martes, 9 de octubre de 2012

Blaise Pascal - Pensamientos (selección)

Pensamientos
por Blaise Pascal




 Todo lo que sé es que pronto debo morir; pero lo que más ignoro es esta muerte, que no puedo evitar.

 

Jesucristo es un Dios a quien uno se acerca sin orgullo, y bajo el cual se humilla sin desesperación.

 

La suprema adquisición de la razón consiste en reconocer que hay una infinidad de cosas que la sobrepasan.

 

No veo sino infinitos en todo, que me encierran como un átomo, y como una sombra, que no dura sino un instante y ya no vuelve.

 

Jesucristo ha dicho las cosas grandes tan sencillamente, que parece que no las ha pensado; y con tanta certeza, sin embargo, que bien se vio cómo pensaba.

 

Si todo se somete a la razón, nuestra religión no tendría nada de misterioso ni de sobrenatural. Si se choca con los principios de la razón, nuestra religión es absurda y ridícula.

 

Es preciso, para que una religión sea verdadera, que haya conocido nuestra naturaleza. Debe haber conocido la grandeza y la pequeñez, y la razón de la una y de la otra. ¿Cuál la ha conocido sino la cristiana?

 

No es bueno que el hombre no vea nada; no es bueno tampoco que vea lo bastante para creer que posee; sino que vea tan sólo lo suficiente para conocer que ha perdido. Es bueno ver y no ver; esto es precisamente el estado de naturaleza.

 

Después de su muerte vino San Pablo a declarar a los hombres que todas estas cosas había acontecido en figuras; que el reino de Dios no consistía en la carne, sino en el espíritu; que los enemigos de los hombres no eran los babilonios, sino sus pasiones propias.

 

Si hay Dios es infinitamente incomprensible, puesto que, no teniendo ni parte ni límites, no tiene ninguna relación con nosotros; somos, pues, incapaces de conocer cómo es, ni es siendo así ¿Quién osará proponerse resolver esta cuestión? No nosotros, que carecemos de relación con él.

 

Dios existe o no existe. ¿A qué respuesta nos inclinaremos? La razón nada puede decidir en esto. Hay un caos infinito que nos separa. Un juego se está jugando a tal infinita distancia; saldrá cara o cruz. ¿Por cuál apostaréis? La razón nada os dice; por la razón ninguna de las dos soluciones puede ser defendida.

 

Nada acusa más claramente una extrema debilidad de espíritu que el desconocer cuál es la desgracia de un hombre sin dios; nada señala hasta tal punto la mala disposición de un corazón, que el no desear la verdad de las promesas eternas; nada es más cobarde que fingirse valiente en contra de Dios.

 

¿No está más claro que el día que sentimos en nosotros mismos los caracteres imborrables de la excelencia? ¿Y no es verdad también que experimentamos constantemente los efectos de nuestra deplorable condición? ¿Qué nos clama pues, este caos y esta confusión monstruosa sino la verdad de estos dos estados, con una voz que es imposible resistir?

 

Es tan dañino para el hombre conocer a Dios sin conocer su propia miseria, que conocer su miseria sin conocer al Redentor que puede curarle de ella. Tener uno solo de estos conocimientos sin el otro, he aquí la causa del orgullo de los filósofos, que han conocido a Dios, y no a su propia miseria, o la desesperación de los ateos, que conocen su miseria sin conocer al Redentor.


Los filósofos no saben prescribir sentimientos proporcionados a los dos estados. Inspiran movimientos de grandeza pura, y éste no es el estado del hombre. Inspiran movimientos de bajeza pura, y éste no es el estado del hombre. Necesarios son los movimientos de bajeza, no de naturaleza, sino de penitencia. No para permanecer en ellos, sino para ir a la grandeza, no de mérito, sino de gracia, y después de haber pasado por la bajeza.

 

No es necesario ser un espíritu muy cultivado para comprender que no hay aquí abajo satisfacción verdadera y sólida; que todos nuestros placeres no son otra cosa que vanidad; que nuestros males son infinitos; y que, en fin, la muerte que nos amenaza en todos los instantes debe infaliblemente colocarnos dentro de pocos años en la infalible realidad de ser eternamente aniquilados o desgraciados.

 

Yo no sé quién me ha traído al mundo, ni lo que es el mundo, ni lo que soy yo mismo. Permanezco en una ignorancia terrible de todas las cosas. No sé lo que es mi cuerpo, ni mis sentidos, ni mi alma, ni esta parte de mí mismo que piensa lo que estoy diciendo y que reflexiona sobre todo, y sobre sí misma, y que, por otra parte, no se conoce tampoco. Veo estos espantosos espacios del Universo que encierran, y me encuentro ligado a un rincón de esta vasta extensión, sin que sepa por qué estoy colocado en este lugar y no en otro, ni por qué este poco tiempo que me es dado vivir me ha sido asignado a este punto, y no a otro, de toda la eternidad que me precede y de toda la que me sigue.

 

Nada es tan importante al hombre como su estado; nada le es tan temible como la eternidad; a sí, el hecho de que se encuentren hombres tan indiferentes a la pérdida de su estado y al peligro de una eternidad de miserias, no es cosa natural. Bien diferentes son respecto a las demás cosas; temen las más ligeras, las prevén, las sienten; y ese mismo hombre que pasa los días y las noches en la desesperación por la pérdida de su empleo, o por alguna ofensa imaginaria a su honor, es el mismo que sin inquietud y sin emoción sabe que va a perderlo todo a su muerte. Es una cosa monstruosa ver a un mismo corazón, y a un mismo tiempo, esta susceptibilidad ante las menores cosas y esta extraña impasibilidad ante las más grandes.

 

Los hombres no aman naturalmente sino aquello que puede serles útil. ¿Qué ventaja hay para nosotros en oír decir a un hombre que él ha sacudido el yugo, que no cree que haya un Dios que vele por nuestras acciones, y que se considera como el único señor de su conducta y que no piensa rendir cuentas sino a sí mismo? ¿Juzga él, por ventura, que esto nos llevará a nosotros a tener, en adelante, confianza en él y a esperar sus consuelos, sus socorros o sus consejos, en las necesidades de la vida? ¿Pretenden los que dicen tal, darnos mucho gusto cuando nos cuentan que nuestra alma no es más que un poco de viento y humo, y así nos lo cuentan con un tono de voz satisfecho y alegre? ¿No es al contrario, una cosa que debiera decirse tristemente, como la cosa más triste que existe en el mundo?

 

No viendo la verdad entera, no han podido llegar a la perfecta virtud. Considerando los unos la naturaleza como incorrupta, los otros como irreparable, no han podido huir del orgullo o de la pereza, que son la fuente de todos los vicios, puesto que no pueden hacer otra cosa sino abandonarse en la cobardía o crecerse en el orgullo. Porque, si conocen la excelencia del hombre, ignoran su corrupción; de suerte que si evitan la pereza se pierden en la soberbia. Y si reconocen la flaqueza de la naturaleza, ignoran su dignidad; de suerte que pueden evitar la vanidad, pero se precipitan en la desesperación.


¿Qué es el hombre? No es más que una nada respecto al infinito, un todo respecto a la nada, un punto medio entre la nada y el todo, infinitamente alejado de poder comprender los extremos. El fin de las cosas y sus principios le están invenciblemente escondidos en un impenetrable secreto, igualmente incapaz de ver la nada de la que es sacado y el infinito por el que es engullido.


Somos algo y no somos todo; aquel poco que poseemos de ser nos impide el conocimiento de los primeros principios que nacen de la nada; y el poco ser que tenemos nos esconde la vista del infinito.


El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza: pero es una caña que piensa. Para destruirla no es necesario que se una el Universo entero. Basta una gota de agua para ello. Pero, cuando el Universo lo destruye, el hombre es todavía más noble que quien lo mata, porque sabe que muere, mientras que el Universo no sabe la superioridad que tiene sobre él. Toda nuestra dignidad consiste, pues, en el pensamiento.


El corazón tiene sus razones que la razón desconoce. No sólo con la razón sino también con el corazón, nosotros conocemos la verdad. De este segundo modo conocemos los primeros principios, y el razonamiento, que no tiene nada en común con ellos, intenta combatirlos inútilmente. Su impotencia no debiera servir para otra cosa sino para humillar a la razón, que querría juzgarlo todo, pero que no puede combatir nuestra certeza, como si sólo la razón fuera capaz de proporcionarnos conocimientos.


El último paso de la razón es reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan. Ella sería sólo debilidad si no lograra ni siquiera reconocer esta verdad. No hay ningún acto tan conforme a la razón como esta desconfianza de la razón.


Los sentidos engañan a la razón con falsas apariencias, y esta misma trampa que ellos le juegan a la razón, la reciben de ella como revancha. Las pasiones del alma turban los sentidos y crean en ellos falsas impresiones. Estas dos facultades se mienten y se engañan en una especie de competencia.


Nunca se hace el mal tan plena y alegremente como cuando se hace por un falso principio de conciencia.


La imaginación engrandece los objetos pequeños hasta el extremo de llenar el espíritu con valoraciones fantásticas. Y con temeraria insolencia disminuye aquellos que son demasiado grandes para su medida, como cuando habla de Dios.


La imaginación es maestra de error, de falsedades y tanto más engañosa porque no siempre tendría que ser así. Ella sería, en efecto, un criterio infalible para la verdad, si no lo fuese infaliblemente para la mentira. Pero, no obstante, el que sea las más de las veces falsa, no da ningún signo que nos permita reconocer su calidad, sellando con el mismo carácter lo verdadero y lo falso.


El modo más seguro para perder una causa del todo justa es el de hacerla recomendar por sus parientes próximos.


El hombre está hecho de tal manera que no tiene ningún principio de lo verdadero, pero si muchos, excelentes, de lo falso. Pero la más fuerte causa de estos errores es la guerra que hay entre los sentidos y la razón.


Los hombres creen sinceramente buscar el reposo y, en realidad, no buscan más que la agitación. El reposo llega a ser insoportable porque, o se piensa en las miserias que se tienen o en aquellas que nos amenazan. Y aunque nos viéramos suficientemente seguros de todo, el aburrimiento no dejaría de subir desde el fondo del corazón donde tiene sus raíces naturales y de llenar todo el espíritu con su veneno, haciendo sentir al hombre su nada, su abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío.


Mi humor no depende demasiado del tiempo, Tengo mis nieblas y mis serenidades dentro de mí. Ni siquiera lo bueno o lo malo de mis negocios influye mucho. A menudo me veo en el caso de esforzarme contra la fortuna. La gloria de domarla hace que me esfuerce alegremente, mientras que al conseguirla me invade a veces el fastidio.


Mire el hombre los astros y los planetas que pueblan el firmamento. Vea cómo su número es infinito, cómo su vastedad es infinita y vea también cómo su Tierra no es más que un punto que gira en medio de esa inmensidad. Nuestra mirada no es capaz de abarcar sino una parte de todo eso. Nuestra imaginación avanza más allá; pero se cansará antes que pueda imaginar todos los objetos de admiración que le puede proporcionar la naturaleza. Todo este mundo visible no es más que un trozo imperceptible en su amplio seno.


La miseria se deduce de la grandeza y la grandeza de la miseria. Algunos han demostrado tanto más la miseria cuanto más han tomado por prueba la grandeza: y los otros han deducido la grandeza con tanta mayor fuerza por haberla sacado de la miseria misma. Esta doble condición del hombre es tan evidente que algunos han pensado que nosotros tenemos dos almas. Un sujeto simple les parece a ellos incapaz de similares y tan súbitas variaciones desde una desmesurada presunción a un espantoso descorazonamiento.


El hombre no sabe en qué puesto colocarse; está visiblemente descaminado y caído de su verdadero lugar sin poder volverlo a encontrar. El lo busca por todas partes, lleno de inquietud, pero sin éxito, en medio de tinieblas impenetrables.


Hay muchos que se equivocan tanto más peligrosamente cuanto que toman una verdad como comienzo de su error. Su culpa no consiste en seguir una falsedad, sino en seguir una verdad con exclusión de otras.


Si el hombre no hubiese sido jamás corrompido, gozaría de su inocencia, de la verdad y de la felicidad con toda seguridad. Y si el hombre hubiera estado siempre corrompido, él no tendría idea alguna ni de la verdad ni de la beatitud. Somos incapaces de dejar de desear la verdad y la felicidad y no somos capaces de conseguirlas. Este deseo se nos ha dejado tanto para castigarnos como para hacernos sentir desde qué condición hemos caído.


Sin la transmisión del pecado original, sin este misterio que es el más incomprensible de todos, nosotros somos incomprensibles a nosotros mismos. El nudo de nuestra condición se desarrolla y se entrelaza en este abismo. De suerte que el hombre es más incomprensible sin este misterio que lo que es este misterio para el hombre.
 

sábado, 6 de octubre de 2012

Julio Cortázar - Casa tomada (1951)

Casa tomada
por Julio Cortázar




Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

martes, 2 de octubre de 2012

Soren Kierkegaard - Fragmentos de "El concepto de angustia"

Fragmentos de "El concepto de angustia"
por Soren Kierkegaard



"En una fábula de los hermanos Grimm se narra que un joven salió en busca de aventuras para aprender a sentir la angustia. Dejemos ir a ese aventurero sin preguntarle de qué modo podría toparse con lo terrible por el camino."



"Quisiera decir, sin embargo, que esto -el aprender a sentir angustia- es una aventura a través de la cual debe pasar cada hombre a fin de no caer en la perdición, o por no haber estado nunca angustiado o por hallarse inmerso en ella. Por el contrario, quien aprendió a sentir angustia en el modo justo, habrá aprendido lo más alto."



"Si el hombre fuese un animal o un ángel, no podría de ningún modo angustiarse. Puesto que es una síntesis puede angustiarse, y cuanto más profunda es la angustia, más grande es el hombre."



"No la angustia como los hombres suelen entenderla -es decir: la angustia que proviene del exterior, la que está fuera del hombre-, sino la angustia que él mismo produce."



"Solamente en este sentido cabe entender el relato del Evangelio, cuando dice que Cristo se sintió angustiado hasta la muerte, y también cuando Él le dice a Judas: Lo que tengas que hacer, hazlo pronto. Ni siquiera la terrible expresión de Cristo, que angustió al propio Lutero cuando predicaba sus palabras: ¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!, ni siquiera estas palabras expresan tan fuertemente el padecimiento. En efecto, con las últimas se indica un estado en el que se halla Cristo; las primeras indican la relación con un estado que no es."



"La angustia es la posibilidad de la libertad; solamente esta angustia posee, mediante la fe, la capacidad de formar absolutamente, en cuanto destruye todas las perfecciones descubriendo todas sus ilusiones."



"Y ningún gran inquisidor tiene preparadas torturas tan terribles como la angustia, ningún espía sabe atacar con tanta astucia a la persona sospechosa en el momento preciso en que es más débil, ni sabe preparar tan bien los lazos para atraparla como sabe hacerlo la angustia; ningún juez, por sutil que sea, sabe interrogar tan a fondo al acusado como la angustia, que no lo deja escapar jamás, ni en la diversión, ni en el alboroto, ni en el trabajo, ni de día, ni de noche."



"Aquel que esté formado por la angustia estará formado mediante posibilidades; y sólo quien esté formado por la posibilidad estará formado según su infinidad. Por ello, la posibilidad es la más pesada de todas las categorías. A menudo, sin embargo, se escucha decir lo contrario: que la posibilidad es muy leve y la realidad muy pesada."



"Por lo general, la posibilidad de la que se dice que es tan leve se entiende como posibilidad de felicidad, de fortuna, etcétera. Pero ésta no es en absoluto la posibilidad; ésta es una invención falaz que los hombres, en su corrupción, colorean para tener al menos un pretexto para lamentarse de la vida y de la Providencia y para tener ocasión de darse importancia ante sus propios ojos."



"No: en la posibilidad todo es igualmente posible, y quien fue realmente educado mediante la posibilidad, ha comprendido tanto el lado terrible como el placentero. Si alguien sale de la escuela de las posibilidades sabiendo, mejor que un niño sabe el abecedario, que no puede pretender absolutamente nada de la vida y que el lado terrible, la perdición, el anonadamiento, habitan junto a cada hombre; y si ha sacado provecho de la experiencia de que la angustia, de la que él se angustiaba, lo asalta en el momento siguiente, entonces dará a la realidad otra explicación; exaltará la realidad, e incluso cuando ésta pese gravemente sobre él, recordará que ella es mucho más ligera de cuanto lo fue la posibilidad."