viernes, 31 de agosto de 2012

Gullaume Apollinaire - Zona

Zona
por Guillaume Apollinaire



En suma estás cansado de este mundo tan antiguo
Pastora oh torre Eiffel esta mañana bala el rebaño de los puentes
Estás harto de vivir en la antigüedad griega y romana
Hasta los automóviles parecen aquí antiguos
Sólo la religión se ve tan nueva como siempre la religión
Se ve igual de sencilla que los hangares de Port-Aviation

Sólo tú no eres antiguo en Europa oh Cristianismo
El europeo más moderno sois vos Papa Pío X
Pero a ti a quien vigilan las ventanas te impide la vergüenza
Entrar en una iglesia y confesarte esta mañana
Lees los prospectos catálogos carteles que a voz en cuello cantan
Son la poesía esta mañana y para la prosa están los diarios
Las entregas a 25 céntimos llenas de aventuras policiacas
Retratos de grandes hombres y mil títulos diversos

Esta mañana vi una linda calle de cuyo nombre me he olvidado
Nueva y limpia era el clarín del sol
Los directores los obreros y las hermosas mecanógrafas
Cuatro veces al día por allí pasan de lunes por la mañana a sábado por la tarde
Tres veces gime la sirena cada mañana
Una campana rabiosa ladra al mediodía
Las leyendas de letreros y paredes
Las placas los anuncios chillan como loros
Me gusta la gracia de esa calle industrial
Que está en París entre la calle Aumont-Thiéville y la avenida des Ternes

He aquí la joven calle y tú eres sólo un pequeñuelo
Tu madre no te viste más que de azul y de blanco
Eres muy piadoso y como al más antiguo de tus camaradas René Dalize
Nada te gusta tanto como la pompa de la Iglesia
Son las nueve bajaron el gas y azulea salís del dormitorio a escondidas
Rezáis toda la noche en la capilla del colegio

Mientras eterna y adorable profundidad amatista
Gira para siempre la deslumbrante gloria de Cristo
Es la hermosa azucena que todos cultivamos
Es la antorcha pelirroja que el viento no extingue
Es el hijo pálido y bermejo de la madre dolorosa
Es el árbol siempre frondoso de todas las plegarias
Es el doble cadalso del honor y de la eternidad
Es la estrella de seis puntas
Es Dios que muere el viernes y el domingo resucita
Es Cristo que sube al cielo mejor que los aviadores
Poseedor  del récord mundial de altura

Pupila Cristo del ojo
Vigésima pupila de los siglos que sabe arreglárselas
Este siglo se hace pájaro y se eleva como Jesús por los aires
Los diablos alzan la cabeza en los abismos y lo miran
Dicen que imita a Simón el Mago en Judea
Gritan si sabe volar que lo llamen volador
Dan de maromas los ángeles en torno al lindo volatinero
Ícaro Enoch Elias Apolonio de Tiana
Flotan alrededor del primer aeroplano
A veces apartándose abren paso a los que arroba la Santa Eucaristía
Esos sacerdotes que eternamente ascienden elevando la hostia
Aterriza el avión por fin sin plegar las alas
Se puebla el cielo entonces de millones de golondrinas Irrumpe un vuelo de cuervos halcones búhos
De África llegan ibis marabúes flamencos
El pájaro Roe celebrado por cuentistas y poetas
Planea apretando el cráneo de Adán la primera cabeza entre sus garras
Del horizonte se lanza el águila con un grito penetrante
Y llega de América el pequeño colibrí
Y de China los pihis alargados y flexibles
Que sólo tienen un ala y vuelan en parejas
Y acá está la paloma inmaculado espíritu
El pavo real ocelado y el ave-lira lo escoltan
El fénix esa hoguera que se engendra a sí misma
Con su ardiente ceniza lo vela todo por un instante
Tres sirenas que abandonaron los peligrosos estrechos Llegan cantando prodigiosamente
Y todos fénix águila y pihis de Chin
Fraternizan con la máquina voladora
Andas ahora por París solo entre la muchedumbre
Rebaños de autobuses ruedan mugientes a tu lado
La angustia del amor te anuda la garganta
Como si ya no fueras a ser amado nunca
Si vivieras en los buenos tiempos ingresarías en un monasterio
Te avergüenzas cuando te sorprendes diciendo una plegaria
Te burlas de ti mismo y como el fuego del infierno chisporrotea tu risa
Es como un cuadro colgado en un sombrío museo
Y a veces vas a verlo de cerca

Andas hoy por París las mujeres están ensangrentadas
Era y quisiera no acordarme era cuando declina la belleza

Nuestra Señora me miró en Chartres rodeada de llamas fervientes
La sangre de vuestro Sagrado Corazón me anegó en Montmartre
Estoy enfermo de oír las bienaventuradas palabras
El amor por el que sufro es una enfermedad vergonzosa
Y la imagen que te posee te hace sobrevivir en el insomnio y en la angustia
Siempre pasa a tu lado esa imagen
Ahora estás a orillas del Mediterráneo
Bajo los limoneros que todo el año florecen
Te paseas en una barca con tus amigos
Nizardo el uno hay un mentoniano y dos de La Turbie
Miramos con miedo a los pulpos de las profundidades
Y entre las algas nadan los peces imágenes del Salvador

Estás en el jardín de una posada en las afueras de Praga
Te sientes muy dichoso hay una rosa en la mesa
Y en vez de escribir tu cuento en prosa observas
A la cetonia que duerme en el corazón de la rosa
Con espanto te descubres dibujado en las ágatas de San Vito
Estabas muerto de tristeza el día que te viste en ellas
Te pareces a Lázaro enloquecido por la luz
En el barrio judío las agujas del reloj giran en sentido contrario
Y tu también retrocedes por tu vida lentamente
Mientras subes al Hradchin o escuchas cantar por la tarde canciones checas en las tabernas

Ahora estás en Marsella entre sandías

Ahora en Coblenza en el Hotel del Gigante

Ahora en Roma sentado bajo un níspero del Japón

Ahora en Amsterdam con una muchacha que te parece bonita pero es fea
Debe casarse con un estudiante de Leyden
En esa ciudad se alquilan cuartos en latín Cubicula locanda
Lo recuerdo pasé allí tres días y tres otros en Gouda

Estás en París frente al juez de instrucción
Como a un criminal te arrestan

Has hecho viajes dolorosos y viajes alegres
Antes de descubrir la mentira y el paso de los años
Sufriste por amor a los veinte y los treinta
No te atreves a mirarte las manos y yo quisiera llorar a toda hora
He vivido como un loco y he perdido mi tiempo
Por ti por la que amo por todo lo que te ha causado miedo

En lágrimas los ojos miras a esos pobres emigrantes
Rezan creen en Dios las mujeres amamantan a sus hijos
Llenan con sus olores el vestíbulo de la estación de Saint-Lazare
Tienen fe en su estrella como los Reyes Magos
Esperan ganar dinero en Argentina
Y amasada una fortuna regresar a su patria
Una familia se lleva un edredón encarnado como quien se lleva su corazón
Ese edredón y nuestros sueños también son irreales

De esos emigrantes se quedan aquí algunos y se alojan en cuchitriles
En la calle des Rosiers o en la calle des Ecouffes
Los he visto a menudo por la noche toman el fresco en las aceras
Como las piezas de ajedrez raramente se desplazan
Sobre todo hay judíos sus mujeres usan pelucas
Se la pasan sentadas exangües en las trastiendas

Estás de pie ante el mostrador de un bar crapuloso
Tomas un café de dos céntimos entre los infelices

Esta noche estás en un gran restaurante

Esas mujeres no son malas tienen pesares sin embargo
Todas hasta la más fea ha hecho sufrir a su amante

Es la hija de un policía de Jersey

Sus manos que no había observado están duras y agrietadas
Me dan profunda lástima las suturas de su vientre

Humillo ahora mi boca en una pobre cortesana de risa horrible

Estás solo va a llegar la mañana
Los lecheros hacen tintinear en las calles sus bidones
La noche se aleja como una bella segadora
Es Ferdine la falsa o Lea la atenta

Y tú bebes este alcohol quemante como tu vida
Tu vida que te bebes como un aguardiente

Caminas hacia Auteuil quieres volver a tu casa
Dormir entre tus fetiches de Guinea y de Oceanía

Son Cristos con otras formas y de otras creencias
Son los Cristos inferiores de las sombrías esperanzas

Adiós Adiós

Sol cuello cortado

jueves, 30 de agosto de 2012

Benito Pérez Galdós - ¿Dónde está mi cabeza?

¿Dónde está mi cabeza?
por Benito Pérez Galdós






- I -

Antes de despertar, ofrecióse a mi espíritu el horrible caso en forma de angustiosa sospecha, como una tristeza hondísima, farsa cruel de mis endiablados nervios que suelen desmandarse con trágico humorismo. Desperté; no osaba moverme; no tenía valor para reconocerme y pedir a los sentidos la certificación material de lo que ya tenía en mi alma todo el valor del conocimiento... Por fin, más pudo la curiosidad que el terror; alargué mi mano, me toqué, palpé... Imposible exponer mi angustia cuando pasé la mano de un hombro a otro sin tropezar en nada... El espanto me impedía tocar la parte, no diré dolorida, pues no sentía dolor alguno... la parte que aquella increíble mutilación dejaba al descubierto... Por fin, apliqué mis dedos a la vértebra cortada como un troncho de col; palpé los músculos, los tendones, los coágulos de sangre, todo seco, insensible, tendiendo a endurecerse ya, como espesa papilla que al contacto del aire se acartona... Metí el dedo en la tráquea; tosí... metílo también en el esófago, que funcionó automáticamente queriendo tragármelo... recorrí el circuito de piel de afilado borde... Nada, no cabía dudar ya. El infalible tacto daba fe de aquel horroso, inaudito hecho. Yo, yo mismo, reconociéndome vivo, pensante, y hasta en perfecto estado de salud física, no tenía cabeza.


- II -

Largo rato estuve inmóvil, divagando en penosas imaginaciones. Mi mente, después de juguetear con todas las ideas posibles, empezó a fijarse en las causas de mi decapitación. ¿Había sido degollado durante la noche por mano de verdugo? Mis nervios no guardaban reminiscencia del cortante filo de la cuchilla. Busqué en ellos algún rastro de escalofrío tremendo y fugaz, y no lo encontré. Sin duda mi cabeza había sido separada del tronco por medio de una preparación anatómica desconocida, y el caso era de robo más que de asesinato; una sustracción alevosa, consumada por manos hábiles, que me sorprendieron indefenso, solo y profundamente dormido.

En mi pena y turbación, centellas de esperanza iluminaban a ratos mi ser.. Instintivamente me incorporé en el lecho; miré a todos lados, creyendo encontrar sobre la mesa de noche, en alguna silla, en el suelo, lo que en rigor de verdad anatómica debía estar sobre mis hombros, y nada... no la vi. Hasta me aventuré a mirar debajo de la cama... y tampoco. Confusión igual no tuve en mi vida, ni creo que hombre alguno en semejante perplejidad se haya visto nunca. El asombro era en mí tan grande como el terror.

No sé cuánto tiempo pasé en aquella turbación muda y ansiosa. Por fin, se me impuso la necesidad de llamar, de reunir en torno mío los cuidados domésticos, la amistad, la ciencia. Lo deseaba y lo temía, y el pensar en la estupefacción de mi criado cuando me viese, aumentaba extraordinariamente mi ansiedad.

Pero no había más remedio: llamé... Contra lo que yo esperaba, mi ayuda de cámara no se asombró tanto como yo creía. Nos miramos un rato en silencio.

-Ya ves, Pepe -le dije, procurando que el tono de mi voz atenuase la gravedad de lo que decía-; ya lo ves, no tengo cabeza.

El pobre viejo me miró con lástima silenciosa; me miró mucho, como expresando lo irremediable de mi tribulación.

Cuando se apartó de mí, llamado por sus quehaceres, me sentí tan solo, tan abandonado, que le volví a llamar en tono quejumbroso y aun huraño, diciéndole con cierta acritud:

-Ya podréis ver si está en alguna parte, en el gabinete, en la sala, en la biblioteca... No se os ocurre nada.

A poco volvió José, y con su afligida cara y su gesto de inmenso desaliento, sin emplear palabra alguna, díjome que mi cabeza no parecía.


- III -

La mañana avanzaba, y decidí levantarme. Mientras me vestía, la esperanza volvió a sonreír dentro de mí.

-¡Ah! -pensé- de fijo que mi cabeza está en mi despacho... ¡Vaya, que no habérseme ocurrido antes!... ¡qué cabeza! Anoche estuve trabajando hasta hora muy avanzada... ¿En qué? No puedo recordarlo fácilmente; pero ello debió de ser mi Discurso-memoria sobre la Aritmética filosófico-social, o sea, Reducción a fórmulas numéricas de todas las ciencias metafísicas. Recuerdo haber escrito diez y ocho veces un párrafo de inaudita profundidad, no logrando en ninguna de ellas expresar con fidelidad mi pensamiento. Llegué a sentir horriblemente caldeada la región cerebral. Las ideas, hirvientes, se me salían por ojos y oídos, estallando como burbujas de aire, y llegué a sentir un ardor irresistible, una obstrucción congestiva que me inquietaron sobremanera...

Y enlazando estas impresiones, vine a recordar claramente un hecho que llevó la tranquilidad a mi alma. A eso de las tres de la madrugada, horriblemente molestado por el ardor de mi cerebro y no consiguiendo atenuarlo pasándome la mano por la calva, me cogí con ambas manos la cabeza, la fui ladeando poquito a poco, como quien saca un tapón muy apretado, y al fin, con ligerísimo escozor en el cuello... me la quité, y cuidadosamente la puse sobre la mesa. Sentí un gran alivio, y me acosté tan fresco.


- IV -

Este recuerdo me devolvió la tranquilidad. Sin acabar de vestirme, corrí al despacho. Casi, casi tocaban al techo los rimeros de libros y papeles que sobre la mesa había. ¡Montones de ciencia, pilas de erudición! Vi la lámpara ahumada, el tintero tan negro por fuera como por dentro, cuartillas mil llenas de números chiquirritines..., pero la cabeza no la vi.

Nueva ansiedad. La última esperanza era encontrarla en los cajones de la mesa. Bien pudo suceder que al guardar el enorme fárrago de apuntes, se quedase la cabeza entre ellos, como una hoja de papel secante o una cuartilla en blanco. Lo revolví todo, pasé hoja por hoja, y nada... ¡Tampoco allí!

Salí de mi despacho de puntillas, evitando el ruido, pues no quería que mi familia me sintiese. Metíme de nuevo en la cama, sumergiéndome en negras meditaciones. ¡Qué situación, qué conflicto! Por de pronto, ya no podría salir a la calle porque el asombro y horror de los transeúntes habían de ser nuevo suplicio para mí. En ninguna parte podía presentar mi decapitada personalidad. La burla en unos, la compasión en otros, la extrañeza en todos me atormentaría horriblemente. Ya no podría concluir mi Discurso-memoria sobre la Aritmética filosófico-social; ni aun podría tener el consuelo de leer en la Academia los voluminosos capítulos ya escritos de aquella importante obra. ¡Cómo era posible que me presentase ante mis dignos compañeros con mutilación tan lastimosa! ¡Ni cómo pretender que un cuerpo descabezado tuviera dignidad oratoria, ni representación literaria...! ¡Imposible! Era ya hombre acabado, perdido para siempre.


- V -

La desesperación me sugirió una idea salvadora: consultar al punto el caso con mi amigo el doctor Miquis, hombre de mucho saber a la moderna, médico filósofo, y, hasta cierto punto, sacerdotal, porque no hay otro para consolar a los enfermos cuando no puede curarlos o hacerles creer que sufren menos de lo que sufren.

La resolución de verle me alentó: vestíme a toda prisa. ¡Ay! ¡Qué impresión tan extraña, cuando al embozarme pasaba mi capa de un hombro a otro, tapando el cuello como servilleta en plato para que no caigan moscas! Y al salir de mi alcoba, cuya puerta, como de casa antigua, es de corta alzada, no tuve que inclinarme para salir, según costumbre de toda mi vida. Salí bien derecho, y aun sobraba un palmo de puerta.

Salí y volví a entrar para cerciorarme de la disminución de mi estatura, y en una de éstas, redobláronse de tal modo mis ganas de mirarme al espejo, que ya no pude vencer la tentación, y me fui derecho hasta el armario de luna. Tres veces me acerqué y otras tantas me detuve, sin valor bastante para verme... Al fin me vi... ¡Horripilante figura! Era yo como una ánfora jorobada, de corto cuello y asas muy grandes. El corte del pescuezo me recordaba los modelos en cera o pasta que yo había visto mil veces en Museos anatómicos.

Mandé traer un coche, porque me aterraba la idea de ser visto en la calle, y de que me siguieran los chicos, y de ser espanto y chacota de la muchedumbre. Metíme con rápido movimiento en la berlina. El cochero no advirtió nada, y durante el trayecto nadie se fijó en mí.

Tuve la suerte de encontrar a Miquis en su despacho, y me recibió con la cortesía graciosa de costumbre, disimulando con su habilidad profesional el asombro que debí causarle.

-Ya ves, querido Augusto -le dije, dejándome caer en un sillón-, ya ves lo que me pasa...

-Sí, sí -replicó frotándose las manos y mirándome atentamente-: ya veo, ya... No es cosa de cuidado.

-¡Que no es cosa de cuidado!

-Quiero decir... Efectos del mal tiempo, de este endiablado viento frío del Este...

-¡El viento frío es la causa de...!

-¿Por qué no?

-El problema, querido Augusto, es saber si me la han cortado violentamente o me la han sustraído por un procedimiento latroanatómico, que sería grande y pasmosa novedad en la historia de la malicia humana.

Tan torpe estaba aquel día el agudísimo doctor, que no me comprendía. Al fin, refiriéndole mis angustias, pareció enterarse, y al punto su ingenio fecundo me sugirió ideas consoladoras.

-No es tan grave el caso como parece -me dijo- y casi, casi, me atrevo a asegurar que la encontraremos muy pronto. Ante todo, conviene que te llenes de paciencia y calma. La cabeza existe. ¿Dónde está? Ése es el problema.

Y dicho esto, echó por aquella boca unas erudiciones tan amenas y unas sabidurías tan donosas, que me tuvo como encantado más de media hora. Todo ello era muy bonito; pero no veía yo que por tal camino fuéramos al fin capital de encontrar una cabeza perdida. Concluyó prohibiéndome en absoluto la continuación de mis trabajos sobre la Aritmética filosófico-social, y al fin, como quien no dice nada, dejóse caer con una indicación, en la que al punto reconocí la claridad de su talento.

¿Quién tenía la cabeza? Para despejar esta incógnita convenía que yo examinase en mi conciencia y en mi memoria todas mis conexiones mundanas y sociales. ¿Qué casas y círculos frecuentaba yo? ¿A quién trataba con intimidad más o menos constante y pegajosa? ¿No era público y notorio que mis visitas a la Marquesa viuda de X... traspasaban, por su frecuencia y duración, los límites a que debe circunscribirse la cortesía? ¿No podría suceder que en una de aquellas visitas me hubiera dejado la cabeza, o me la hubieran secuestrado y escondido, como en rehenes que garantizara la próxima vuelta?

Diome tanta luz esta indicación, y tan contento me puse, y tan claro vi el fin de mi desdicha, que apenas pude mostrar al conspicuo Doctor mi agradecimiento, y abrazándole, salí presuroso. Ya no tenía sosiego hasta no personarme en casa de la Marquesa, a quien tenía por autora de la más pesada broma que mujer alguna pudo inventar.


- VI -

La esperanza me alentaba. Corrí por las calles, hasta que el cansancio me obligó a moderar el paso. La gente no reparaba en mi horrible mutilación, o si la veía, no manifestaba gran asombro. Algunos me miraban como asustados: vi la sorpresa en muchos semblantes, pero el terror no.

Diome por examinar los escaparates de las tiendas, y para colmo de confusión, nada de cuanto vi me atraía tanto como las instalaciones de sombreros. Pero estaba de Dios que una nueva y horripilante sorpresa trastornase mi espíritu, privándome de la alegría que lo embargaba y sumergiéndome en dudas crueles. En la vitrina de una peluquería elegante vi...

Era una cabeza de caballero admirablemente peinada, con barba corta, ojos azules, nariz aguileña... era, en fin, mi cabeza, mi propia y auténtica cabeza... ¡Ah! cuando la vi, la fuerza de la emoción por poco me priva del conocimiento... Era, era mi cabeza, sin más diferencia que la perfección del peinado, pues yo apenas tenía cabello que peinar, y aquella cabeza ostentaba una espléndida peluca.

Ideas contradictorias cruzaron por mi mente. ¿Era? ¿No era? Y si era, ¿cómo había ido a parar allí? Si no era, ¿cómo explicar el pasmoso parecido? Dábanme ganas de detener a los transeúntes con estas palabras: «Hágame usted el favor de decirme si es esa mi cabeza.»

Ocurrióme que debía entrar en la tienda, inquirir, proponer, y por último, comprar la cabeza a cualquier precio... Pensado y hecho; con trémula mano abrí la puerta y entré... Dado el primer paso, detúveme cohibido, recelando que mi descabezada presencia produjese estupor y quizás hilaridad. Pero una mujer hermosa, que de la trastienda salió risueña y afable, invitóme a sentarme, señalando la más próxima silla con su bonita mano, en la cual tenía un peine.

miércoles, 29 de agosto de 2012

Lord Dunsany - Caronte

Caronte
por Lord Dunsany



Caronte se inclinó hacia delante y remó. Todas las cosas eran una con su cansancio.

Para él no era una cosa de años o de siglos, sino de ilimitados flujos de tiempo, y una antigua pesadez y un dolor en los brazos que se habían convertido en parte de un esquema creado por los dioses y en un pedazo de Eternidad.

Si los dioses le hubieran mandado siquiera un viento contrario, esto habría dividido todo el tiempo en su memoria en dos fragmentos iguales.

Tan grises resultaban siempre las cosas donde él estaba que si alguna luminosidad se demoraba entre los muertos, en el rostro de alguna reina como Cleopatra, sus ojos no podrían percibirla.

Era extraño que actualmente los muertos estuvieran llegando en tales cantidades. Llegaban de a miles cuando acostumbraban a llegar de a cincuenta. No era la obligación ni el deseo de Caronte considerar el porqué de estas cosas en su alma gris. Caronte se inclinaba hacia adelante y remaba.

Entonces nadie vino por un tiempo. No era usual que los dioses no mandaran a nadie desde la Tierra por aquel espacio de tiempo. Mas los Dioses saben.

Entonces un hombre llegó solo. Y una pequeña sombra se sentó estremeciéndose en una playa solitaria y el gran bote zarpó. Sólo un pasajero; los dioses saben. Y un Caronte grande y cansado remó y remó junto al pequeño, silencioso y tembloroso espíritu.

Y el sonido del río era como un poderoso suspiro lanzado por Aflicción, en el comienzo, entre sus hermanas, y que no pudo morir como los ecos del dolor humano que se apagan en las colinas terrestres, sino que era tan antiguo como el tiempo y el dolor en los brazos de Caronte.

Entonces, desde el gris y tranquilo río, el bote se materializó en la costa de Dis y la pequeña sombra, aún estremeciéndose, puso pie en tierra, y Caronte volteó el bote para dirigirse fatigosamente al mundo. Entonces la pequeña sombra habló, había sido un hombre.

-Soy el último -dijo.

Nunca nadie antes había hecho sonreír a Caronte, nunca nadie antes lo había hecho llorar.