nuestros dos filósofos en la atmósfera de Saturno con una buena provisión de instrumentos de matemáticas, cuando la querida del saturnino, que lo supo, le vino a dar amargas quejas. Era ésta una morenita muy agraciada, que no tenía más que mil quinientas varas de estatura, pero que con su gentileza compensaba la pequeñez de su cuerpo. 

-¡Ah, cruel! -exclamó-. Después de mil quinientos años de haber resistido tus solicitudes amorosas y cuando apenas hace cien años me había entregado a ti, ¡me abandonas para irte a viajar con un gigante de otro mundo! Sólo tuviste un capricho, nunca me amaste. Si fueras saturnino legítimo no serías tan inconstante. ¿A dónde vas? ¿Qué ambicionas? Nuestras cinco lunas son menos erráticas que tú y menos mudable nuestro ánulo. 

La abrazó el filósofo, lloró con ella, aunque filósofo; y su querida, después de haberse desmayado, se fue a consolar con un petimetre. 

Partieron sin dilación ambos viajeros, y saltaron primero al anillo, que se le antojó muy aplastado, como lo supuso un ilustre habitante de nuestro minúsculo globo terráqueo, y desde allí anduvieron de luna en luna. De pronto pasó un cometa junto a ellos y a él se tiraron, con sus sirvientes y sus instrumentos. Un poco más adelante (ciento cincuenta millones de leguas) se toparon con los satélites de Júpiter y luego con este planeta, donde se apearon y permanecieron un año. En él descubrieron algunos secretos muy curiosos, que hubieran dado a la imprenta, a no haber sido por los señores inquisidores, que encontraron proposiciones bastante duras de tragar. Yo pude leer el manuscrito en la biblioteca del ilustrísimo señor arzobispo de..., quien con toda la benevolencia que a tan insigne prelado caracteriza, me permitió husmear en sus libros. 

Pero volvamos a nuestros aventureros. Al salir de Júpiter atravesaron un espacio de cerca de cien millones de leguas y costearon el planeta Marte, el cual -como todos saben- es cinco veces más pequeño que la Tierra, donde vieron las dos lunas de que dispone y que no han podido descubrir todavía nuestros astrónomos. Aun cuando sé que el abate Castel rechazará ingeniosamente la existencia de dichas lunas, no ignoro tampoco que me darán la razón quienes saben razonar, aquellos a los que no puede escapárseles el hecho de que no le sería posible a Marte vivir sin dos lunas por lo menos, estando tan distante del Sol. 

Sea como fuere, a los viajeros les pareció un mundo tan chico que temieron no hallar alojamiento aceptable y pasaron de largo, como hacen los caminantes cuando topan con una mala venta en despoblado. Hicieron mal y se arrepintieron, pues tardaron mucho en encontrar albergue. Al fin divisaron una lucecilla, que era la Tierra, y que pareció muy mezquina cosa a gentes que venían de Júpiter. No obstante, y a trueque de arrepentirse otra vez, resolvieron desembarcar en ella. Pasaron a la cola del cometa y hallando una aurora boreal a mano, se metieron dentro. Tomaron tierra en la orilla septentrional del mar Báltico, el día 5 de julio de 1737.


Capítulo 4
- Lo que les sucedió en el globo terráqueo -

Después de reposar un poco, almorzaron un par de montañas que les guisaron sus criados con mucho aseo. Quisieron luego reconocer el mezquino país donde se hallaban y marcharon de Norte a Sur. Los pasos que daban el siriano y sus acompañantes abarcaban unos treinta mil pies cada uno. Los seguía de lejos el enano de Saturno, que perdía el aliento, porque tenía que dar doce pasos mientras los otros daban una zancada. Iba, si se me permite la comparación, como un perro faldero que sigue a un capitán de la Guardia del rey de Prusia.

Como andaban de prisa, dieron la vuelta al globo en veinticuatro horas; verdad es que el Sol, o por mejor decir, la Tierra, hace el mismo viaje en un día; pero hemos de convenir que es cosa más fácil girar sobre su eje que andar a pie. Volvieron al fin al sitio de donde partieron después de haber visto la balsa, casi imperceptible para ellos, denominada mar Mediterráneo y el otro pequeño estanque que llamamos gran Océano y que rodea nuestra madriguera; al enano no le llegaba el agua a media pierna y apenas si se mojaba el otro los talones. Fueron y vinieron arriba y abajo, procurando averiguar si estaba o no habitado este mundo; agachándose, se tendieron lo más posible palpando por todas partes; pero eran tan enormes sus ojos y sus manos en relación con los seres minúsculos que nos arrastramos aquí abajo, que no lograron captar nuestra presencia, ni siquiera sorprender algún indicio que la revelase.

El enano, que a veces juzgaba con ligereza, manifestó terminantemente que no había habitantes en la Tierra; basado en primer lugar en que él no veía ninguno.

Micromegas le dio a entender cortésmente que su deducción no era fundada, porque -le dijo- ¿es que acaso con esos ojos tan pequeños que tienes eres capaz de ver las estrellas de quincuagésima magnitud? Yo en cambio las veo perfectamente. ¿Afirmas, sin embargo, que esas estrellas no existen?

-Digo que he buscado y rebuscado por todas partes -dijo el enano. 
-¿Y no hay nada? 
-Lo único que hay es que este planeta está muy mal hecho -replicó el enano-; irregular y mal dispuesto, resulta no sólo ridículo, sino caótico. ¿No veis esos arroyuelos que ninguno corre derecho; esos estanques que no son redondos ni cuadrados, ni ovalados ni de forma geométrica alguna? Observad esos granos de arena (se refería a las montañas), que por cierto se me han metido en los pies... Miren el achatamiento de los polos de este globo que gira y gira alrededor del Sol y cuyo régimen climatológico es tan absurdo que las zonas de ambos polos son yertas y estériles. Lo que más me hace creer que no hay habitantes, es considerar que nadie con un poco de sentido común querría vivir en él. 
-Eso no importa nada -dijo Micromegas-. Pueden no tener sentido común y habitarle. Todo aquí se les antoja irregular y descompuesto porque no está trazado con tiralíneas como en Júpiter y Saturno. Eso es lo que los confunde. Por mi parte estoy acostumbrado a ver en mis viajes las cosas más distintas y los aspectos más variados.

Replicó el saturnino a estas razones, y no se hubiera concluido esta disputa, si en el calor de ella no hubiese roto Micromegas el hilo de su collar de diamantes y caídos éstos, que eran muy hermosos aunque pequeñitos y desiguales. Los más gruesos pesaban cuatrocientas libras y cincuenta los más menudos. Cogió el enano alguno y arrimándoselos a los ojos observó que tal como estaban tallados resultaban excelentes microscopios. Tomó uno, pequeño, puesto que no tenía más de ciento sesenta pies de diámetro, y se lo aplicó a un ojo mientras que se servía Micromegas de otro de dos mil quinientos pies. Al principio no vieron nada con ellos, pero hechas las rectificaciones oportunas, advirtió el saturnino una cosa imperceptible que se movía entre dos aguas en el mar Báltico: era una ballena; se la puso bellamente encima de la uña del pulgar y se la enseñó al siriano, que por la segunda vez se echó a reír de la insignificancia de los habitantes de la Tierra.

Creyó, pues, el saturnino que nuestro mundo estaba habitado sólo por ballenas y como era muy listo quiso averiguar de qué manera podía moverse un átomo tan ruin, y si tenía ideas, voluntad y libre albedrío.

Micromegas no sabía qué pensar; mas después de examinar con mucha atención al animal, sacó en consecuencia que no podía caber un alma en un cuerpo tan chico. Se Inclinaban ya a creer ambos viajeros que en el terráqueo no existía vida racional, cuando, con el auxilio del microscopio descubrieron otro bulto más grande que la ballena flotando en el mar Báltico. Como es sabido, por aquellos días regresaba del círculo polar una banda de filósofos, que habían ido a tomar unas medidas en que nadie hasta entonces había pensado. Se dijo en los papeles públicos que su barco había encallado en las costas de Botnia y que por poco perecen todos. Pero nunca se sabe en este mundo la verdad oculta de las cosas. Contaré con sinceridad lo ocurrido sin quitar ni añadir nada; esfuerzo que por parte de un historiador es meritorio en alto grado.


Capítulo 5
- Experiencias y reflexiones -

Tendió Micromegas con mucho tiento la mano al sitio donde se veía aquel objeto, y alargando y encogiendo los dedos, por miedo a equivocarse, y abriéndolos luego y cerrándolos, agarró con mucha maña el navío donde iban aquellos sabios y le puso con mucho cuidado en la uña del pulgar.

-He aquí un animal muy distinto del otro -dijo el enano de Saturno, mientras el siriano colocaba al pretenso animal en la palma de la mano.

Los pasajeros y marineros de la tripulación, creyéndose arrebatados por un huracán, y al buque varado en un bajío, se ponen todos en movimiento; cogen los marineros toneles de vino, los tiran a la mano de Micromegas, y ellos se tiran después; sacan los sabios sus cuartos de círculo, sus sectores y sus muchachas laponas y se apean en los dedos del siriano, quien por fin siente que se mueve una cosa que le pica el dedo. Era un garrote con un hierro en la punta que le clavaban hasta un píe de profundidad en el dedo índice; esta picazón le hizo creer que había salido algo del cuerpo del animalejo que tenía en la mano; mas no pudo sospechar al principio otra cosa, pues con su microscopio, que apenas bastaba para distinguir un navío de una ballena, no era posible descubrir a un ente como el hombre.

No quiero zaherir la vanidad de nadie; pero ruego a las personas soberbias que reflexionen sobre este cálculo: aceptando como estatura media del hombre la de cinco pies, su presencia en la Tierra como individuo no hace más bulto que el que haría en una bola de diez pies de circunferencia un animal de seiscientos milavos de pulgada de alto.

No hay duda de que si algún capitán de granaderos lee esta narración mandará que su tropa se ponga morriones de dos o tres pies más altos que los actuales, pero por más que haga, siempre serán él y sus soldados seres infinitamente pequeños.

El filósofo de Sirio tuvo que proceder con suma habilidad para examinar esos átomos. No fue tan extraordinario el descubrimiento de Leuwenhock y Hartsoeker cuando vieron, o creyeron ver los primeros, la simiente que nos engendra. ¡Qué placer el de Micromegas cuando vio cómo se movían aquellos seres; cuando examinó sus movimientos todos y siguió todas sus acciones! ¡Con qué júbilo alargó a sus compañero de viaje uno de sus microscopios!

-Los veo perfectamente -decían ambos, a la vez-; observad cómo andan y suben y bajan.

Esto decían y les temblaban las manos de gozo al ver objetos tan nuevos y también de miedo a perderlos de vista. Pasando el saturnino de un extremo de desconfianza al opuesto de credulidad, se figuró que algunos estaban ocupados en la propagación de su especie.

-¡Ah! -dijo el saturnino-. Ya tengo en mis manos el secreto de la naturaleza. 
Evidentemente las apariencias, cosa que sucede a menudo, engañan, tanto si se usa como si no se usa microscopio.


Capítulo 6
- Lo que les sucedió con los hombres -

Mejor observador Micromegas que el enano, advirtió claramente que aquellos átomos se hablaban y así se lo hizo notar a su compañero, el cual, con la vergüenza de haberse engañado acerca del mecanismo de la generación, no quiso creer que semejante especie de bichos pudieran tener y comunicarse sus ideas. Micromegas poseía el don de lenguas, no menos que el siriano, y no entendiendo a nuestros átomos, suponía que no hablaban; y luego ¿cómo habían de tener órganos de la voz unos seres casi imperceptibles, ni qué se habían de decir? Para hablar es indispensable pensar, y si pensaban, llevaban en sí algo que equivalía al alma; y atribuir una cosa equivalente al alma a especie tan ruin, se le antojaba mucho disparate. Le dijo el siriano:

-¿Pues no creas, hace poco, que se estaban amando? ¿Piensas que se hacen ciertas cosas sin pensar y sin hablar, o a lo menos, sin darse a entender? ¿Crees que es más fácil hacer un chico que un silogismo? A mí, una y otra cosa me parecen impenetrables misterios.
-No me atrevo ya -dijo el enano- a creer ni a negar nada; procedamos a examinar estos insectos y meditemos luego. 
-De acuerdo -respondió Micromegas.

Y sacando unas tijeras se cortó la uña de su dedo pulgar con la que hizo una especie de bocina enorme, como un embudo inmenso, y luego se puso el cañón al oído; la circunferencia del embudo abarcaba al navío y toda su tripulación, y la más débil voz se introducía en las fibras circulares de la uña; de suerte que, merced a su ingenio, el filósofo de allá arriba, oyó perfectamente el zumbido de nuestros insectos de acá abajo, y en pocas horas logró distinguir las palabras y entender el idioma francés en que hablaban. Lo mismo hizo el enano, aunque no con tanta facilidad. Crecía el asombro de los dos viajeros al oír hablar con notable discreción y les parecía inexplicable este fenómeno de la naturaleza. Como podemos figurarnos el enano y el siriano se morían de deseos de entablar conversación con aquellos átomos; pero tenían miedo de que su voz atronara a los microbios sin que la oyesen.

Trataron, pues, de amortiguar su intensidad, y para ello se pusieron en la boca unos mondadientes muy menudos, cuya punta muy afilada iba a parar junto al navío. Puso el siriano al enano entre sus rodillas, y encima de una uña, el navío con su tripulación; bajó la cabeza y habló muy quedo, y después de todas estas precauciones, y muchas más, dijo lo siguiente:

-Invisibles insectos que la diestra del Creador se plugo producir en los abismos de lo infinitamente pequeño; yo los bendigo. Acaso luego me desprecien en mi Corte; pero yo a nadie desprecio, y les brindo mi protección.

Si hubo asombros en el mundo, ninguno llegó al de los que estas palabras oyeron, sin poder atinar de dónde salían. Rezó el capellán las preces contra el demonio, blasfemaron los marineros, e inventaron varios sistemas los filósofos del navío; pero a pesar de sus meditaciones, no les fue posible averiguar quién era el que les hablaba.

Fue entonces cuando el enano de Saturno, que tenía la voz más débil que Micromegas, les explicó todo circunstanciadamente; el viaje desde Saturno, y quién era el señor Micromegas. Compadecido de que fueran tan chicos los habitantes de la Tierra les habló con ternura preguntándoles si habían sido siempre tan insignificantes y qué era lo que hacían en un globo que, al parecer, pertenecía a las ballenas. Les preguntó también si eran felices, si tenían alma, si se reproducían y otras mil preguntas por el estilo.

Ofendido de que alguien dudase de si tenían alma, un sabio de la Tierra, más audaz que los demás, observó a su interlocutor con una pínula adaptada a un cuarto de círculo, midió los triángulos y por último dijo así: 

-¿Crees, caballero, que por ser de una estatura de dos mil metros eres un...? 
-¡Dos mil metros? -exclamó el enano-. ¡No se ha equivocado ni en una pulgada! Así pues, este átomo ha podido medirme. Sabe matemáticas y ha determinado mi tamaño. En cambio, yo no le puedo ver sin el auxilio del microscopio y no sé qué dimensiones tiene. 
-Sí, supe medirlos -dijo el matemático- y podré a hacer lo mismo con el gigante que los acompaña.

Admitida la propuesta, se tendió Su Excelencia en el suelo, porque estando en pie, su cabeza se perdía en las nubes, y nuestros filósofos le plantaron un árbol muy grande en cierto sitio que el doctor Swift hubiera designado por su nombre, pero que yo no me atrevo a mencionar por el mucho respeto que tengo a las damas. Luego, mediante una serie de triángulos que trazaron y relacionaron unos con otros, sacaron en consecuencia que la persona que medían era un sujeto de veinte mil pies de estatura. 

Micromegas decía:

-¡Cuan cierto es que nunca se deben juzgar las cosas por su apariencia! Seres insignificantes, despreciables, tienen uso de razón, y aun es posible que otros más pequeños todavía posean más inteligencia que esos inmensos animales que he visto en el cielo y que con un solo pie cubrirían el planeta en que me encuentro. Para Dios, en su omnipotencia, no hay dificultad en proveer de entendimiento, lo mismo a los seres infinitamente grandes que a los infinitamente pequeños.

Le respondió uno de los filósofos que bien podía creer, sin duda alguna, que había seres inteligentes mucho más pequeños que el hombre, y para probárselo le contó, no las fábulas de Virgilio sobre las abejas, sino lo que Swammerdam ha descubierto, y lo que ha disecado Reaumur. Le dijo también que hay animales que son, con respecto a las abejas, lo que las abejas con respecto al hombre y le hizo notar lo que el propio siriano significaba en relación con aquellos animales enormes a que se había referido; a su vez, estos grandes animales comparados con otros, parecen imperceptibles átomos. Poco a poco fue haciéndose interesante la conversación.

Micromegas se expresó así:


Capítulo 7
- La conversación que tuvieron -

-¡Oh átomos inteligentes en quienes quiso el Eterno manifestar su arte y su poder! Decidme, amigo ¿no disfrutan en su globo terráqueo purísimos deleites? Apenas tienen materia, son todo espíritu, lo cual quiere decir que seguramente emplearan su vida en pensar y amar, que es la vida que corresponde a los espíritus. Yo que no he visto la felicidad en ninguna parte, creo ahora que está entre ustedes.

Se cogieron de hombros al oír esto los filósofos. Uno de ellos quiso hablar con sinceridad y manifestó que, exceptuando un número reducidísimo, a quienes para nada se tenía en cuenta, todos los demás eran una cáfila de locos, perversos y desdichados.

-Más materia tenemos -dijo- de la que es menester para obrar mal, si procede el mal de la materia, y mucha inteligencia, si proviene de la inteligencia. ¿Sabés por ejemplo que a estas horas, cien mil locos de nuestra especie, que llevan sombrero, están matando a otros cien mil animales que llevan turbante, o muriendo a sus manos? Tal es la norma en la tierra, desde que el hombre existe.

Se horrorizó el siriano y preguntó cuál era el motivo de tan horribles contiendas entre animales tan ruines.

-Se disputan -dijo el filósofo- unos trozos de tierra del tamaño de sus pies; y se los disputan no porque ninguno de los hombres que pelean y mueren o matan quiera para sí un terrón siquiera de aquel pedazo de tierra, sino por si éste ha de pertenecer a cierto individuo que llaman Sultán o a otro que apellidan Zar. Ninguno de los dos ha visto, ni verá nunca, el minúsculo territorio en litigio, así como tampoco ninguno de los animales que recíprocamente se asesinan han visto al animal por quien se asesinan.
-¡Desventurados! -exclamó con indignación el siriano-. ¿Cómo es posible tan absurdo frenesí? Deseos me dan de pisar a ese hormiguero ridículo de asesinos. 
-No hace falta que se tome ese trabajo. Ellos solos se bastan para destruirse. Dentro de cien años habrán quedado reducidos a la décima parte. Aun sin guerras perecen de hambre, de fatiga, o de vicios. Pero no son ellos los que merecen castigo, sino quienes desde la tranquilidad de su gabinete y mientras hacen la digestión de una opípara comida, ordenan el degüello de un millón de hombres y dan luego gracias a Dios en solemnes funciones religiosas. 

Se sentía el viajero movido a piedad hacia el ruin linaje humano en el cual tantas contradicciones descubría.

-Puesto que pertenecen al corto número de los sabios -dijo a sus interlocutores- les ruego me digan cuáles son sus ocupaciones.
-Disecamos moscas -respondió uno de los filósofos-, medimos líneas, coleccionamos nombres, coincidimos acerca de dos o tres puntos que entendemos y discrepamos sobre dos o tres mil que no entendemos.

El siriano y el saturnino se pusieron a hacerles preguntas para saber sobre qué estaban acordes.

-¿Qué distancia hay -dijo el saturnino- desde la Canícula hasta la mayor de Géminis?

Le respondieron todos a la vez:

-Treinta y dos grados y medio. 
-¿Qué distancia hay de aquí a la Luna? 
-Setenta semidiámetros de la Tierra. 
-¿Cuánto pesa el aire suyo?

No creían que pudiesen responder a esta pregunta; pero todos le dijeron que pesaba novecientas veces menos que el mismo volumen del agua más ligera y diecinueve mil veces menos que el oro.

Atónito el enano de Saturno ante la exactitud de las respuestas, estaba tentado a creer que eran magos aquellos mismos a quienes un cuarto de hora antes les había negado la inteligencia.

Por último habló Micromegas:

-Ya que tan perfectamente sabe lo de sea de su planeta, sin duda mejor sabrá lo que hay dentro. Digame, pues, ¿qué es su alma y cómo se forman sus ideas?

Los filósofos hablaron todos a la par como antes, pero todos manifestaron distinto parecer.

Citó el más anciano a Aristóteles, otro pronunció el nombre de Descartes, éste el de Malebranche, aquél el de Leibnitz y el de Locke otro.

El viejo peripatético dijo con gran convicción:

-El alma es una entelequia, una razón en virtud de la cual tiene el poder de ser lo que es; así lo dice expresamente Aristóteles, página 633 de la edición del Louvre (...)
-No entiendo el griego -confesó el gigante. 
-Ni yo tampoco -respondió el filósofo. 
-Entonces ¿por qué citas a ese Aristóteles en griego? 
-Porque lo que uno no entiende, lo ha de citar en una lengua que no sabe. 

Tomó entonces la palabra el cartesiano y dijo:

-El alma es un espíritu puro, que en el vientre de la madre recibe todas las ideas metafísicas y que, en cuanto sale de él, tiene que ir a la escuela para aprender de nuevo lo que tan bien sabía y que nunca volverá a saber. 

El animal de ocho leguas opinó que importaba muy poco que el alma supiera mucho en el vientre de su madre si después lo ignora todo.

-Pero dime, ¿qué entiendes por espíritu? 
-¡Valiente pregunta! -contestó el otro-. No tengo idea de él. Dicen que es lo que no es materia. 
-¿Y sabés lo que es materia? 
-Eso sí. Esa piedra, por ejemplo, es parda y de tal figura, tiene tres dimensiones y es pesada y divisible. 
-Así es -asintió el siriano-; pero esa cosa que te parece divisible, pesada y parda ¿me dirás qué es? Tú sabes de algunos de sus atributos, pero el sostén de esos atributos ¿lo conoces? 
-No -dijo el otro. 
-Luego no sabes qué cosa sea la materia. Dirigiéndose entonces el señor Micromegas a otro sabio que encima de su dedo pulgar se posaba, le preguntó qué creía que era su alma y de qué se ocupaba él. 
-No hago nada -respondió el filósofo malebranchista-; Dios es quien lo hace todo por mí; en El lo veo todo, en El lo hago todo y es El quien todo lo dispone sin cooperación mía. 
-Eso es igual que no existir -respondió el filósofo de Sirio-. 
Y tú, amigo -le dijo a un leibnitziano que allí estaba-, ¿qué haces? ¿Qué es tu alma? 
-Una aguja de reloj -dijo el leibnitziano- que señala las horas mientras suenan musicalmente en mi cuerpo, o bien, si les parece mejor, el alma las suena mientras el cuerpo las señala; o bien, mi alma es el espejo del universo y mi cuerpo el marco del espejo. La cosa no puede ser más clara.

Los estaba oyendo un sectario de Locke, y cuando le tocó hablar dijo:
-Yo no sé cómo pienso; lo que sé es que nunca he pensado como no sea por medio de mis sentidos. Que haya sustancias inmateriales e inteligentes, no lo pongo en duda; pero que no pueda Dios comunicar la inteligencia a la materia, eso no lo creo. Respeto al eterno poder, y sé que no me compete definirle; no afirmo nada y me inclino a creer que hay muchas más cosas posibles de lo que se piensa.

Se sonrió el animal de Sirio y le pareció que no era éste el menos cuerdo. Si no hubiera sido por la enorme desproporción de sus tamaños corpóreos, hubiese dado un abrazo, el enano de Saturno al discípulo de Locke. Por desgracia, se encontraba también allí un pequeño animal tocado con un birrete, que, interrumpiendo el diálogo, manifestó que él estaba en posesión de la verdad que no era otra que la expuesta en la Summa de Santo Tomás; y mirando de pies a cabeza a los dos viajeros celestes les dijo que sus personas, sus mundos, sus soles y sus estrellas, todo había sido creado para el hombre. Al oír los otros tal sandez, se echaron a reír estrepitosamente con aquella inextinguible risa que, según Homero, es atributo de los dioses.

Las convulsiones de tanta hilaridad hicieron caer al navío de la uña del siriano al bolsillo de los calzones del saturnino. Lo buscaron ambos mucho tiempo; al cabo toparon con la tripulación y la metieron en el barco lo mejor que pudieron.

Luego el siriano se despidió amablemente de aquellos charlatanes, aunque le tenía algo mohíno ver que unos seres tan infinitamente pequeños, tuvieran una vanidad tan infinitamente grande. Les prometió un libro de filosofía escrito en letra muy menuda, para que pudieran leerle.

-En él verán -dijo- la razón de todas las cosas.

En efecto, antes de irse les dio el libro prometido que llevaron a la Academia de Ciencias de París. Cuando lo abrió el viejo secretario de la Academia, observó que todas las páginas estaban en blanco. 

-¡Ah! -dijo-. Ya me lo figuraba yo.

jueves, 13 de diciembre de 2012

Samuel Beckett - Primer amor

Primer amor
por Samuel Beckett




Tiendo a asociar mi matrimonio, para bien o para mal, con la muerte de mi padre en el tiempo. Que existan otros nexos, en otros planos, entre estos dos asuntos es muy posible. Como están las cosas, suficiente tengo con tratar de decir lo que creo saber.

No hace mucho fui a visitar la tumba de mi padre, eso sí lo sé, y me percaté de la fecha de su muerte, solamente la de su muerte, ya que la de su nacimiento no me interesaba ese día en particular. Salí en la mañana y regresé al anochecer, habiendo tomado un almuerzo muy ligero en el panteón. Pero unos días más tarde, deseando saber la edad que tenía al morir, tuve que regresar a su tumba para anotar su fecha de nacimiento. Entonces escribí como pude las dos fechas límite en un papel que ahora llevo conmigo. Así pues tengo ahora derecho de afirmar que debo haber tenido unos veinticinco años cuando contraje matrimonio. Mi fecha de nacimiento, repito, la mía, nunca se me olvida, nunca tuve que anotarla, permanece cincelada en mi memoria, el año cuando menos, en números que la vida no borrará fácilmente. Es más, el día regresa a mí cuando me lo propongo, y con frecuencia lo celebro, a mi modo, no digo que cada vez que me viene a la cabeza porque sucede muy a menudo, pero sí frecuentemente.

En lo personal no tengo nada en contra de los panteones, puedo respirar el aire fresco ahí a mis anchas, tal vez con más ganas que en ningún otro lado, cuando de tomar el aire fresco se trata. El olor de los cadáveres, claramente perceptible bajo los del pasto y del humus mezclados, no me resulta desagradable, es demasiado dulce tal vez, un poco impetuoso, pero infinitamente mejor que el que emiten los vivos, sus pies, sus dientes, sus sobacos, sus frentes pegajosas y sus óvulos frustrados. Y cuando los restos de mi padre son parte, aunque humilde, de estos dulces olores, casi podría derramar lágrimas. Los vivos se lavan en vano, en vano se perfuman, apestan. No cabe duda, si de elegir un lugar se trata, digo, si he de salir de todos modos, denme mis panteones y ustedes quédense —sí— con sus parques públicos y bellos panoramas. Un sandwich, un plátano, me saben más dulces cuando me siento en una lápida, y cuando es hora de orinar de nuevo, como suele suceder, lo hago ahí mismo. O paseo por ahí, con las manos entrelazadas sobre la espalda, entre las losas, inclinado o enderezado, leyendo los epitafios. Estos últimos no me apuran, hay siempre por ahí tres o cuatro de una chocarrería tal, que me veo obligado a sujetarme de una cruz, o de una estela, o de un ángel para no caer. Yo compuse el mío hace ya mucho y todavía me agrada, siquiera eso. Los otros textos que he escrito más tardan en secarse que yo en inquietarme, pero mi epitafio aún merece mi aprobación. Desafortunadamente hay pocas posibilidades de que pudiera esculpirse sobre la calavera que lo concibió, a menos que el Estado se hiciera cargo de ello. Pero para ser desenterrado, primero debo ser hallado, y me temo que esos caballeros se las verían negras para encontrarme vivo o muerto. Así pues, me apresuraré a dar cuenta cabal de su contenido aquí y ahora que aún hay tiempo:

Aquí yace el interfecto que allá arriba falleció 
Tan puntualmente que hasta hoy sobrevivió.

El segundo y último verso es algo cojo quizás, pero no tiene mayor importancia, se me perdonará eso y mucho más cuando se me haya olvidado. Y luego, con un poco de suerte, uno puede darle en el blanco a un entierro genuino, con dolientes reales y vivos y una extraña viuda haciéndose para atrás con la intención de lanzarse al agujero. Y casi siempre el encantador asunto de convertirse en polvo, aunque según yo no hay nada menos polvoriento que los hoyos de este tipo, se asocia con el estiércol aunque no haya ni una brizna de polvo alrededor de los difuntos, a no ser que hayan muerto víctimas del fuego. No importa, la pequeña artimaña del polvo es encantadora. Sin embargo, el terreno de mi padre no era de mis favoritos. Para empezar estaba demasiado lejos, allá por el campo silvestre en uno de los costados de una colina, y era demasiado pequeño además. Lo que es más, estaba casi lleno, unas cuantas viudas más y listo. Yo prefería Ohlsdorf de plano, en particular la sección Linne, en tierra prusiana, con sus novecientos acres de cadáveres bien empacaditos, aunque yo no conocía a nadie ahí, salvo, por su reputación, a Hangenbeck, el tipo que atrapaba animales salvajes. Si mal no recuerdo, hay un león grabado en su lápida; para Hagenbeck la muerte debe haber poseído la contención de un león. Los carros van de aquí para allá, hasta el tope de viudas, viudos, huérfanos y gente por el estilo. Arboledas, grutas, lagos artificiales con cisnes, vaya un consuelo para el inconsolable. Era diciembre, nunca había tenido tanto frío, la sopa de anguila me había caído mal, tenía miedo de morir, me volteé para vomitar, los envidiaba. 

Pero, pasando a cuestiones menos melancólicas, al morir mi padre tuve que irme de la casa. Era él quien deseaba que yo estuviera ahí. Era un hombre extraño. Un día dijo Déjenlo en paz, no está molestando a nadie. No sabía que yo lo estaba oyendo todo. Se trataba de una opinión que debe haber externado con frecuencia, sólo que las demás veces yo no andaba por ahí. Nunca me dejaron ver su testamento, simplemente me dijeron que me había dejado equis cantidad. Entonces yo creía, y todavía lo creo, que había estipulado en su testamento que se me dejara en el cuarto que siempre ocupé cuando él vivía y que se me llevaran los alimentos ahí como antes. Incluso pudo haberle dado a esto la característica fuerza de lo precedente. Se intuía que le gustaba tenerme bajo su techo, de no ser así no se habría opuesto a mi desalojamiento. Tal vez le daba lástima. Pero no creo. Debía haberme dejado toda la casa, entonces sí que me habría sentido bien, los demás también, los habría convencido diciéndoles: Quédense, quédense, por favor, ésta es su casa. Sí, mi pobre padre lo logró, si es que su intención era realmente seguir protegiéndome desde la tumba. En relación con el dinero, en justicia debo admitir que me lo dieron de inmediato, al día siguiente de la inhumación. Tal vez se sintieron legalmente obligados a ello. Yo les dije Quédense con el dinero y déjenme seguir viviendo aquí, en mi recámara, como en vida de papá. Y añadí Dios lo tenga en su gloria, todo esto esperando que se conmovieran. Pero se negaron. Les ofrecí ponerme a su disposición unas horas todos los días para realizar los trabajitos de mantenimiento que toda casa requiere pues, si no, se viene abajo. Resanar aún es posible, no sé por qué. Les propuse en particular encargarme del invernadero. Allí me habría encantado quedarme las horas, en medio de ese calor, haciéndome cargo de los tomates, los jacintos, los claveles y los distintos retoños. Sólo mi padre y yo, en aquella casa, entendíamos de tomates. Pero se negaron. Un buen día, al regresar del baño, encontré mi cuarto cerrado con llave y mis pertenencias amontonadas frente a la puerta. Esto podrá darles una idea de lo estreñido que estaba durante esta coyuntura. Ahora estoy totalmente convencido de que se trataba de un estreñimiento ansioso. Pero, ¿me encontraba realmente estreñido? De alguna manera creo que no suavemente, suavemente. Y aun así debo haber estado mal, pues de qué otro modo se pueden explicar esas largas y crueles sesiones en el lugar al que todo el mundo va. Por entonces nunca leía, no más que en otros momentos, nunca me instalaba en la ensoñación o en la meditación, sólo miraba fijamente el almanaque que colgaba de un clavo ante mis ojos, con su portada de un jovencito de barba recién salida con su rebaño, Jesús sin duda; tenía las manos en las mejillas y me dieron náuseas, ay, ay, ay, ay, hacía los mismos movimientos de alguien que se aferra al remo y tenía un solo pensamiento en la cabeza, ir a mi cuarto de nuevo y acostarme boca arriba. ¿Qué pudo haber sido aquello más que estreñimiento? ¿O lo estaré confundiendo con la diarrea? Estoy hecho bolas, entre lápidas y bodas y las distintas variedades del movimiento. Con mis escasas pertenencias habían hecho un montoncito en el suelo, frente a la puerta. Parece que estoy viendo el montoncito en el pequeño descanso muy sombreado entre las escaleras y mi cuarto. Fue en este angosto sitio, limitado sólo por tres paredes, donde tuve que cambiarme, quiero decir quitarme la ropa de dormir y ponerme la ropa de viaje, o sea, zapatos, calcetines, pantalones, camisa, saco, abrigo y sombrero, no puedo pensar más que en eso. Intenté abrir otras puertas, le daba vuelta a la chapa y empujaba o jalaba antes de irme de la casa, pero ninguna cedió. Creo que de haber encontrado una abierta me habría atrincherado en el cuarto, me habrían tenido que anestesiar para sacarme. Sentía la casa llena como de costumbre, con la gente de todos los días, pero no veía a nadie. Me los imaginé a cada uno en su cuarto, con las luces apagadas, absolutamente alertas. Luego, la carrera hacia la ventana, todos se detienen un poco antes de llegar, quedan cubiertos por la cortina, esto, ante el sonido de la puerta principal cerrándose tras de mí, debí dejarla abierta. Luego las puertas se abren y salen todos, hombres, mujeres y niños, y las voces, los suspiros, las sonrisas, las manos, las llaves en las manos, el bendito alivio, las precauciones ensayadas, si esto pues aquello, pero si aquello entonces esto, todo paz y felicidad en los corazones, vengan a comer, dejemos la fumigación para más tarde. Desde luego que todo esto me lo imagino, yo ya me había ido, todo pudo suceder de otra manera, pero a quién le importa cómo ocurren las cosas siempre y cuando ocurran. Todos esos labios que me habían besado, esos corazones que me habían querido (es con el corazón que uno quiere, ¿no es así? o, ¿acaso lo estoy confundiendo todo?), esas manos que habían jugado con las mías y esas mentes que ¡casi se apropiaron de la mía! Los seres humanos son verdaderamente extraños. Pobre papá, se le habría hecho un nudo en la garganta si me hubiera visto aquel día, si nos hubiera visto, a menos que en su gran sabiduría desprendida de lo humano, hubiera visto más allá de su hijo cuyo cadáver todavía no estaba listo para cavar la fosa.

Pero, pasando a cuestiones menos melancólicas, el nombre de la mujer con la que pronto contraería matrimonio era Lulú. Así pues, ella al menos me dio seguridad y no puedo imaginarme qué interés podía haber tenido en mentirme al respecto. Bueno, por supuesto que uno nunca sabe: Hasta me reveló su apellido, pero ya se me olvidó. Debí apuntarlo en un papel, me choca olvidar los nombres propios. La conocí en una banca a la orilla del canal, de uno de los canales ya que en nuestro pueblo hay dos, aunque nunca llegué a saber cuál era cuál. Era una banca bien ubicada detrás de la cual había un montículo de tierra sólida y basura que ocultaba mi espalda. Mis costados sólo se veían parcialmente gracias a dos venerables árboles, más que venerables, muertos, que estaban a cada lado de la banca. Sin lugar a dudas fueron estos árboles los que un buen día, en el esplendor de su follaje, crearon la idea de una banca en la imaginación de alguien. Al frente, a unas cuantas yardas de distancia, fluía el canal, si es que los canales fluyen, no me lo pregunten, así que desde esa parte también, el riesgo de una sorpresa era mínimo. Y aun así, ella me sorprendió. Yo estaba echado ahí, qué noche tan agradable, mirando por entre las ramas desnudas que se entrelazaban allá arriba, donde los árboles se unen unos con otros buscando apoyo, y por entre las nubes que pasaban en un boquete de cielo estrellado, iban y venían. Hazte para allá, dijo. Primero pensé en irme pero, como estaba fatigado y no tenía a dónde ir, me quedé. Entonces encogí un poco las piernas y ella se sentó. Nada más pasó entre nosotros aquella tarde y al rato ella decidió irse sin decir una palabra más. Todo lo que hizo fue tararear desarticuladamente, sotto voce, como para sus adentros y afortunadamente sin la letra, algunas canciones populares, brincando de una a la otra sin terminar ninguna, de tal modo que hasta a mí me pareció extraño. Su voz, aunque desentonada, no era desagradable. Tenía el aliento de un alma demasiado fastidiada para concluir algo, era tal vez la voz menos adolorida del mundo. La banca pronto se convirtió en algo más de lo que ella podía soportar y en cuanto a mí, echarme un vistazo había sido más que suficiente para ella. Sin embargo, en realidad era una mujer muy tenaz. Regresó al día siguiente y al siguiente y todo fue más o menos como la primera vez. Quizá se intercambiaron algunas palabras. Al día siguiente estuvo lloviendo y yo me sentía muy seguro. Mal hecho. Le pregunté si estaba decidida a molestarme tarde con tarde. ¿Te molesto?, preguntó. Sentí sus ojos encima de mí. No podía haber visto gran cosa, dos párpados a lo sumo, con un indicio de nariz y ceja, ensombrecido, pues era de noche. Pensé que nos llevábamos bien, dijo. Me molestas, dije yo, no puedo estirarme si te pones allí. El cuello del abrigo me cubría la boca pero de todos modos me escuchó. ¿Tienes que estirarte a fuerza?, dijo. No hay error más craso que hablar con la gente. Pues pon los pies sobre mis rodillas, dijo. No esperé a que me lo dijera dos veces y pronto, bajo mis flacas corvas, sentí sus gordos muslos. Comenzó a sobarme los tobillos. Pensé en patearle el coño. Uno habla con la gente de que desea estirarse y luego luego ven un cuerpo completito. Lo que importaba en mi reino despoblado, en el cual la disposición de mi cadáver era el más simple y fútil de los accidentes, era la negligencia de la mente, el aburrimiento del ser, ese residuo de frivolidad execrable conocido como el no ser y, hasta el mundo, en una palabra. Pero un hombre de veinticinco años siempre está a merced de una erección, es algo físico de cuando en cuando, es la herencia común, ni siquiera yo era inmune, si es que eso puede llamarse una erección. No pude escapar de ella naturalmente, las mujeres huelen un falo rígido a diez millas de distancia y se preguntan ¿Cómo demonios pudo él distinguir mi presencia desde tan lejos? Uno ya no es uno mismo en ocasiones así y es doloroso no ser uno mismo, aún más doloroso que cuando uno lo es. Pues cuando uno es, uno sabe qué hacer para ser menos eso, mientras que cuando uno no es, uno es como cualquier viejo, no tiene remedio. Lo que recibe el nombre de amor es un destierro con una que otra tarjeta postal desde la tierra natal, esa es mi respetable opinión, hoy en la tarde. Cuando ella hubo terminado y mi ser pudo recuperarse, mi querido amigo, el inmitigable, con ayuda de un breve torpor, se quedó solo. A veces me pregunto si todo esto no es un invento, si en realidad las cosas no tomaron un rumbo bastante diferente, algún rumbo que no me quedó otra más que olvidar. Y aun así su imagen permanece asociada, para mí, con la de la banca en la tarde, de tal modo que hablar de la banca, tal como se me presentó a mí aquella tarde, equivale a hablar de ella. Eso no prueba nada, pero no hay nada que yo desee probar. Para hablar del tema de la banca durante el día, no es necesario desperdiciar palabras, no me conoció jamás, me iba en la madrugada y regresaba al atardecer. Sí, durante el día hurtaba mi comida y cosas así. Si ustedes llegaran a preguntar, como sin duda lo harán por curiosidad, qué hice con el dinero que mi padre me dejó, la respuesta sería que lo único que hice fue dejarlo en mi bolsillo. Sabía que no sería joven eternamente y que el verano no dura eternamente tampoco, ni siquiera el otoño, mi alma mezquina me lo ha dicho. Finalmente le dije basta ya. Me molestaba en exceso, aun con su ausencia. De hecho todavía me molesta, pero no más que entonces. Y ya no me importa que me molesten, o casi no, porque ¿qué quiere decir molestar? y ¿qué haría conmigo mismo si no se me tratara así? Sí, he cambiado de sistema, este es el bueno, por novena o décima ocasión, eso sin mencionar que no hace mucho que se corrieron las cortinas de los molestantes y los molestados, no hay que chismosear más al respecto, al respecto de todo eso, de ella y los demás, la mierda y las sublimes estancias celestes. Así que no quieres que vuelva más, dijo. Es increíble, cómo repiten lo que les acaba uno de decir, como si arriesgaran la vida dando crédito a sus oídos. Le dije que viniera en el momento equivocado. Yo no entendía a las mujeres por entonces. Lo que es más, aún no las entiendo. A los hombres menos. Tampoco a los animales. Lo que mejor entiendo, que no es mucho decir, son mis dolores. Pienso en ellos a diario, no me lleva mucho tiempo, el pensamiento es tan rápido. Sí, hay momentos, particularmente en la tarde, en que me vuelvo todo sincretismo, á la Reinhold. ¡Qué equilibrio! Pero aun a mis pensamientos los entiendo mal. Seguro es porque no soy sólo dolor, eso ni hablar. He ahí el problema. A veces se aquietan, o yo, y me llenan de sorpresa y fascinación, se ven como de otro planeta. No muy seguido, pero no puedo pedir más. Ay, ¡qué vida tan de esto y lo otro! Ser sólo dolor, eso sí que facilitaría las cosas. ¡Omnidoliente! Vaya un sueño impío. Les contaré el sueño de todos modos, si me acuerdo, si puedo de mis extraños dolores, en detalle, haciendo distinciones entre los distintos tipos, por el bien de la claridad, los de la mente, los del corazón o emocionales, los del alma (ninguno, más bello, por cierto) y finalmente aquéllos de marco permitido, primero los interiores o latentes, después aquellos que afectan a la superficie, comenzando por el pelo y el cuero cabelludo y deslizándose metódicamente hacia abajo sin prisa, todo hacia abajo hasta los pies amantes del maíz, el cólico, la llaga, el juanete, el dedo hinchado, la uña enterrada, el arco caído, la ampolla común y corriente pies zambos, los pies de pato, los pies torcidos, los pies planos, el pie de atleta y otras curiosidades. Y dentro del mismo tema viene al caso platicarles a aquellos que tengan la gentileza de oírme, de acuerdo con el sistema cuyo interior siempre se me olvida, de aquellos instantes en que, ni drogado, ni borracho, ni en éxtasis, uno no siente nada. Lo que ella quería saber a continuación era lo que yo quería decir con eso de a veces, éste es el justo pago que uno recibe por abrir la bocota. ¿Una vez a la semana? ¿Una vez cada diez días? ¿Una vez a la quincena? Yo replicaba con menor frecuencia, con la mínima, hasta que ya no, si ella pudiera llegar a eso, y si no, pues aunque fuera lo menos frecuentemente posible. Y al día siguiente (lo que es más) abandoné la banca, debo confesar que menos por ella que por la banca, ya que la vista ya no satisfacía mis necesidades, por más modestas que éstas fueran, ahora que el aire se estaba volviendo más frío, y por otras razones, más valía no desperdiciarse en estupideces como ésa, así que me fui a refugiar en un establo desierto. Se erguía en la esquina de un campo con más ortigas que pasto en la superficie, y todavía más lodo que ortigas, pero cuyo subsuelo quizá poseía cualidades excepcionales. Fue en este paraíso, lleno de mierda de vaca seca y hueca y con el subsiguiente dolor en la yema del dedo, cuando por primera vez en la vida, y no dudaría un segundo en decir que la última, de no haber tenido que administrar con cuidado mi dosis de cianuro, tuve que enfrentarme a un sentimiento que gradualmente fue adoptando, ante mi sorpresa, el deleznable nombre de amor. Lo que constituye el encanto de nuestra provincia, aparte desde luego de su escasa población, y esto sin la ayuda del más mínimo de los anticonceptivos, es que todo tiene su truco, excepción hecha exclusivamente de las inmundicias que ha dejado la historia. A éstas se les busca constantemente, se les arregla y se les lleva en procesión. En cualquier lugar en que el nauseabundo tiempo haya dejado un bonito recodo, cualquiera podrá toparse con patriotas que respiran con las narices bien abiertas y las caras al rojo vivo. El Elíseo de los sintecho. Y he aquí mi felicidad finalmente. Acuéstate, todo parece detenerse, acuéstate y quédate quieto. No veo nexo alguno entre estas dos afirmaciones. Pero aquélla existe, la he visto más de una vez sin duda. ¿Pero qué? ¿Cuál? Sí, la amaba, es el nombre que le daba y que aún le doy a lo que sentía por entonces. No tenía ninguna otra razón para seguir mi camino; nunca antes había amado, bueno, por supuesto que me habían hablado del asunto en casa, en la escuela, en el burdel y en la iglesia; también había leído novelas y poemas bajo la guía de mi tutor, en seis o siete idiomas vivos y muertos, en los cuales se abundaba en el tema. Por lo tanto, tenía la posibilidad, a pesar de todo, de poner una etiqueta a los terrenos en que me movía cuando me sorprendí escribiendo el nombre de Lulú en el viejo corral o con la cara metida en el lodo bajo la luna tratando de arrancar las ortigas de raíz. Eran ortigas gigantes, algunas de hasta tres pies de altura, arrancarlas aminoraba mi dolor, y sin embargo yo nunca fui de los que cortan la hierba, al contrario, la cubría de estiércol más bien. Las flores son muy otro asunto. El amor hace surgir lo peor del hombre y sin errores. Pero ¿qué clase de amor era éste exactamente? ¿Amor pasional? La verdad no creo. Ese es el amor priápico, ¿no es así? ¿O es que se trata de una variedad distinta? Hay miles de tipos, ¿no es cierto? Todos igualmente deliciosos o más, ¿no? El amor platónico, por ejemplo, he ahí un tipo que se me acaba de ocurrir. Es desinteresado. ¿Acaso la amaba platónicamente? La verdad no creo. ¿Habría estampado su nombre en la mierda de vaca de haberse tratado de un amor puro y desinteresado? Y lo hice con el dedo, ¿he?, y por si fuera poco, después me lo chupé con gusto. ¡Vamos, vamos! Mis pensamientos estaban llenos de Lulú y si eso no les da una idea de lo que sentía, entonces nada lo hará. De cualquier manera, estoy hasta la coronilla del nombre Lulú, le voy a poner otro, Ana, por ejemplo; no la describe, pero qué importa. Entonces comencé a pensar en Ana, yo, que había aprendido a no pensar en nada más allá de mis dolores, y esto con rapidez, y en qué pasos dar para no morir de hambre o de frío o de vergüenza, pero por ningún motivo pensaba en los seres humanos como tales (me pregunto qué quiere decir loanterior en realidad), dijera lo que dijera o diga lo que diga en contra o a favor del tema. Pero yo siempre he hablado, y sin duda hablaré, de cosas que nunca han existido, o que sí existieron si así les place, siempre dirán que sí, pero no se estarán refiriendo a la existencia de que he hablado. Los kepis, por ejemplo, existen sin duda alguna, de hecho hay pocas probabilidades de que desaparezcan, pero personalmente yo nunca he usado un kepi. En alguna parte escribí “Me regalaron un... sombrero”. Ahora bien, lo cierto del caso es que nunca me dieron un sombrero, yo siempre he tenido mi propio sombrero, el que me regaló mi padre, y nunca he tenido un sombrero que no sea ése. Es más, hasta podría decir que me lo llevaré a la tumba. Entonces pensaba en Ana, durante ratos muy muy largos, veinte minutos, veinticinco minutos y hasta media hora todos los días. He obtenido estas cifras al sumarles otras cifras menores. Ese debe haber sido mi modo de amar. ¿Podremos concluir entonces que la amaba con ese amor intelectual que hizo que se me cayera la baba? La verdad no creo. Pues si mi amor hubiera sido de este tipo, ¿me habría detenido acaso a escribir el nombre de Ana en la mierda de vaca, a cincelarlo en la pátina del tiempo? ¿Urtica plenis manibus? ¿Y habría sentido sus muslos balanceándose como péndulos demoníacos bajo mi cabeza atolondrada? ¡Vamos, vamos! Para ponerle fin, para intentar ponerle fin a este “compromiso”, una tarde regresé a la banca a la hora en que ella solía ir allí a encontrarse conmigo. Ni el menor indicio de ella, esperé en vano. Ya era el mes de diciembre, quizás enero, y el frío era el propio de la estación, como todo lo que pertenece a una estación. Pero una cosa es la estación para dejar huella, otra la de los cambios de aire y cielo, y otra muy distinta la del corazón. Gracias a este pensamiento, de vuelta a el quítame estas pajas, pasé una noche excelente. Al día siguiente fui más temprano a la banca, mucho más temprano, cuando acababa de anochecer, qué noche de invierno, y aun así era demasiado tarde, pues he aquí que ella ya estaba ahí en la banca, bajo las ramas, dale y dale con el sonsonete, de espaldas al montículo, mirando el agua congelada. Antes dije que era una mujer muy tenaz. No sentí nada. ¿Con qué objeto me persigues de esta manera?, le pregunté, sin tomar asiento, balanceándome para adelante y para atrás. El frío había realzado la vereda. Ella contestó que no lo sabía. Le dije que tuviera la amabilidad de decirme, si podía, qué veía en mí. Respondió que no podía. Parecía estar calientita, con las manos envueltas en una frazada. Mientras miraba esa frazada, recuerdo que se me llenaron los ojos de lágrimas. Pero no me acuerdo de qué color era. ¡Qué barbaridad, qué mal estaba yo entonces! Siempre había podido llorar a mis anchas, sin sentirme un poco mejor por ello, hasta hace poco. Si tuviera que llorar en este instante, sin embargo, podría exprimirme hasta ponerme morado y ni una gota me saldría, de eso estoy seguro. ¡Qué mal estoy ahora! Las cosas me hacían llorar. Pero no sentía la menor tristeza. Cuando se me salían las lágrimas sin motivo aparente, eso quería decir que había percibido algo desconocido. Así que me pregunto si habrá sido la frazada o a lo mejor la vereda, dura como el fierro y realzada, tanto que yo sentía como un empedrado bajo los pies, o tal vez otra cosa, alguna cosa azarosamente vista bajo el umbral, típico de mi persona. En cuanto a ella, tal vez ni siquiera había puesto los ojos en ella antes. Estaba toda encogida y cubierta por la frazada, con la cabeza hundida, la frazada y las manos sobre las piernas, las piernas muy juntas y los pies lejos del suelo. Sin forma, sin edad, casi sin vida, podría haberse tratado de cualquier cosa o persona, una vieja o una niñita. Y el modo en que repetía No lo sé, No puedo, yo era el que no sabía y no podía. ¿Viniste por mí?, dije. A duras penas dijo que sí. Bueno, pues aquí estoy, dije. ¿Y yo? ¿No había yo ido por ella? Henos aquí, dije. Me senté junto a ella pero de un salto me puse de pie nuevamente como si me hubiera quemado. Quería irme lejos, saber que todo había terminado. Pero antes de partir, para no tener ni el menor asomo de una duda, le pedí que me cantara una canción. Al principio pensé que se negaría, digo, que simplemente no cantaría, pero no, un ratito después comenzó a cantar y cantó un buen rato, todo el tiempo la misma canción según yo, sin cambiar para nada de actitud. Yo no conocía esa canción, nunca antes la había escuchado y nunca más la volveré a escuchar. Tenía algo que ver con limoneros o naranjos, no me acuerdo, eso es todo lo que me viene a la cabeza, y para mí eso no es nada malo en realidad, recordarla tenía algo que ver con limoneros o naranjos, no me acuerdo, ya que de todas las demás canciones que he escuchado en la vida, y he escuchado bastantes, resultaba imposible aparentemente, físicamente imposible, como estar sordo, atravesar el mundo, aun a mi manera, sin escuchar canciones, no he retenido nada, ni una palabra, ni una nota, o tan pocas palabras, tan pocas notas que..., que qué, que nada, esta frase ya se alargó demasiado. Luego me fui caminando y conforme avanzaba comencé a escuchar que cantaba otra canción, o tal vez más estrofas de la misma, más débil el sonido y más débil mientras más lejos me hallaba, luego ya no, bien porque había terminado o porque yo ya estaba demasiado lejos para escucharla. Dar asilo a una duda de este tipo era algo que prefería evitar en ese entonces. Viví desde luego en duda, pero una duda de tal trivialidad, puramente somática como dicen por ahí, era mejor aclararla sin más demora, podría azotarse contra mícomo un mosquito durante semanas, y semanas. Así pues, di unos pasos para atrás y me detuve. Al principio no oí nada, luego de nuevo aquella voz, apenas la oí tan débil era. Primero no la oí y luego sí, por tanto debo haber comenzado a oírla en un punto equis, pero no, no había principio, el sonido emergía tan suavemente del silencio que se le parecía. Cuando al fin cesó la voz, me acerqué otro poquito para asegurarme de que en verdad había cesado y no que había bajado de volumen nada más. Luego, en el colmo de la desesperación y diciendo No con conocimiento de causa, no con conocimiento, al sentir que estabas junto a ella, me incliné, me di la media vuelta y me fui; para siempre, atormentado por la duda. Pero unas cuantas semanas después, aun más muerto que vivo que de costumbre, regresé a la banca, por cuarta o quinta vez desde que la había abandonado, casi a la misma hora, digo, casi bajo el mismo cielo, no, miento, pues el cielo es siempre el mismo y nunca el mismo, no hay palabras para describirlo, no que yo sepa, y punto. Ella no estaba ahí, y de pronto sí estaba, no sé cómo, no la vi llegar, ni la oí y eso que era todo oídos y ojos. Digamos que estaba lloviendo, no había cambios reales, sólo en cuanto al clima. Ella tenía abierto el paraguas, naturalmente, vaya un atuendo. Le pregunté si venía todas las tardes. No, dijo, un día sí y un día no, a veces. La banca estaba empapada, caminamos de allá para acá, sin atrevernos a tomar asiento. La tomé del brazo, por simple curiosidad, para ver si sentía algún placer, pero no, así que la solté. Pero, ¿a qué vienen tantos detalles? Para ahuyentar la hora malhadada. Vi su rostro con algo más de claridad, me pareció normal, un rostro como tantos otros. Era bizca, pero eso no lo supe sino hasta después. Aquel rostro no parecía ni joven ni viejo, estaba como varado entre lo primaveral y lo marchito. Encontraba difícil sobrellevar tal ambigüedad en ese entonces. Ahora, que si era hermoso aquel rostro, o si había sido hermoso alguna vez, o si podría llegar a serlo, he de confesar que no podía formarme una opinión al respecto. Había visto rostros en fotografías y los habría considerado hermosos de haber tenido una remota idea de aquello en lo que supuestamente consistía la belleza. Y el rostro de mi padre, en su caja mortuoria, daba ciertos indicios de alguna forma estética relevante para el hombre. Pero el rostro de un muerto, todo gesto y rubor, ¿acaso puede describirse como objeto? Yo admiraba, a pesar de la oscuridad, a pesar de mi aturdimiento, el modo quieto o escasamente fluyente en que el agua alcanzaba, como sedienta, a aquella otra agua que caía del cielo. Me preguntó si quería que cantara algo. Le contesté que no, que quería que dijera algo. Pensé que diría que no tenía nada que decir, habría sido típico de ella, así que quedé agradablemente sorprendido cuando me dijo que tenía un cuarto, muy agradablemente sorprendido, aunque me lo sospechaba. ¿Quién no tiene un cuarto? Ay, escucho el clamor. Tengo dos cuartos, dijo. Bueno por fin ¿cuántos cuartos tienes?, dije. Me dijo que tenía dos cuartos y una cocina. Los elementos se iban expandiendo rítmicamente, así que a su debido tiempo recordaría el baño. ¿Escuché bien o dijiste que tenías dos cuartos?, dije. Sí, me contestó. ¿Adyacentes?, dije. Por fin, una conversación cual debe de ser. La cocina está en medio, dijo. Le pregunté por qué no me lo había contado antes. Debo haber estado fuera de mí en ese momento. No me sentía tranquilo cuando estaba con ella, pero al menos con la libertad de pensar en algo que no fuera ella, en las viejas cosas cotidianas, y así poco a poco, como descendiendo las escaleras hacia lo profundo de nada, comencé a tener la certeza que, lejos de ella, perdería la libertad.

En efecto, había dos cuartos y la cocina estaba en medio, no me había engañado. Dijo que debía haber llevado mis cosas. Le expliqué que no tenía cosas. Los cuartos estaban en el último piso de una casa vieja con vista a las montañas, para los interesados. Encendió una lámpara de aceite. ¿No tienes electricidad?, le pregunté. No, contestó, pero tengo agua y gas. Ja, dije, conque tienes gas. Comenzó a desvestirse. Cuando en el colmo de su perspicacia se desviste, sin duda llevan a cabo el más sabio de los hechizos. Se quitó todo con una lentitud tal que inflamaría a un elefante, todo menos las medias, calculadas tal vez para hacer que mi concupiscencia hirviera. Fue entonces cuando noté que era bizca. Por fortuna, no era la primera mujer desnuda que se cruzaba en mi camino, así que podía quedarme, sabía que ella no explotaría. Le pregunté si podía ver el otro cuarto, el que no había visto todavía. De haberlo visto ya, habría pedido volver a verlo. ¿No te vas a desvestir?, dijo. Ah, eso, bueno es que casi nunca me desvisto. Era cierto, nunca fui de los que se desvisten indiscriminadamente. Con frecuencia me quitaba las botas antes de irme a la cama, digo, cuando me disponía (¡disponía!) a dormir, eso sin mencionar esta o aquella prenda de acuerdo con la temperatura exterior. Por lo tanto, ella se vio obligada, por simple savoir faire, a echarse encima un chal y a mostrarme el camino. Pasamos por la cocina. Podríamos haber ido por el pasillo, tal como se me ocurrió después, pero fuimos por la cocina, no sé por qué, tal vez porque era el camino más corto. Estudié el cuarto con horror. Tal densidad en los muebles vence a la imaginación. No cabe duda, debo haber visto ese cuarto en alguna parte. ¿Qué es esto?, grite. La sala, contestó. ¡La sala! Comencé entonces a sacar los muebles por la puerta hacia el pasillo. Ella observaba, con tristeza supongo, pero no necesariamente. Me preguntó qué estaba haciendo. No podía haber esperado una respuesta. Saqué los muebles uno por uno, hasta de dos en dos, y los amontoné en el pasillo, pegados a la pared. Eran cientos de cosas, grandes y pequeñas, al final bloquearon la entrada imposibilitando la salida así como a fortiori la entrada hacia y rumbo al pasillo. La puerta podía abrirse y cerrarse ya que abría para adentro, pero no se podía pasar a través dé ella. Qué raro todo. Al menos quítate el sombrero, me dijo. Trataré el tema del sombrero más adelante quizá. Finalmente el cuarto quedó vacío salvo por un sofá y algunos tramos pegados a la pared. Llevé el primero al fondo del cuarto, cerca de la puerta y al día siguiente quité los segundos y los puse en el pasillo con lo demás. Cuando los estaba quitando, qué curioso recuerdo, escuché la palabra fibroma o broma, no sé cuál, nunca lo supe, nunca supe lo que quería decir y nunca tuve la curiosidad para averiguarlo. ¡Las cosas que uno recuerda! ¡Y las que memoriza! Cuando todo estuvo en orden al fin, me dejé caer en el sofá. Ella no había movido un dedo para ayudarme. Voy por las sábanas y las cobijas, dijo. Pero yo no soportaba las sábanas. ¿Podrías correr la cortina?, le dije. La ventana estaba congelada. El efecto no era blanco porque era de noche, pero sí luminoso al menos. Aquel débil frío del resplandor, aunque yo estaba acostado con los pies en dirección a la puerta, era demasiado, de plano. De pronto me levanté y moví el sofá, es decir, le di la vuelta, de modo que el respaldo, que antes estaba pegado a la pared, quedara afuera y consecuentemente lo demás, el asiento propiamente, quedara adentro. Después me volví a echar en él como un perro en su canasta. Te dejo la lámpara, me dijo, pero le supliqué que se la llevara. Bueno, supón que necesitas algo a media noche, dijo. Claro, iba a comenzar con sus argucias de nuevo. ¿Sabes el por qué de la conveniencia?, me dijo. Tenía razón, me olvidaba, orinarse en la cama es relajante y placentero al principio, pero luego se vuelve una fuente de incomodidad. Dame una bacinica, le dije. Pero no tenía. Tengo un banquito hueco para guardar hielos, dijo. Vi claramente a la abuela sentada muy derecha y muy tiesa cuando lo acababa de adquirir, perdón, de conseguir en un bazar de caridad o cuando se lo acababa de ganar en una rifa, era una pieza de colección que ahora estaba estrenando y que deseaba lucir a como diera lugar. De eso se trata, de demorarse en las cosas. Cualquier viejo recipiente, dije, no tengo flujo. Al poco rato regresó con una especie de sartén, no una sartén en serio porque no tenía mango, era ovalada y tenía tapa y dos asas. Mi sartén consentida, dijo. Para qué quiero la tapa, dije. Ah, ¿no la necesitas?, contestó. Si hubiera dicho que necesitaba la tapa, ella habría dicho ¿necesitas la tapa? Metí este utensilio debajo de las cobijas, me gusta tener algo en la mano cuando duermo, me da seguridad, y mi sombrero todavía estaba empapado. Me puse de cara a la pared. Cogió la lámpara de encima del mantel donde la había puesto, de eso se trataba, cada detalle, proyectaba su ondulante sombra sobre mí, pensé que se había ido pero no, vino hacia mí agachada por el respaldo del sofá. Son herencia de la familia, dijo. Yo en su lugar habría salido de puntitas, pero ella no lo hizo así, ni el menor intento. Mi amor se estaba apagando ya, eso era lo único que importaba. Sí, ya me sentía mejor, sabía que pronto me levantaría y volvería a los lentos descensos, los largos hundimientos que me habían estado vedados durante tanto tiempo por su culpa. ¡Y eso que me acababa de instalar ahí! Ahora intenta sacarme de aquí, le dije. Yo parecía no captar el significado de estas palabras, ni siquiera oía el breve sonido que producían hasta unos segundos después de pronunciarlas. Estaba tan poco acostumbrado a hablar que a veces mi boca se abría sola y llenaba de vacío alguna frase o varias, gramaticalmente correctas pero totalmente vacías si no de significado, ya que ante una inspección cuidadosa lo revelarían a uno, sí de fundamento. Pero yo no podía escuchar la palabra hablada. Mi voz nunca había tardado tanto en alcanzarme como en esta ocasión. Me puse boca arriba para ver qué estaba pasando. Ella sonreía. Al rato se fue y se llevó la lámpara. Oí sus pasos en la cocina y luego oí que la puerta de su cuarto se cerraba detrás de ella. ¿Por qué detrás de ella? Al fin me encontraba solo, en la oscuridad al fin. Bueno, basta ya de esto. Pensé que estaba listo para pasar una buena noche, a pesar del ambiente tan enrarecido, pero no, pasé una noche muy agitada. Me desperté a la mañana siguiente con la ropa desarreglada y la cobija también, y con Ana a mi lado, desnuda naturalmente. Me pongo a temblar sólo de pensar en sus jadeos. Aún tenía la sartén en la mano. De nada había servido. Miré mi miembro. ¡Sí sólo hubiera podido hablar! Basta ya. Fue una noche de amor.

Gradualmente me fui quedando en esa casa. Ella me traía de comer a las horas previamente establecidas; se asomaba de vez en cuando para ver si yo estaba bien y para asegurarse de que no necesitaba nada, vaciaba la sartén una vez al día y hacía la limpieza del cuarto una vez al mes. No siempre podía resistir la tentación de hablar conmigo, pero en general no daba motivo de queja. A veces la oía cantar en su cuarto, la canción atravesaba la puerta, luego la cocina, luego mi puerta, y así me ganaba débil pero indisputablemente. A menos que viajara por el pasillo. Esto no me incomodaba gran cosa, digo, el sonido ocasional de una canción. Un día le pedí que me trajera un jacinto vivo, en un frasco. Lo trajo y lo puso en el mantel que ya era el único lugar —aparte del suelo— donde se podía poner algo. No le quité los ojos de encima un sólo día a aquella flor. Al principio todo iba muy bien, hasta dio una o dos flores, luego dejó de dar y seconvirtió en un tallo desnudo con hojas desnudas. Su protuberancia, medio sacando la cabeza en busca de oxígeno, olía a podrido. Ella se lo quería llevar, pero le dije que lo dejara. Quería conseguirme otro, pero le dije que no quería otro. Me molestaban mucho más otros sonidos, risitas tiesas y gruñidos que llenaban la habitación a ciertas horas de la noche y a veces hasta del día. Ya había renunciado a pensar en ella, casi totalmente, pero de todos modos seguía; necesitando el silencio para vivir mi vida. En vano intenté prestar oídos a los razonamientos que dicen que el aire se hizo para acoger los clamores del mundo, incluso las muchas risitas y gruñidos, fue inútil, no pude encontrar alivio. No había manera de averiguar si siempre se trataba de la misma gente o de otros. Los gruñidos de todos los amantes se parecen tanto, hasta en las risitas. Sentía un horror tal entonces por estas mezquinas perplejidades, que siempre cometía el mismo error, es decir, tratar de aclararlas. Me llevó mucho tiempo, digamos que la vida entera, darme cuenta de que el color de un ojo visto a medias, o el origen de un cierto sonido distante, tienen más que ver con Guidecca en el infierno de la ignorancia que con la existencia de Dios, los orígenes del protoplasma, la existencia del ser, y son aún menos dignos que todo esto de preocupar a los sabios. Una vida no alcanza para llegar a esta consoladora conclusión, no le queda a uno tiempo para gozar de sus resultados. Así que fue un gran alivio cuando, después de plantearle a ella esta cuestión, se me dijo que se trataba de unos clientes a los que recibía en rotación. Obviamente podía haberme levantado e ido a espiar por el ojo de la cerradura. Pero, ¿qué puede uno ver, pregunto, a través de ojos como esos? Así que vives de la prostitución, le dije. Vivimos de la prostitución, dijo ella. ¿No podrías pedirles que no hicieran tanto ruido?, dije, como si le estuviera creyendo. Y añadí, o al menos diles que hagan otros ruidos. No pueden más que pujar y jadear, dijo. Pues me tendré que ir, dije. Encontró unos viejos cuadros en el baúl de la familia y colgó uno en mi puerta y otro en la suya. Le pregunté si sería posible, de vez en cuando, que me consiguiera un apio. ¡Un apio!, dijo, como si le hubiera pedido algo nunca visto. Le recordé que la temporada de apio estaba terminando y le dije que le agradecería que me diera de comer, al menos hasta el fin de la temporada, exclusivamente apio. Me gusta el apio porque sabe a violeta y la violeta porque huele a apio. De no haber apio en al tierra, las violetas me importarían un comino y de no haber violetas, me daría igual comer apio, nabo o rábano. Y aun en el actual estado de su flora, digo, en este planeta donde los apios y las violetas luchan por la convivencia, toda podría vivir sin ambos con toda tranquilidad, de veras, con tranquilidad. Un día ella tuvo la imprudencia de anunciarme que estaba encinta y que tenía ya cuatro o cinco meses así, y que yo era el culpable, ¡habráse visto! Me permitió ver su barriga de lado. Incluso se desvistió, sin duda para que yo no pensara que se había metido una almohada bajo el vestido, bueno, y también por el puro placer de desvestirse. Tal vez es puro aire, le dije, en tono de consuelo. Se me quedó mirando con sus grandes ojos cuyo color ya no recuerdo, con su gran ojo más bien, ya que el otro parecía riveteado por los restos del jacinto. Mientras más desvestida estaba, más bizca. Mira, me dijo, dejando colgar sus senos, el jacinto se está oscureciendo. Traté de recuperar las pocas fuerzas que me quedaban y dije, Aborta, aborta, y te juro que florecerá de nuevo. Ella había abierto las cortinas para que sus redondeces pudieran verse con claridad, y vi la montaña, impasible, cavernosa, secreta, donde de la noche a la mañana no se oía más que el silencio, los chorlitos, el tintineo del distante metal de los martillos de los picapedreros. Yo salía en la mañana con rumbo a los brezales, todo calor y esencia, para contemplar en la noche las distantes luces de la ciudad si se me antojaba y las demás luces, las de los barcos y de los faros, cuyo nombre mi padre me había enseñado, cuando era chico, y cuyo nombre podía hallar en mi memoria cuando se me antojaba, con toda seguridad. A partir de aquel día, las cosas fueron de mal en peor, de mal en peor. Y no porque ella me rechazara, nunca su rechazo me habría satisfecho, sino por la manera en que insistía con eso de nuestro hijo, exhibiendo su barriga y senos y diciendo que nacería ya de un momento al otro, que sentía que ya estaba pateando. Si está pateando, le decía yo, pues no es mío. Yo podía haber estado mucho peor en esa casa, eso júrenlo, ciertamente no era lo que se dice mi ideal, pero tampoco iba a negar sus ventajas. Pensé irme pero lo dudé mucho, las hojas habían comenzado a caer y me disgustaba el invierno. Uno no debería odiar el invierno, también tiene sus bondades, la nieve da calor y mata el tumulto, y sus pálidos días se van volando. Pero todavía ignoraba por entonces, cuan tierna puede resultar la tierra para aquellos que sólo la tienen a ella y cuántas tumbas ofrece para los vivos. Lo que dio al traste con todo fue el nacimiento. Me despertó. ¡Qué duras las ha de haber pasado ese niñito! Supongo que la acompaño una mujer porque me parecía oír pasos en la cocina que entraban y salían. Me dolía en el alma irme de una casa sin que me hubieran echado. Trepé por el respaldo del sofá, me puse el saco, el abrigo y el sombrero, sólo en eso puedo pensar, me puse las botas y abrí la puerta del pasillo. Un montón de porquerías me impedía la salida, pero me escabullí y pude salir de ahí ileso, sin importarme el ruido que hacía. Utilicé la palabra matrimonio, era una especie de unión, después de todo. Debe haber sido primeriza. Las precauciones habrían sido algo superfluo, nada podía compararse con aquellos gritos que me persiguieron por las escaleras hasta la entrada. Me detuve frente a la puerta principal y escuché. Todavía podía escucharlos. De no haber sabido que había gritos en la casa, no los habría escuchado. Pero como lo sabía, presté oídos. No estaba muy seguro de dónde me encontraba. Entre las estrellas y las constelaciones busqué a las Osas, pero no las vi. Y sin embargo, seguro estaban ahí. Mi padre fue el primero en mostrármelas. Me mostró muchas otras también, pero solo, sin él a mi lado, solamente podía encontrar a las Osas. Comencé a jugar con los gritos, como jugaba con las canciones, de aquí para allá, de aquí para allá, si a eso se le puede llamar un juego. Siempre que estuviera caminando no los escuchaba, debido a los pasos. Pero eso sí, si me detenía los volvía a escuchar, cada vez menos he de admitirlo, pero qué importa, menos o más, un grito es un grito y lo único que importa es que cese. Por años pensé que cesarían los gritos. Ahora ya perdí las esperanzas. Podría haberme conseguido amantes tal vez, pero así es la cosa, uno ama o no ama y punto.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Samuel Beckett - El expulsado

El expulsado
por Samuel Beckett





No era alta la escalinata. Mil veces conté los escalones, subiendo, bajando; hoy, sin embargo, la cifra se ha borrado de la memoria. Nunca he sabido si el uno hay que marcarlo sobre la acera, el dos sobre el primer escalón, y así, o si la acera no debe contar. Al llegar al final de la escalera, me asomaba al mismo dilema. En sentido inverso, quiero decir de arriba abajo, era lo mismo, la palabra resulta débil. No sabía por dónde empezar ni por dónde acabar, digamos las cosas como son. Conseguía pues tres cifras perfectamente distintas, sin saber nunca cuál era la correcta.Y cuando digo que la cifra ya no está presente, en la memoria, quiero decir que ninguna de las tres cifras está presente, en la memoria. Lo cierto es que si encuentro en la memoria, donde seguro debe estar, una de esas cifras, sólo encontraré una, sin posibilidad de deducir, de ella, las otras dos. E incluso si recuperara dos no por eso averiguaría la tercera. No, habría que en contrar las tres, en la memoria, para poder conocerlas, todas, las tres. Mortal, los recuerdos. Por eso no hay que pensar en ciertas cosas, cosas que te habitan por dentro, o no, mejor sí, hay que pensar en ellas porque si no pensamos en ellas, corremos el riesgo de encontrarlas, una a una, en la memoria. Es decir, hay que pensar durante un momento, un buen rato, todos los días y varias veces al día, hasta que el fango las recubra, con una costra infranqueable. Es un orden.

Después de todo, lo de menos es el número de escalones. Lo que había que retener es el hecho de que la escalinata no era alta, y eso lo he retenido. Incluso para el niño, no era alta, al lado de otras escalinatas que él conocía, a fuerza de verlas todos los días de subirlas y bajarlas, y jugar en los escalones, a las tabas y a otros juegos de los que he olvidado hasta el nombre. ¿Qué debería ser pues para el hombre, hecho y derecho?

La caída fue casi liviana. Al caer oí un portazo, lo que me comunicó un cierto alivio, en lo peor de mi caída. Porque eso significaba que no se me perseguía hasta la calle, con un bastón, para atizarme bastonazos, ante la mirada de los transeúntes. Porque si hubiera sido ésta su intención no habrían cerrado la puerta, sino que la hubieran dejado abierta, para que las personas congregadas en el vestíbulo pudieran gozar del castigo, y sacar una lección. Se habían contentado, por esta vez, con echarme, sin más. Tuve tiempo, antes de acomodarme en la burla, de solidificar este razonamiento.

En estas condiciones, nada me obligaba a levantarme en seguida. Instalé los codos, curioso recuerdo, en la acera, apoyé la oreja en el hueco de la mano y me puse a reflexionar sobre mi situación, situación, a pesar de todo, habitual. Pero el ruido, más débil, pero inequívoco, de la puerta que de nuevo se cierra, me arrancó de mi distracción, en donde ya empezaba a organizarse un paisaje delicioso, completo, a base de espinos y rosas salvajes, muy onírico, y me hizo levantar la cabeza, con las manos abiertas sobre la acera y las corvas tensas. Pero no era más que mi sombrero, planeando hacia mí, atravesando los aires, dando vueltas. Lo cogí y me lo puse. Muy correctos, ellos, con arreglo al código de su Dios. Hubieran podido guardar el sombrero, pero no era suyo, sino mío, y me lo devolvían. Pero el encanto se había roto.

¿Cómo describir el sombrero? ¿Y para qué? Cuando mi cabeza alcanzó sus dimensiones, no diré que definitivas, pero si máximas, mi padre me dijo, Ven, hijo mío, vamos a comprar tu sombrero, como si existiera desde el comienzo de los siglos, en un lugar preciso. Fue derecho al sombrero. Yo no tenía derecho a opinar, tampoco el sombrerero. Me he preguntado a menudo si mi padre no se propondría humillarme, si no tenía celos de mí, que era joven y guapo, en fin, rozagante, mientras que él era ya viejo e hinchado y violáceo. No se me permitiría, a partir de ese día concreto, salir descubierto, con mi hermosa cabellera castaña al viento. A veces, en una calle apartada, me lo quitaba y lo llevaba en la mano, pero temblando. Debía llevarlo mañana y tarde. Los chicos de mi edad, con quien a pesar de todo me veía obligado a retozar de vez en cuando, se burlaban de mí. Pero yo me decía, El sombrero es lo de menos, un mero pretexto para enredar sus impulsos, como el brote más, más impulsivo del ridículo, porque no son finos. Siempre me ha sorprendido la escasa finura de mis contemporáneos, a mí, cuya alma se retorcía de la mañana a la noche tan sólo para encontrarse. Pero quizá fuera una forma de amabilidad, como la de cachondearse del barrigón en sus mismísimas narices. Cuando murió mi padre hubiera podido liberarme del sombrero, nada me lo impedía, pero nada hice. Pero, ¿cómo describirlo? Otra vez, otra vez.

Me levanté y eché a andar. No sé qué edad podía tener entonces. Lo que acababa de suceder no tenía por qué grabarse en mi existencia. No fue ni la cuna ni la tumba de nada. Al contrario: se parecía a tantas otras cunas, a tantas otras tumbas, que me pierdo. Pero no creo exagerar diciendo que estaba en la flor de la edad, lo que se llama me parece la plena posesión de las propias facultades. Ah sí, poseerlas poseerlas, las poseía. Atravesé la calle y me volví hacia la casa que acababa de expulsarme, yo, que nunca me volvía, al marcharme. ¡Qué bonita era! Geranios en las ventanas. Me he inclinado sobre los geranios, durante años. Los geranios, qué astutos, pero acabé haciéndoles lo que me apetecía. La puerta de esta casa, aúpa sobre su minúscula escalinata, siempre la he admirado, con todas mis fuerzas. ¿Cómo describirla? Espesa, pintada de verde, y en verano se la vestía con una especie de funda a rayas verdes y blancas con un agujero por donde salía una potente aldaba de hierro forjado y una grieta que corresponde a la boca del buzón que una placa de cuero automático protegía del polvo, los insectos, las oropéndolas. Ya está. Flanqueada por dos pilastras del mismo color, en la de la derecha se incrusta el timbre. Las cortinas respiraban un gusto impecable. Incluso el humo que se elevaba de uno de los tubos de la chimenea, el de la cocina, parecía estirarse y disiparse en el aire con una melancolía especial, y más azul. Miré al tercero y último piso, mi ventana, impúdicamente abierta. Era justo el momento de la limpieza a fondo. En algunas horas cerrarían la ventana, descolgarían las cortinas y procederían a una pulverización de formol. Los conozco. A gusto moriría en esta casa. Vi, en una especie de visión, abrirse la puerta y salir mis pies.

Miraba sin rabia, porque sabía que no me espiaban tras las cortinas, como hubieran podido hacer, de apetecerles. Pero les conocía. Todos habían vuelto a sus nichos y cada uno se aplicaba en su trabajo.
Sin embargo no les había hecho nada.

Conocía mal la ciudad, lugar de mi nacimiento y de mis primeros pasos, en la vida, y después todos los demás que tanto han confundido mi rastro. ¡Si apenas salía! De vez en cuando me acercaba a la ventana, apartaba las cortinas y miraba fuera. Pero en seguida volvía al fondo de la habitación, donde estaba la cama. Me sentía incómodo, aplastado por todo aquel aire, y perdido en el umbral de perspectivas innombrables y confusas. Pero aún sabía actuar, en aquella época, cuando era absolutamente necesario. Pero primero levanté los ojos al cielo, de donde nos viene la célebre ayuda, donde los caminos no aparecen marcados, donde se vaga libremente, como en un desierto, donde nada detiene la vista, donde quiera que se mire, a no ser los límites mismos de la vista. Por eso levanto los ojos, cuando todo va mal, es incluso monótono pero soy incapaz de evitarlo, a ese cielo en reposo, incluso nublado, incluso plomizo, incluso velado por la lluvia, desde el desorden y la ceguera de la ciudad, del campo, de la tierra. De más joven pensaba que valdría la pena vivir en medio de la llanura, iba a la landa de Lunebourg. Con la llanura metida en la cabeza iba a la landa. Había otras landas más cercanas, pero una voz me decía, Te conviene la landa de Lunebourg, no me lo pensé dos veces. El elemento luna tenía algo que ver con todo eso. Pues bien, la landa de Lunebourg no me gustó nada, lo que se dice nada. Volví decepcionado, y al mismo tiempo aliviado. Sí, no sé por qué, no me he sentido nunca decepcionado, y lo estaba a menudo, en los primeros tiempos, sin a la vez, o en el instante siguiente, gozar de un alivio profundo.

Me puse en camino. Qué aspecto. Rigidez en los miembros inferiores, como si la naturaleza no me hubiera concedido rodillas, sumo desequilibrio en los pies a uno y otro lado del eje de marcha. El tronco, sin embargo, por el efecto de un mecanismo compensatorio, tenía la ligereza de un saco descuidadamente relleno de borra y se bamboleaba sin control según los imprevisibles tropiezos del asfalto. He intentado muchas veces corregir estos defectos, erguir el busto, flexionar la rodilla y colocar los pies unos delante de otros, porque tenía cinco o seis por lo menos, pero todo acababa siempre igual, me refiero a una pérdida de equilibrio, seguida de una caída. Hay que andar sin pensar en lo que se está haciendo, igual que se suspira, y yo cuando marchaba sin pensar en lo que hacía marchaba como acabo de explicar, y cuando empezaba a vigilarme daba algunos pasos bastante logrados y después caía. Decidí abandonarme. Esta torpeza se debe, en mi opinión, por lo menos en parte, a cierta inclinación especialmente exacerbada en mis años de formación, los que marcan la construcción del carácter, me refiero al período que se extiende, hasta el infinito, entre las primeras vacilaciones, tras una silla, y la clase de tercero, término de mi vida escolar. Tenía pues la molesta costumbre, habiéndome meado en el calzoncillo, o cagado, lo que me sucedía bastante a menudo al empezar la mañana, hacia las diez diez y media, de empeñarme en continuar y acabar así mi jornada, como si no tuviera importancia. La sola idea de cambiarme, o de confiarme a mamá que no buscaba sino mi bien, me resultaba intolerable, no sé por qué, y hasta la hora de acostarme me arrastraba, con entre mis menudos muslos, o pegado al culo, quemando, crujiendo y apestando, el resultado de mis excesos. De ahí esos movimientos cautos, rígidos y sumamente espatarrados, de las piernas, de ahí el balanceo desesperado del busto, destinado sin duda a dar el pego, a hacer creer que nada me molestaba, que me encontraba lleno de alegría y de energía, y a hacer verosímiles mis explicaciones a propósito de mi rigidez de base, que yo achacaba a un reumatismo hereditario. Mi ardor juvenil, en la medida en que yo disponía de tales impulsos, se agotó en estas manipulaciones, me volví agrio, desconfiado, un poco prematuramente, aficionado de los escondrijos y de la postura horizontal. Pobres soluciones de juventud, que nada explican. No hay por qué molestarse. Raciocinemos sin miedo, la niebla permanecerá.

Hacía buen tiempo. Caminaba por la calle, manteniéndome lo más cerca posible de la acera. La acera más ancha nunca es lo bastante ancha para mí, cuando me pongo en movimiento, y me horroriza importunar a desconocidos. Un guardia me detuvo y dijo, La calzada para los vehículos, la acera para los peatones. Parecía una cita del antiguo testamento. Subí pues a la acera, casi excusándome, y allí me mantuve, en un traqueteo indescriptible, por lo menos durante veinte pasos, hasta el momento en que tuve que tirarme al suelo, para no aplastar a un niño. Llevaba un pequeño arnés, me acuerdo, con campanillas, debía creerse un potro, o un percherón, por qué no. Le hubiera aplastado con gusto, aborrezco a los niños, además le hubiera hecho un favor, pero temía las represalias. Todos son parientes, y es lo que impide esperar. Se debía disponer, en las calles concurridas, una serie de pistas reservadas a estos sucios pequeños seres, para sus cochecitos, aros, biberones, patines, patinete, papás, mamás, tatas, globos, en fin toda su sucia pequeña felicidad. Caí pues y mi caída arrastró la de una señora anciana cubierta de lentejuelas y encajes y que debía pesar unos sesenta quilos. Sus alaridos no tardaron en provocar un tumulto. Confiaba en que se había roto el fémur, las señoras viejas se rompen fácilmente el fémur, pero no basta, no basta. Aproveché la confusión para escabullirme, lanzando imprecaciones ininteligibles, como si fuera yo la víctima, y lo era, pero no hubiera podido probarlo. Nunca se lincha a los niños, a los bebés, hagan lo que hagan son inocentes a priori. Yo los lincharía a todos con suma delicia, no digo que llegara a ponerles las manos encima, no, no soy violento, pero animaría a los demás y les pagaría una ronda cuando hubieran acabado. Pero apenas recuperé la zarabanda de mis coces y bandazos me detuvo un segundo guardia, parecidísimo al primero, hasta el punto de que me pregunté si no era el mismo. Me hizo notar que la acera era para todo el mundo, como si fuera evidente que a mí no se me podía incluir en tal categoría. ¿Desea usted, le dije, sin pensar un sólo instante en Heráclito, que descienda al arroyo? Baje si quiere, dijo, pero no ocupe todo el sitio. Apunté a su labio superior, que tenía por lo menos tres centímetros de alto, y soplé encima. Lo hice, creo, con bastante naturalidad, como el que, bajo la presión cruel de los acontecimientos, exhala un profundo suspiro. Pero no se inmutó. Debía estar acostumbrado a autopsias, o exhumaciones. Si es usted incapaz de circular como todo el mundo, dijo, debería quedarse en casa. Lo mismo pensaba yo. Y que me atribuyera una casa, mía, no tenía por qué molestarme. En ese momento acertó a pasar un cortejo fúnebre, como ocurre a veces. Se produjo una enorme alarma de sombreros al tiempo que un mariposear de miles y miles de dedos. Personalmente si me hubiera contentado con persignarme hubiera preferido hacerlo como es debido, comienzo en la nariz ombligo, tetilla izquierda, tetilla derecha. Pero ellos con sus roces precipitados e imprecisos, te hacen una especie de crucificado en redondo, sin el menor decoro, las rodillas bajo el mentón y las manos de cualquier manera. Los más entusiastas se inmovilizaron soltando algunos gemidos. El guardia, por su parte se cuadró, con los ojos cerrados, la mano en el kepi. En las berlinas del cortejo fúnebre entreveía gente departiendo animadamente, debían evocar escenas de la vida del difunto, o de la difunta. Me parece haber oído decir que el atavío del cortejo fúnebre no es el mismo en ambos casos, pero nunca he conseguido averiguar en qué consiste la diferencia. Los caballos chapoteaban en el barro soltando pedos como si fueran a la feria. No vi a nadie de rodillas.

Pero para nosotros todo va rápido, el último viaje, es inútil apresurarse, el último coche nos deja, el del servicio, se acabó la tregua, las gentes reviven, ojo. De forrna que me detuve por tercera vez, por decisión propia, y tomé un coche. Los que acababa de ver pasar, atestados de gente que departía animadamente debieron impresionarme poderosamente. Es una caja negra grande, se bambolea sobre sus resortes, las ventanas son pequeñas, se acurruca uno en un rincón, huele a cerrado. Noto que mi sombrero roza el techo. Un poco después me incliné hacia delante y cerré los cristales. Después recuperé mi sitio, de espaldas al sentido de la marcha. Iba a adormecerme cuando una voz me sobresaltó, la del cochero. Había abierto la portezuela, renunciando sin duda a hacerse oír a través del cristal. Sólo veía sus bigotes. ¿Adónde?, dijo. Había bajado de su asiento exclusivamente para decirme esto. ¡Y yo que me creía ya lejos! Reflexioné, buscando en mi memoria el nombre de una calle, o de un monumento. ¿Tiene usted el coche en venta?, dije. Añadí, Sin el caballo. ¿Qué haría yo con un caballo? ¿Y qué haría yo con un coche? ¿Podría al menos tumbarme? ¿Quién me traería la comida? Al Zoo, dije. Es raro que no haya Zoo en una capital. Añadí, No vaya usted muy de prisa. Se rió. La sola idea de poder ir al Zoo demasiado aprisa parecía divertirle. A menos que no fuera la perspectiva de encontrarse sin coche. A menos que fuera simplemente yo, mi persona, cuya presencia en el coche debía metamorfosearlo, hasta el punto de que el cochero, al verme con la cabeza en las sombras del techo y las rodillas contra el cristal, había llegado quizá a preguntarse si aquél era realmente su coche, si era realmente un coche. Echa rápido una mirada al caballo, se tranquiliza. Pero ¿sabe uno mismo alguna vez por qué ríe? Su risa de todas formas fue breve, lo que parecía ponerme fuera del caso. Cerró de nuevo la portezuela y subió otra vez al pescante. Poco después el caballo arrancó.

Pues sí, tenía aún un poco de dinero en aquella época. La pequeña cantidad que me dejara mi padre, como regalo, sin condiciones, a su muerte, aún me pregunto si no me la robaron. Muy pronto me quedé sin nada. Mi vida no por eso se detuvo, continuaba, e incluso tal y como yo la entendía, hasta cierto punto. El gran inconveniente de esta situación, que podía definirse como la imposibilidad absoluta de comprar, consiste en que le obliga a uno a espabilarse. Es raro, por ejemplo, cuando realmente no hay dinero, conseguir que le traigan a uno algo de comer, de vez en cuando, al cuchitril. No hay más remedio entonces que salir y espabilarse, por lo menos un día a la semana. No se tiene domicilio en esas condiciones, es inevitable. De ahí que me enterara con cierto retraso de que me estaban buscando, para un asunto que me concernía. Ya no me acuerdo por qué conducto. No leía los periódicos y tampoco tengo idea de haber hablado con alguien, durante estos años, salvo quizás tres o cuatro veces, por una cuestión de comida. En fin algo debió llegarme, de un modo o de otro si no no me hubiera presentado nunca al Comisario Nidder, hay nombres que no se olvidan, es curioso, y él no me hubiera recibido nunca. Comprobó mi identidad. Esto le llevó un buen rato. Le enseñé mis iniciales de metal en el interior del sombrero, no probaban nada pero limitaban al menos las posibilidades. Firme, dijo. Jugaba con una regla cilíndrica, con la que se hubiera podido matar un buey. Cuente, dijo. Una mujer joven, quizá en venta, asistía a la conversación, en calidad de testigo sin duda. Me metí el fajo en el bolsillo. Se equivoca, dijo. Tenía que haberme pedido que los contara antes de firmar, pensé, hubiera sido más correcto. ¿Dónde le puedo encontrar, dijo, si llega el caso? Al bajar las escaleras pensaba en algo. Poco después volvía a subir para preguntarle de dónde me venía ese dinero, añadiendo que tenía derecho a saberlo. Me dijo un nombre de mujer, que he olvidado. Quizá me había tenido sobre sus rodillas cuando yo estaba aún en pañales y le había hecho carantoñas. A veces basta con eso. Digo bien, en pañales, porque más tarde hubiera sido demasiado tarde, para las carantoñas. Gracias pues a este dinero tenía todavía un poco. Muy poco. Si pensaba en mi vida futura era como si no existiera, a menos que mis previsiones pecaran de pesimistas. Golpeé contra el tabique situado junto a mi sombrero, en la misma espalda del cochero si había calculado bien. Una nube de polvo se desprendió de la guata del forro. Cogí una piedra del bolsillo y golpeé con la piedra, hasta que el coche se detuvo. Noté que no se produjo aminoración de la marcha, como acusan la mayoría de los vehículos, antes de inmovilizarse. No, se paró en seco. Esperaba. El coche vibraba. El cochero, desde la altura del pescante, debía estar escuchando. Veía el caballo como si lo tuviera delante. No había tomado la actitud de desánimo que tomaba en cada parada, hasta en las más breves, atento, las orejas en alerta. Miré por la ventana, estábamos de nuevo en movimiento. Golpeé de nuevo el tabique, hasta que el coche se detuvo de nuevo. El cochero bajó del pescante echando pestes. Bajé el cristal para que no se le ocurriera abrir la portezuela. Más de prisa, más de prisa. Estaba más rojo, violeta diría yo. La cólera, o el viento de la carrera. Le dije que lo alquilaba por toda la jornada. Respondió que tenía un entierro a las tres. Ah los muertos. Le dije que ya no quería ir al Zoo. Ya no vamos al Zoo, dije. Respondió que no le importaba adónde fuéramos, a condición de que no fuera muy lejos, por su animal. Y se nos habla de la especificidad del lenguaje de los primitivos. Le pregunté si conocía un restaurante. Añadí, Comerá usted conmigo Prefiero estar con un parroquiano, en esos sitios. Había una larga mesa con una banqueta a cada lado de la misma longitud exactamente. A través de la mesa me habló de su vida, de su mujer, de su animal, después otra vez de su vida, de la vida atroz que era la suya, a causa sobre todo de su carácter. Me preguntó si me daba cuenta de lo que eso significaba, estar siempre a la intemperie. Me enteré de que aún existían cocheros que pasaban la jornada bien calentitos en sus vehículos estacionados, esperando que el cliente viniera a despertarlos. Esto podía hacerse en otra época, pero hoy había que emplear otros métodos, si se pretendía aguantar hasta finalizar sus días. Le describí mi situación, lo que había perdido y lo que buscaba. Hicimos los dos lo que pudimos, para comprender, para explicar. Él comprendía que yo había perdido mi habitación y que necesitaba otra, pero todo lo demás se le escapaba. Se le había metido en la cabeza, y no hubo modo de sacárselo, que yo andaba buscando una habitación amueblada. Sacó del bolsillo un periódico de la tarde de la víspera, o quizá de la antevíspera, y se impuso el deber de recorrer los anuncios por palabras, subrayando cinco o seis con un minúsculo lapicillo, el mismo que temblaba sobre los futuros agraciados de un sorteo. Subrayaba sin duda los que hubiera subrayado de encontrarse en mi lugar o quizás los que se remitían al mismo barrio, por su animal. Sólo hubiera conseguido confundirle si le dijera que no admitía, en cuanto a muebles, en mi habitación, más que la cama, y que habría que quitar todos los demás, la mesilla de noche incluida, antes de que yo consintiera poner los pies en el cuarto. Hacia las tres despertamos el caballo y nos pusimos de nuevo en marcha. El cochero me propuso subir al pescante a su lado, pero desde hacía un rato acariciaba la idea de instalarme en el interior del coche y volví a ocupar mi sitio. Visitamos, una tras otra, con método supongo, las direcciones que había subrayado. La corta jornada de invierno se precipitaba hacia el fin. Me parece a veces que son éstas las únicas jornadas que he conocido, y sobre todo este momento más encantador que ninguno que precede al primer pliegue nocturno. Las direcciones que había subrayado, o más bien marcado con una cruz, como hace la gente del pueblo, las tachaba, con un trago diagonal, a medida que se revelaban inconvenientes. Me enseñó el periódico más tarde, obligándome a guardarlo yo entre mis cosas, para estar seguro de no buscar otra vez donde ya habíamos buscado en vano. A pesar de los cristales cerrados, los chirridos del coche y el ruido de la circulación, le oía cantar, completamente solo en lo alto de su alto pescante. Me había preferido a un entierro, era un hecho que duraría eternamente. Cantaba. Ella está lejos del país donde duerme su joven héroe, son las únicas palabras que recuerdo. En cada parada bajaba de su asiento y me ayudaba a bajar del mío. Llamaba a la puerta que él me indicaba y a veces yo desaparecía en el interior de la casa. Me divertía, me acuerdo muy bien, sentir de nuevo una casa a mi alrededor, después de tanto tiempo. Me esperaba en la acera y me ayudaba a subir de nuevo al coche. Empecé a hartarme del cochero. Trepaba al pescante y nos poníamos en marcha otra vez. En un momento dado se produjo lo siguiente. Se detuvo. Sacudí mi somnolencia y articulé una postura, para bajar. Pero no vino a abrir la portezuela y a ofrecerme el brazo, de modo que tuve que bajar solo. Encendía las linternas. Me gustan las lámparas de petróleo, a pesar de que son, con las velas, y si exceptúo los astros, las primeras luces que conocí. Le pregunté si me dejaba encender la segunda linterna, puesto que él había encendido ya la primera. Me dio su caja de cerillas, abrió el pequeño cristal abombado montado sobre bisagras, encendí y cerré en seguida, para que la mecha ardiera tranquila y clara, calentita en su casita, al abrigo del viento. Tuve esta alegría. No veíamos nada, a la luz de las linternas, apenas vagamente los volúmenes del caballo, pero los demás les veían de lejos, dos manchas amarillas lentamente sin amarras flotando. Cuando los arreos giraban se veía un ojo, rojo o verde según los casos, rombo abombado límpido y agudo como en una vidriera.

Cuando verificamos la última dirección el cochero me propuso presentarme en un hotel que conocía, en donde yo estaría bien. Es coherente, cochero, hotel es verosímil. Recomendado por él no me faltaría nada. Todas las comodidades, dijo, guiñando un ojo. Sitúo esta conversación en la acera, ante la casa de la que yo acababa de salir. Recuerdo, bajo la linterna, el flanco hundido y blando del caballo y sobre la portezuela la mano del cochero, enguantada en lana. Mi cabeza estaba más alta que el techo del coche. Le propuse tomar una copa. El caballo no había bebido ni comido en todo el día. Se lo hice notar al cochero que me respondió que su caballo no se repondría hasta que volviera a la cuadra. Cualquier cosa que tomara, aunque sólo fuera una manzana o un terrón de azúcar, durante el trabajo, le produciría dolores de vientre y cólicos que le impedirían dar un paso y que incluso podrían matarlo. Por eso se veía obligado a atarle el hocico, con una correa, cada vez que por una razón o por otra debía dejarle solo, para que no enterneciera el buen corazón de los transeúntes. Después de algunas copas el cochero me rogó que les hiciera el honor, a él y a su mujer, de pasar la noche en su casa. No estaba lejos. Reflexionando, con la célebre ventaja del retraso, creo que no había hecho, ese día, sino dar vueltas alrededor de su casa. Vivían encima de una cochera, al fondo de un patio. Buena situación, yo me habría contentado. Me presentó a su mujer, increíblemente culona, y nos dejó. Ella estaba incómoda, se veía, a solas conmigo. La comprendía, yo no me incomodo en estos casos. No había razones para que acabara o continuara. Pues que acabe entonces. Dije que iba a bajar a la cochera a acostarme. El cochero protestó. Insistí. Atrajo la atención de su mujer sobre una pústula que tenía yo en la coronilla, me había quitado el sombrero, por educación. Hay que procurar quitar eso, dijo ella. El cochero nombró un médico a quien tenía en gran estima y que le había curado de un quiste en el trasero. Si quiere acostarse en la cochera, dijo la mujer, que se acueste en la cochera. El cochero cogió la lámpara de encima de la mesa y me precedió en la escalera que bajaba a la cochera, era más bien una escalerilla, dejando a su mujer en la oscuridad. Extendió en el suelo, en un rincón, sobre la paja, una manta de caballo, y me dejó una caja de cerillas, para el caso de que tuviera necesidad de ver claro durante la noche. No me acuerdo lo que hacía el caballo entretanto. Tumbado en la oscuridad oía el ruido que hacía al beber, es muy curioso, el brusco corretear de las ratas y por encima de mí las voces mitigadas del cochero y su mujer criticándome. Tenía en la mano la caja de cerillas, una sueca tamaño grande. Me levanté en la noche y encendí una. Su breve llama me permitió descubrir el coche. Ganas me entraron, y me salieron, de prender fuego a la cochera. Encontré el coche en la oscuridad, abrí la portezuela, salieron ratas, me metí dentro. Al instalarme noté en seguida que el coche no estaba en equilibrio, estaba fijo, con los timones descansando en el suelo. Mejor así, esto me permitía tumbarme a gusto, con los pies más altos que la cabeza en la banqueta de enfrente. Varias veces durante la noche sentí que el caballo me miraba por la ventanilla, y el aliento de su hocico. Desatalajado debía encontrar extraña mi presencia en el coche. Yo tenía frío, olvidé coger la manta, pero no lo bastante como para levantarme a buscarla. Por lo ventanilla del coche veía la de la cochera, cada vez mejor. Salí del coche. Menos oscuridad en la cochera, entreveía el pesebre, el abrevadero, el arnés colgado, qué más, cubos y cepillos. Fui a la puerta pero no pude abrirla. El caballo me seguía con la mirada. ¿Así que los caballos no duermen nunca? Pensaba que el cochero tenía que haberle atado, al pesebre por ejemplo. Me vi, pues, obligado a salir por la ventana. No fue fácil. Y, ¿qué es fácil? Pasé primero la cabeza, tenía las palmas de las manos sobre el suelo del patio mientras las caderas seguían contorneándose, prisioneras del marco de la ventana. Me acuerdo del manojo de hierba que arranqué con las dos manos, para liberarme.

Tenía que haberme quitado el abrigo y tirarlo por la ventana, pero no se puede estar en todo. En cuanto salí del patio pensé en algo. La fatiga. Deslicé un billete en la caja de cerillas, volví al patio y puse la caja en el reborde de la ventana por la que acababa de salir. El caballo estaba en la ventana. Pero después de dar unos pasos por la calle volví al patio y recuperé mi billete. Dejé las cerillas, no eran mías. El caballo seguía en la ventana. Estaba hasta aquí del caballo. El alba asomaba débilmente. No sabía dónde estaba. Tomé la dirección levante, supongo, para asomarme cuanto antes a la luz. Hubiera querido un horizonte marino, o desértico. Cuando salgo, por la mañana, voy al encuentro del sol, y por la noche, cuando salgo, lo sigo, casi hasta la mansión de los muertos. No sé por qué he contado esta historia. Igual podía haber contado otra. Por mi vida, veréis cómo se parecen.